La tragedia en el Río de la Plata de 1957: salvavidas inservibles, náufragos empetrolados, cien muertos y un suicidio inexplicable

En la noche del 27 de agosto de 1957, una violenta colisión entre un carguero y un barco de pasajeros provocó un trágico accidente que muy pocos recuerdan, a pocos kilómetros del puerto de Buenos Aires y que costó la vida de casi un centenar de personas

El Buque Ciudad de Buenos Aires había sido construido en 1914, y desde 1915 hacía viajes desde Buenos Aires a Montevideo, y también por el río Uruguay

En su camarote de primera clase, vestida con su camisón de algodón, Clotilde Bravo de Ayala contemplaba la foto de su nieto Héctor Daniel, nacido el 15 de febrero de ese año, 1957. No dejaba de admirarse por su parecido con su madre. Era una correntina que las vueltas de la vida la habían llevado a vivir en Adrogué con su marido, un marino entrerriano, con el que formó una familia de cinco hijos.

En el buque Ciudad de Buenos Aires, que cubría el trayecto entre el puerto de Buenos Aires y Colón, Entre Ríos, con una parada en Concepción del Uruguay, se dirigía a Colón, donde vivían sus hermanas. Iba a contarles sobre el nacimiento de sus dos nietos, el propio Andrés y de Ana, que había venido al mundo a comienzos de agosto.

En el barco, se había cenado temprano y casi todo el pasaje estaba descansando.

Tenía la fotografía en su mano cuando la sorprendió un terrible sacudón. Eran las 22:45. Salió al pasillo, todo estaba a oscuras y vio que había comenzado a inundarse. Era de noche y ella no sabía nadar.

Su vida cambiaría para siempre.

Hundimiento Buque Ciudad de Buenos Aires, 1957

El Ciudad de Buenos Aires era un vapor que se había sido construido en Gran Bretaña en 1914 y que al año siguiente había llegado al país como parte de la la flota del armador Nicolás Mihanovich para cubrir, junto con su gemelo el Ciudad de Montevideo, el servicio entre Buenos Aires y la capital uruguaya.

Para 1957, este barco de 110 metros de largo, con capacidad para transportar 363 pasajeros y 84 tripulantes, ya había cambiado de dueño en varias oportunidades y ahora su casco estaba trajinado por los años de servicio navegando entre Buenos Aires y Montevideo, saliendo siempre a las 22 horas y arribando a las 7 de la mañana. Pero en ese entonces lo habían afectado a la navegación por el río Uruguay. Este era su tercer viaje.

El 27 de agosto de un atardecer húmedo y despejado, zarpó de la dársena sur con 78 pasajeros de primera clase, 63 de tercera y 89 tripulantes. Lentamente, fue buscando el canal principal para dirigirse a su ruta por el río Uruguay. Ya al zarpar había rozado a una chata arenera.

Al tomar el canal principal, al sur de la isla Juncal, a la altura de la desembocadura del Paraná Guazú fue violentamente chocado por estribor por el Mormacsurf, un carguero norteamericano de 152 metros que venía de Rosario y que estaba saliendo del brazo del río Paraná para tomar el canal, ganar el océano y dirigirse a California.

Su gigantesca proa se incrustó justo en el medio del barco, a la altura de la tercera chimenea, entre el comedor y la sala de máquinas. El capitán Silverio Leovigildo Brizuela, que había ingresado a la marina mercante en 1922, le pidió al capitán norteamericano en medio del accidente que no retirara el barco para impedir que entrara más agua. Pero el Mormacsurf se retiró por un efecto de inercia en el momento en que había tirado cuerdas para auxiliar a los pasajeros.

Algunos de ellos, que habían quedado colgados de las sogas, cayeron al agua.

El agua comenzó a entrar a raudales y, en un intento de tapar el agujero, el buque trató de apoyarse y lo chocó. El Ciudad de Buenos Aires comenzó a bambolearse y por la cantidad de agua que había entrado, comenzó a hundirse.

Por años, sobresalía de la superficie la punta del mástil del buque hundido en 1957.

La desesperación y el pánico se apoderó de los pasajeros. Muchos habían caído al agua, impregnada del fuel oil que se había derramado por la colisión; otros, agolpados en la cubierta, no sabían qué hacer. Cuando los pasajeros quisieron tomar los salvavidas redondos que colgaban de las paredes del buque, éstos estaban pegados, ya que cuando pintaron el barco no los habían quitado. Del mismo modo, cuando pretendieron bajar los botes salvavidas, las poleas no giraban por el exceso de pintura que tenían. Solo pudieron bajar uno.

En la cubierta, el capitán Brizuela trataba de mantener la calma pero quedó en evidencia que los marineros no tenían práctica en zafarrancho de colisión. Les pedía a los pasajeros ir al centro de la nave para equilibrarla. Era una total confusión en las que se mezclaban las más terribles situaciones: el que valerosamente cedió su salvavidas a una mujer; la mujer que en el agua arrojó su bebé a su marido para salvarle al niño, pero la criatura se perdió en las profundidades; o el hombre que le arrebató el salvavidas a una mujer.

Del Mormancsurf arrojaron al agua todo lo que podía flotar para auxiliar a la gente que estaba en río. Y armaron una plancha, casi al ras del agua para facilitarles el acceso al barco.

