Lucila Munaretto (25) nació el 1 de diciembre de 1994 en Oberá, Misiones. En agosto de 2015, cuando tenía 20 años, volvió a nacer por segunda vez. Fue después de un accidente que la dejó en coma dos semanas y del que, al día de hoy, no recuerda absolutamente nada.
Lo que cuenta, dice a Infobae, es parte de lo que pudo reconstruir gracias al relato de su familia, sus amigas y las noticias de los medios de su provincia natal y de Vancouver, la ciudad canadiense donde estaba viviendo el día que la atropelló una camioneta. El día que su vida cambió para siempre.
La primera vez que se calzó un par de badanas fue por recomendación médica. Tenía cinco años y “pierna de catre”: una alteración postural que provocaba que se le juntaran las rodillas. Un ortopedista le sugirió a su mamá que la anotara en actividades como patinaje o baile, para revertir la desviación de sus piernas. Al final, Lucila se enamoró del ballet y mirar la película “Barbie en el Cascanueces” pasó a ser uno de sus pasatiempos. “Me paraba delante del televisor e imitaba los movimientos de la Barbie bailarina. Quería ser como ella”, asegura.
En 2001, en medio de la crisis social y económica que atravesaba la Argentina, los Munaretto decidieron mudarse a la localidad brasileña de Guaratuba. Allí, Lucila continuó tomando clases de ballet en una academia pequeña donde, rápidamente, se destacó del resto de sus compañeras. En ese contexto, su profesor les sugirió a sus padres que la llevaran a hacer una prueba a la escuela de Teatro Bolshoi de Brasil, la única sucursal del Teatro Bolshoi de Moscú que hay en el mundo. Con apenas once años, quedó seleccionada entre los mejores treinta, de un grupo de 250 niños.
En 2012, mientras ensayaba el ballet Raymonda para el Festival Internacional de Danza que se celebra en Joinville (un municipio brasileño ubicado a 75 kilómetros de Guaratuba) a Lucila le ofrecieron una beca para bailar en el ballet Coastal City de Vancouver (Canadá). Lo que más le costó, dice, fue alejarse definitivamente de su familia. Aceptó con la convicción de apostar a su pasión.
En Canadá su carrera creció exponencialmente. La vieron bailar coreógrafos de Estados Unidos y de Alemania. En 2014, después de mucho esfuerzo, obtuvo su primer protagónico en el ballet de Hansel y Gretel. Sintió, dice, que tocaba el cielo con las manos. Sin embargo, a mediados de 2015, sus proyectos quedaron en pausa y no por decisión propia.
Sucedió el 13 de agosto. El día estaba soleado y hacía calor. Lucila, que todavía conservaba el hábito de patinar, decidió calzarse los rollers para ir a hasta la casa de una familia mexicana: sus “segundos padres en Canadá”. En el camino, explica, fue embestida por una camioneta y quedó tendida en la calle. En estado de inconsciencia, una ambulancia la trasladó de urgencia al Hospital Lions Gate, donde estuvo dos semanas en coma y, luego, seis semanas más internada.
El accidente, entre otras cosas, le provocó lesiones en su columna vertebral, pelvis, piernas, brazos y mandíbula. Lo más grave, dice, fue la lesión cerebral. “Los médicos le decían a mi mamá, que viajó de urgencia para cuidarme, que iba a quedar en estado vegetativo”, explica Lucila. Por eso, su recuperación desafió a todos los pronósticos.
“Cada vez que los doctores decían que yo no iba a poder hacer algo, yo lo hacía. Ellos decían: ‘No se va a despertar del coma’ y me desperté. ‘No esperemos que se mueva porque tuvo lesión cerebral y en la columna’ y ahí yo empecé a mover las piernas”, cuenta.
Cuando se despertó del coma, dice, se asustó. “La reconocí a mi mamá, pero no entendía qué estaba pasando ni dónde estaba”, sostiene. Después, empezó a elongar en la cama. “Quería estirarme. Los médicos me decían que ‘No’ y yo los miraba y les decía: ‘Es que soy bailarina y si dejo de estirar, me voy a quedar dura y voy a perder la flexibilidad’. Al final terminaron atándome a la cama”, explica Lucila aunque, en realidad, es lo que le contó su madre y lo que pudo reponer del relato de sus amigas.
