El fusilamiento de Liniers: traiciones, maltratos y la orden de matarlo en un día prohibido

El 26 de agosto de 1810, un mes y un día después de la Revolución de Mayo, el ex Virrey Santiago de Liniers, héroe de la Reconquista de Buenos Aires pero a las órdenes de la Corona Española, fue capturado en Córdoba y ajusticiado. Su padecimiento en las horas previas y el terrible destino que quisieron darle a sus restos

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Cuadro que recrea el momento
Cuadro que recrea el momento en que Liniers y sus compañeros son fusilados en el monte de los Papagayos.

-¿Qué es esto Balcarce? -preguntó Liniers, cuando el carruaje donde eran llevado prisionero a Buenos Aires se desvió del camino para internarse en el medio de la nada.

-No lo sé; otro es el que manda -respondió, lacónico, el jefe patriota. Pero lo sabía: ese domingo 26 de agosto de 1810 sería su fin en esta tierra.

El desenlace del drama comenzó el martes 31 de julio cuando, al frente de tan solo 400 soldados y acompañado por algunos funcionarios españoles, Santiago de Liniers inició su huida de la ciudad de Córdoba hacia el Alto Perú, luego de intentar una resistencia a la Primera Junta de Gobierno. Escapaba del Ejército Auxiliar, unos 1100 hombres que el 25 de junio habían partido de la Plaza de la Victoria al mando del coronel Francisco Ortiz de Ocampo. Lo secundaban el teniente coronel Antonio Balcarce; Hipólito Vieytes, comisionado de la Junta; Feliciano Chiclana, auditor de guerra y Juan Gil, comisario de guerra.

En su huida para encontrarse con los jefes realistas en el Alto Perú, el antiguo virrey desconocía que muchos de sus oficiales tenían la misión de retrasar la marcha de la caravana. Esa misma noche comenzaron las deserciones y cuando menos se lo esperaba, solo era acompañado por una compañía de Blandengues de la Frontera. Fue en vano atraerlos repartiendo dinero entre la tropa, que llevaba el tesorero Joaquín Moreno.

Entre Totoral y Tulumba, a 200 km al norte de la ciudad de Córdoba, el resto de los soldados, en medio de gritos, insultos y amenazas, dejaron solos a sus jefes. En secreto, una partida de patriotas seguía en sigilo a la desmembrada columna, y advirtió a las postas de no asistir con caballos de refresco a los fugitivos. Para aligerar la marcha, los pocos seguidores de Liniers incendiaron un carro con municiones y clavaron los cañones. Era sencillo seguirles el rastro por el equipo que iban abandonando al costado del camino. El 4 de agosto, entre San Pedro y Río Seco, se enteró de que las fuerzas enviadas por Buenos Aires habían entrado a Córdoba y que se había mandado una partida de 75 hombres para detenerlo.

Santiago de Liniers, protagonista de
Santiago de Liniers, protagonista de una trágica historia. Héroe de las invasiones inglesas, virrey popular y contrarrevolucionario que pagó con su vida el defender al rey español.

Se preocupó: no llevaba ni un día de ventaja. Había que dividirse. Despidió a los oficiales, dejaron los lentos carruajes y montaron a caballo. Liniers, con su ayudante Lavín y el canónigo Llanos tomó hacia la sierra; el obispo Rodrigo de Orellana con su capellán Jiménez se dirigió a la casa del cura Juan José Espinosa, y el resto continuó por el camino de las postas. Pero los patriotas, enterados de este plan, ya habían enviado distintas partidas para detenerlos.

El escarmiento ordenado desde Buenos Aires

El 28 de julio la Junta había dispuesto la pena de muerte para los complotados, sentencia que firmaron todos los integrantes de la Junta, menos Manuel Alberti, por su condición de cura. Se ordenaba que todos fueran arcabuceados “en el momento que todos o cada uno de ellos sean pillados, sean cuales fuesen las circunstancias, se ejecutará esta resolución, sin dar lugar a minutos que proporcionasen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden y el honor de V.S. Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los Jefes del Perú, que se abandonan a mil excesos por la esperanza de la impunidad”. Entre el 4 y el 5 de agosto la noticia de la sentencia fue conocida en la ciudad de Córdoba.

En la noche del 6, cerca de la villa del Chañar, Balcarce vio la luz de un fuego dentro de un monte. Sorprendió a dos hombres guardando unas mulas. Uno de ellos, un mulato al que Liniers le había pagado para ocultarlo, no demoró en admitir que esos animales pertenecían al ex virrey, que permanecía oculto en una choza, a tres cuartos de legua.

Liniers y sus acompañantes dormían cuando fueron sorprendidos violentamente por una partida al mando de José María Urien, ayudante de campo de 19 años del jefe del ejército.

Mariano Moreno, secretario  de
Mariano Moreno, secretario de la Primera Junta de Gobierno, quien se opuso a que Liniers fuera llevado a Buenos Aires.