Rápidamente, se dieron las señales de auxilio por radio y por bengalas. Acudieron al lugar diversas embarcaciones, tanto de la costa argentina como de la uruguaya.

Resultaba complicado el rescate ya que las personas, embadurnadas de combustible, se les escurrían de las manos a los rescatistas.

Quince minutos después, a las 23:05, el Ciudad de Buenos Aires desaparecía de las aguas. Muchos náufragos fueron tragados por el remolino provocado por el hundimiento. Por mucho tiempo, solo quedó visible la punta de su mástil. Murieron 65 personas, sin contar los desaparecidos o los bebés, que no se solían anotar como pasajeros. La lista de los muertos oficiales y no oficiales fue casi de un centenar.

La tragedia fue noticia en todos los diarios.

Uno de los rescatistas había dicho: “No voy a llorar, pero nunca me voy a sacar de mis oídos los gritos de la gente pidiendo auxilio”.

Labios apretados

Clotilde, en camisón, sin saber nadar, había podido asirse de un madero. Labios apretados, movía sin parar brazos y piernas. Seguía el consejo que siempre le daba su marido Nicolás, marino. Fue difícil tomarla de los brazos, empapada en fuel oil; hubo que hacerlo de donde se pudo y se la subió aparatosamente a la cubierta del remolcador Pancho. Se lastimó una rodilla.

Junto a otros sobrevivientes fue llevada a Nueva Palmira, una pequeña ciudad costera en Uruguay. Atendida en el hospital, la lavaron con kerosene y muchos vecinos los asistieron. Desde Colonia la trasladaron a Buenos Aires, y en el puerto, el 28 por la noche un reportero gráfico de la revista Ahora le tomó una fotografía en el momento en que la bajaban en camilla. Estuvo internada en un sanatorio hasta el 5 de septiembre.

Con el correr de los días, en la costa cercana fueron apareciendo algunos cuerpos de los infortunados pasajeros, así como restos del naufragio.

El terrible derrotero de esta tragedia olvidada fue exhumado por los nietos de Clotilde, Adriana Silvia De Arriba y Héctor Daniel De Arriba, quienes escribieron el libro El vapor Ciudad de Buenos Aires y nuestra abuela Clotilde: dos tragedias. Y lo que salieron a flote de este trágico hecho, fueron las irregularidades.

En la tapa del libro, se ve a Clotilde cuando la bajaban en camilla en el puerto de Buenos Aires, tal como lo registró la revista Ahora.

A Infobae relataron la dificultades para lograr acceder al voluminoso expediente judicial de diez cuerpos, archivado desde mediados de los 60. La versión romántica de que el capitán, cuando su buque estaba hundiéndose, se había pegado un tiro no resiste un análisis con la autopsia realizada a su cuerpo. No registró ningún orificio de bala, aunque sus vísceras tenían un alto grado de alcohol. Los hermanos contaron que el día anterior al hecho había sido su cumpleaños y que ese día lo había festejado. Misteriosamente, las fotos de la autopsia desaparecieron.

Se comprobó que la tripulación no había sido entrenada para enfrentar estos hechos y que sin esas falencias se hubiesen salvado más vidas. Los salvavidas pegados con pintura a las paredes del barco y la imposibilidad de bajar los botes salvavidas fueron agravantes. Y no era cierto que había niebla y escasa visibilidad.

Se comprobó que ninguno de los capitanes, al momento de la colisión, estaban en sus puestos. Los oficiales del Ciudad de Buenos Aires fueron encontrados culpables de impericia e imprudencia. Pero el capitán, los dos comisarios de a bordo y los dos prácticos estaban muertos. El único vivo, el timonel Simón Alfiro fue exonerado porque cumplió órdenes. También fueron procesados el capitán y el práctico del buque extranjero. Este último, luego de estar un tiempo detenido, sufrió una hemiplejía y falleció mientras se sustanciaba el proceso. Y el capitán regresó a su país y nunca respondió a las citaciones de la justicia.

La segunda tragedia

Clotilde no volvió a Entre Ríos. Hablaba lo indispensable de lo que había sufrido en las heladas aguas esa noche de invierno de 1957. Se creía que si no lo contaba, ayudaba a superarlo. Siguió con su vida de ama de casa en Adrogué. Hasta la Navidad de 1960. Su nieta Adriana Silvia, que el 14 de diciembre había cumplido un año, era bautizada. Venían las fiestas y era una buena excusa para que la familia grande se reuniese.

El 26 de diciembre Clotilde fue sorprendida por una de sus hijas mirándose al espejo, con su nieta en brazos. Y con un detalle que llamó la atención: la criatura jugaba con sus cosméticos, que nunca dejaba que nadie se los tocara. “La abuela está extraña”, comentaron. Es que miraba al espejo como si no estuviese viendo nada.

La dejaron sola unos momentos, lo que le alcanzó a Clotilde a pegarse un tiro con una de las armas que se guardaban en la casa. Era la segunda tragedia que sus nietos adelantan en el título del libro.

No dejó ninguna carta, no hubo un por qué. Ni una señal. Si en los últimos días nadie había notado nada extraño, se había mostrado alegre y tranquila.

Habían pasado tres años y cuatro meses desde la terrible experiencia en las aguas de ese río que demasiadas vidas se había llevado y que hoy sus nietos, rescatando la historia, tratan de salvarlas. Aunque sea del olvido.

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