La lesión cerebral que sufrió dañó su “memoria a corto plazo”. Al día de hoy, Lucila no recuerda lo que hizo dos semanas antes del accidente ni el mes posterior a levantarse del coma. “Al comienzo me preocupaba: intentaba recordar y me angustiaba no poder hacerlo. Ahora me relajé. Además: ¿para qué quiero acordarme de que sufrí?”, dice.
Según Alejandro Andersson, médico neurólogo y director del Instituto de Neurología Buenos Aires (INBA), las personas como Lucila, que han padecido un traumatismo de cráneo, pueden padecer numerosos problemas de sus funciones cognitivas provocados por lesiones cerebrales. “Las consecuencias varían de acuerdo a la zona cerebral afectada y a la gravedad de las lesiones. Cuando la contusión cerebral es muy grande, puede haber déficit de la memoria o el discernimiento o la falta de control sobre los impulsos”, indica.
El 26 de septiembre, un mes y diez días después del accidente, Lucila fue dada de alta. “Salí del hospital en silla de ruedas. Para mediados de octubre estaba usando muletas y, en enero de 2016, me dieron de alta para bailar. En julio de ese año estaba de regreso en los escenarios”, apunta.
Con los días, sin embargo, se fue dando cuenta de que sus movimientos eran limitados. Los tornillos y los metales que le habían colocado en la columna y en la pelvis le hacían sentir que no era la misma de antes. Además de la molestia física, dice, aparecieron “coletazos” de la lesión cerebral. “Empecé a tener convulsiones: temblaba, temblaba y no podía hacer nada más que temblar. Las luces del escenario me encandilaban y eso tampoco ayudaba”, explica.
Los médicos le explicaron que el estrés podía potenciar las convulsiones y le sugirieron que tratara de “estar más tranquila”. Lucila jura que lo intentó. “Bailaba y, cuando empezaba a sentir que me iba a dar un comienzo de temblequeo, encontraba la manera salir del escenario disimuladamente. Tomaba un poquito de agua tras bambalinas, respiraba y luego regresaba en otra entrada”, cuenta.
Con el tiempo, como quien se saca una mochila pesada de encima, Lucila eligió dejar de exigirse. “Acepté la realidad. Entendí que podía bailar, que podía disfrutar del ballet, pero no como mi profesión”, sostiene. Inquieta, se anotó para estudiar Gastronomía. Lo que no imaginó es que el ambiente de la cocina (en un lugar cerrado y con el calor de los hornos) iba a ser casi tan estresante como el del ballet y otra vez empezó con las convulsiones. Finalmente, en diciembre de 2018 se graduó como Licenciada en Administración de hotelería y negocios.
Acaban de cumplirse cinco años del accidente que casi la deja postrada y, a pesar de lo que atravesó, Lucila cree que fue lo mejor que pudo pasarle. “Aprendí a valorar mi vida”, dice la joven. Hace una pausa y señalando su anillo de compromiso agrega: “Si el accidente no hubiese pasado, hoy estaría sola. Quizá estuviese bailando en una compañía profesional, pero no hubiese conocido la vida como es. No hubiese vivido lo que puedo vivir y no hubiese comido. Porque yo no comía”, asegura, acerca de los trastornos alimenticios con los que convivió durante su adolescencia.
“Llegué a la conclusión de que hay que vivir con más simplicidad, pero intensamente. Me di cuenta que en la vida solo hay dos días en los cuales vos no podés hacer nada: uno es ayer y el otro es mañana. Entonces hay que vivir el hoy. No le deseo accidentes a todo el mundo, pero sí deseo que cada uno tenga la oportunidad de experimentar una vivencia fuerte que te haga un ‘clic’ en la vida. En mi caso tuvo que ser drástico”, se despide.
“A los que creen que no pude realizar mis sueños les digo: mi sueño era bailar en distintos escenarios del mundo y ser reconocida como bailarina profesional. Y lo fui. Bailé en Argentina, en Brasil, en Canadá y en Estados Unidos. Ahora, sin buscarlo, el ballet volvió a mí, estoy dando clases y soy muy feliz”.
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