Los varones con experiencias sexuales con muchas mujeres son pillos, seductores, ganadores, inconquistables, exquisitos, misteriosos, atractivos: potentes.
Las mujeres con experiencias sexuales con muchas personas son fáciles, usadas, gastadas, insoportables, rompebolas, densas, defectuosas, rápidas, perdidas: perdedoras.
La diferencia sexual entre las mujeres y los varones no es por la cantidad de la experiencia –mucho menos, ojalá, por la calidad de la vida erótica- sino porque la virtud masculinizada es directamente proporcional al defecto feminizado.
La liberación sexual empezó pero todavía no se consolidó y, por el contrario, se vuelve un choque de contradicciones. Si las mujeres no tienen experiencia y performance sexual son aburridas, pero si la tienen son descartadas. Si se quedan quietas no llegan a ningún lado y si avanzan son congeladas con la indiferencia.
El problema no es lo que hacen, sino el castigo sobre lo que hacen. Lo que se juzga no es que sean deseables –al contrario se exige que tengan cuerpos que encajen con el molde prefabricado del deber ser femenino para despertar deseo-, aunque se las reta si ellas desean.
En la televisión no se dicen cosas que no se digan en las casas. No es una sorpresa que la vida sexual de las mujeres tenga un peso negativo que, en cambio, es un envión para los varones. Pero la televisión tiene que hacerse cargo que no es una caja vacía: retumba.
El lunes en “Cantando 2020”, en Canal 13, pasaron dos cosas que hacen un eco negativo más allá de las protagonistas por cómo llegan, se repiten y se legitiman en los hogares: bajarle la voz a las mujeres y contarle los amantes como si se tratara de un prontuario.
En el programa, mientras Nacha Guevara, que es jurado, daba una devolución, Laurita Fernández hablaba (se agradecería si en la tele pudieran apagar los celulares y prender la cortesía y concentración) pero el llamado de atención de queda atorado en la garganta: “¿Cómo hace Mariano para hacerte callar?”, le preguntó Nacha a Laurita.
El problema no es que Nacha no se sabía el nombre del novio (actual o no) de Laurita y probablemente se lo confundió con otro, sino que cree que un hombre es el que tiene que hacerla callar y que esa frase resuena en el imaginario machista: que las mujeres hablan mucho y que tienen que cerrar la boca.
Por supuesto que si hablan (porque abrir la boca para comer, para hablar o para disfrutar son pecados sin exorcismo en el circo romano aún pandémico) son insoportables y que si tienen que aprender algo (a respetar cuando otra habla) no es por ellas sino porque los van a cansar a ellos.
Pero la confusión de nombres del callador generó otro embate. “¡¿Qué Mariano!?”, reaccionó Laurita. “Tu novio”, respondió Nacha. Y remató: “Me confundí con el anterior, con algún otro. Bueno, es que es larga la lista”. “Puedo tener 10 millones”, respondió Laura.
Ya nadie llega virgen al matrimonio, pero la vida sexual se contabiliza como un Veraz que pone en rojo el crédito de las mujeres o identidades feminizadas para lograr ser exitosas: gustarle a los varones. El exabrupto tiene la bondad de correr el velo de lo que la televisión muestra: mujeres sexies que igual son juzgadas por ser sexuadas.
Pero, en realidad, exhibe más de lo que dice: la televisión de hoy –más que nunca en cuarentena- licua la demanda del feminismo como movimiento político de democratizar el deseo y exhibe una disputa para ver quien la tiene más larga. O sea, quien es más brava, poderosa o filosa. O más parecida al poder que ya conocemos: el de los muchachos conductores.
La televisión argentina nos debe una autocrítica y poder cuestionar los modos de producción que permitieron formas de abuso, discriminación y acoso sistemáticas. Ni Una Menos, Mira Como Nos Ponemos y el Me Too no pasaron por al lado, sino que dieron en el corazón de la televisión.
Pero la tele no es boba, se hace. Y miró para otro lado ante situaciones de violencia de género. Sin embargo, no hubo replanteos sobre lo que se hacía o aperturas a nuevas formas de hacer sino, muy por el contrario, se reforzó el machismo. Y se optó, en muchos casos, por dejar que fueran otras mujeres las que gritaran contra las mujeres.
No son iguales todos los casos. Nacha Guevara tiene una trayectoria política, cultural y personal en la que rompió estereotipos, peleó por sus ideales y se animó a salir, por ejemplo, con novios más jóvenes, además de mostrar una larga trayectoria aun en tiempos difíciles. Es injusto que ahora sea ella quien reciba el castigo por el machismo que impera en la televisión.
Pero no es raro. En la serie The Morning Show se ve muy claro como Alex (el personaje protagonizado por Jennifer Aniston) paga un costo altísimo por las conductas sexuales impropias de su compañero de noticiero Mitch (Steve Carell). ¿Y por qué serían ellas las que deberían pagar por el machismo masivo, poderoso y sistemático de ellos? ¿No será que muchos torearon el embate, agarraron la manta roja y las ponen a ellas a recibir el castigo?
No se puede dejar de decir lo que está mal porque hay que liberar a las más jóvenes del boletín sexual que las manda a marzo si disfrutan y les da 10 felicitado a ellos si acumulan chicas descartables. Pero también hay que decir que es injusto juzgar a las mujeres que ocupan hoy un lugar en la televisión –y, muchas veces, en los diarios, las empresas, la función pública, la justicia, etc- por tener conductas que fueron su modo de defensa para no ser víctimas del machismo que hoy replican.
Sencillamente porque solo llegaban a ocupar un lugar quienes podían bancarse las críticas y la discriminación con un blindaje emocional y una lengua karateca -a lo Moria- para estar a la altura de los señores que no perdonaban debilidades, sensibilidades ni admitían mujeres que no tuvieran modos similares a los masculinos de conducción.
El modelo debe cambiar. Ojalá no sea necesario seguir midiéndose con la misma vara. Pero esa regla no puede volverse un boomerang contra las sobrevivientes. La pica con –y contra- las otras debe renovarse por espacios de sororidad (solidaridad) con otras mujeres.
La televisión monta un show para que haya barro. Y pone a las que pasaron el casting de saber pelear. ¿Nos vamos a volver árbitros de las titanas en el ring? Eso es lo que quiere la industria del espectáculo post Me Too que nos acorrala contra sus propias cuerdas. No es un precio justo que ahora paguen las que se hicieron duras para soportar el machismo y entre sus astillas destilan parte de lo que usaron como herramienta de defensa y supervivencia.
No es justo, pero –a la vez- no se puede dejar de señalar que el modelo de competencia –ahora con el machismo como valor agregado a la pica femenina vendida como empoderamiento- se tiene que renovar. Y no solo con más jóvenes, sino con programas conducidos por mujeres y disidencias sexuales que puedan sacar el foco de la disputa y lo iluminen en la diversidad.
Otro cambio urgente en la pantalla es la sobredosis de un modelo único y la discriminación que genera la imagen permanente de un solo molde corporal y de identidad sexual en donde no entran señoras con canas, jóvenes con panzas, conductoras con arrugas, lesbianas, no binaries, trans y una larga lista de diversidades que si están (y bienvenidas todas las que sí están) tienen un rol secundario o excepcional.
La lista de críticas es larga, es cierto. Pero también es injusto que solo los programas populares (que dan un respiro en medio de la pandemia a las preocupaciones por la salud y la economía) las reciban. Hay que cantarles las cuarenta, también, a los programas y canales que hablan de un mundo más justo, pero no muestran una imagen justa de las mujeres y disidencias sexuales.
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