Fue todo maltrato. A Liniers le ataron las manos por la espalda con tal presión, que le hicieron sangrar las yemas de los dedos. Luego, se lo despojó de dinero, joyas y le robaron su equipaje. A la mañana siguiente, en el campamento del ejército, se encontró con los demás prófugos: Juan Gutiérrez de la Concha, gobernador intendente de Córdoba del Tucumán; Victorino Rodríguez, teniente asesor del gobierno de Córdoba; Santiago Allende, coronel de milicias de la caballería del rey y el oficial real Joaquín Moreno, que habían sido capturados cerca de las sierras de Ambargasta, mientras que el obispo Rodrigo de Orellana había sido detenido a ocho leguas del lugar. Los 30 mil pesos que llevaba Moreno, desaparecieron.

“Iré yo mismo si fuese necesario”

Ortiz de Ocampo, jefe del ejército, decidió por su cuenta llevar a los prisioneros a Buenos Aires, mientras enviaba un chasqui para informar a la Primera Junta, que lo último que deseaba era fusilar a Liniers en la ciudad de Buenos Aires, ya que era muy estimado por su papel en las invasiones inglesas. Moreno estalló de furia. Le escribió a Feliciano Chiclana: “Pillaron nuestros hombres a los malvados, pero respetaron sus galones, y cagándose en las estrechísimas órdenes de la Junta, nos los remiten presos a esta Ciudad. No puede usted figurarse el compromiso, en que nos ha puesto, y si la fortuna no nos ayuda, veo vacilante nuestra fortuna por este solo hecho”. Luego le ordenó a Castelli: “Vaya Vuestra Merced, y espero en que no incurrirá en la misma debilidad que nuestro general; si todavía no la cumpliese la determinación tomada, irá el vocal Larrea, a quien pienso no faltará resolución, y por último iré yo mismo si fuese necesario”.

Entre el 11 y 12 de agosto, la partida con los prisioneros estaban por Totoral. Iban prácticamente desnudos, víctimas de los saqueos y del continuo maltrato que recibían de la tropa, mientras los jefes hacían la vista gorda. Aun así, algunos vecinos se arriesgaron y les acercaron algo de comida y tabaco cuando la vigilancia se relajaba.

Juan José Castelli, enviado por
Juan José Castelli, enviado por Moreno para ejecutar la sentencia de fusilamiento de Liniers.

Un grupo de paisanos del lugar armaron un plan de escape; la idea fue que con la ayuda de baqueanos, ayudarían a escapar a los prisioneros hacia los dominios de los indios pampas, llevándose los doscientos caballos de sus captores para evitar ser perseguidos. Pero Liniers la desechó. Daba por hecho el fervor popular que despertaría su sola presencia en Buenos Aires. Pero nunca llegaría.

El 16 al obispo Orellana se le permitió dar misa. Todos los prisioneros comulgaron.

El desalmado Urien fue reemplazado por el capitán Manuel Garayo, quien comandó la partida camino a Buenos Aires. Tomó rumbo a Fraile Muerto (actualmente Bell Ville). Los prisioneros dejaron de ser maltratados y, más aliviados, hasta aventuraron que posiblemente los desterrasen a España.

El sábado 25 hicieron noche en la posta Esquina de Lobatón, casi en el límite con Santa Fe. El obispo les dijo que mañana domingo oirían misa y comulgarían en la capilla de Cruz Alta. Sin embargo, temprano al otro día, Garayo se despidió de ellos, ya que Juan José Castelli y Domingo French tomaban el mando, quienes venían de Buenos Aires al frente de una partida de 50 húsares y de un escribano.

A Liniers le quitaron la escopeta de caza que Garayo le había devuelto, y los presos tuvieron que devolver sus cuchillos y navajas, que usaban para comer. Los detenidos enseguida comprendieron que el final estaba cerca.

Al mediodía, a dos leguas de Cabeza de Tigre, actualmente ubicado en las afueras del pueblo de Los Surgentes, el teniente coronel de Húsares, Juan Ramón Balcarce ordenó que los prisioneros fuesen llevados en coche a un monte, conocido como Chañarcillo o de los Papagayos, como a cuatro leguas de Cruz Alta, un páramo ondulante de talas y chañares.

“El otro que mandaba” era Juan José Castelli, que permanecía parado al frente de una compañía de Húsares del Rey y junto a él, su secretario Saturnino Rodríguez Peña. Una vez que los presos descendieron del carruaje, les ataron las manos a la espalda y les leyeron la sentencia de muerte. Entre gritos, súplicas y protestas, Castelli les informó que sus bienes serían confiscados para el fisco. Les dijo que tenían tres horas para prepararse para morir. Los ruegos del obispo Orellana, que se salvaría de la muerte, conseguiría una hora más de vida para los condenados.

El monte de los Papagayos
El monte de los Papagayos o Chañarcillo fue donde se aplicó la pena de muerte, decretada por la PrimeraJunta.

Liniers y Allende se confesaron con el obispo, mientras que el padre Jiménez asistió a los otros tres. Orellana intentó aplazar el cumplimiento de la sentencia, argumentando que no se realizaban ejecuciones los domingos. Castelli le ordenó que se apartase, que su presencia ya no era necesaria. El prelado sería confinado en Luján y regresaría a Córdoba en 1812 luego de ser exonerado por el Primer Triunvirato.

Eran las 2 y media de la tarde. Tan solo cuatro años y 14 días antes Liniers era aclamado en Buenos Aires como el héroe de la Reconquista. Jacques (traducido al español como Santiago) Antoine Marie de Liniers et Bremond, el caballero de la orden de San Juan, conde de Buenos Aires, comendador de Ares en la de Montesa, mariscal de campo, jefe de escuadra de la Real Armada, agraciado para título de Castilla, virrey, gobernador y capitán general interino, que hacía un mes que había cumplido 57 años, ahora estaba de rodillas frente al pelotón de fusilamiento rezándole a la virgen del Rosario. Con su ropa hecha jirones, en un descampado del monte cordobés, junto a sus compañeros de desventuras, se negó a que le vendasen los ojos para esperar a la muerte.

El pelotón se ubicó a cuatro pasos de ellos. Cada uno tenía su blanco. Fue Balcarce quien dio la orden de apuntar y esperó dos segundos eternos para dar la orden de fuego.

No murió de inmediato. Ningún proyectil le dio ni en el pecho ni en la cabeza. ¿Habrá sido cierto que a los Húsares les tembló el pulso al tener que fusilarlo y que por eso no fueron certeros? Fue rematado con un pistoletazo por French, quien en 1808 había sido ascendido a teniente coronel de infantería por el propio Liniers por su desempeño en la lucha contra el invasor inglés.

Lugar  donde se ubicaba
Lugar donde se ubicaba el antiguo cementerio en Cruz Alta, donde los ajusticiados fueron enterrados.

Con los contrarrevolucionarios muertos, el Ejército Auxiliador partió hacia el norte para combatir a los realistas. En carretilla, los cadáveres fueron llevados a Cruz Alta, distante unas cinco leguas. En una zanja abierta al costado de la iglesia, volcaron la carretilla y así como los cuerpos cayeron, fueron cubiertos con tierra.

Al día siguiente, nadie quedaba en el lugar. Entonces el teniente cura de la parroquia exhumó los cadáveres y los volvió a colocar separados. Sobre el túmulo, colocó una sola cruz con las iniciales L. R. C. M. A., que respondían al orden en que los ubicó.

Dos días después entró a Buenos Aires un chasqui con la noticia de los fusilamientos. En La Gaceta, el gobierno explicó el porqué de la sentencia, “que una necesidad imperiosa hizo inevitable”. Luego de detallar los intentos que se habían hecho para convencer a Liniers y a sus seguidores para disuadirlo, “hemos decretado el sacrificio de estas víctimas a la salud de tantos millares de inocentes. Solo el terror del suplicio puede servir de escarmiento a sus cómplices”.

50 años después

Gracias a las gestiones del presidente Santiago Derqui -sobrino nieto de uno de los ajusticiados, Victorino Rodríguez- se buscaron los restos. Lograron ubicar a Pascual Almirón, un anciano que había presenciado el entierro. Recordó la carretilla y que algunos cuerpos tenían los ojos comidos por los caranchos.

Los restos de Liniers descansan
Los restos de Liniers descansan en el Panteón de los Marinos Ilustres, en Cádiz.

Fueron descubiertos en 1861, y entre los huesos encontraron diez suelas de calzado y dos botones, uno con una corona en relieve. Lo llamaron el “botón de Liniers”, que fue entregado a sus descendientes franceses cuando visitaron Cruz Alta. Todos los despojos fueron guardados en una urna de caoba, y en la casa de Borja León, otro viejo poblador de Cruz Alta, fueron velados sobre una humilde mesa de madera. Los llevaron primero a la iglesia matriz de Rosario y luego a Paraná. En 1862 el cónsul español en Rosario le solicitó, en nombre de la reina Isabel al presidente Bartolomé Mitre que le fuesen entregados para llevarlos a España. En el bergantín Gravina, los restos llegaron a Cádiz y con honras fúnebres fueron depositados en el Panteón de los muertos ilustres de San Carlos, en la ciudad de Cádiz, donde descansan.

Aun retumba en ese monte cordobés, de talas y chañares, cerca de la frontera con Santa Fe, la pregunta “qué es esto, Balcarce” hecha por quien iba a morir un domingo, día que no se ajusticiaba, y la respuesta inevitable:

-Es la revolución, don Santiago.

Fuentes: Vida y memorias de Mariano Moreno, de Manuel Moreno; Escritos de Mariano Moreno; Santiago de Liniers, de Paul Groussac; Memorias curiosas, de Juan Manuel Beruti.

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