Los tres hombres que mataron a su hermano están muertos. Murieron en soledad. En el entierro de Alejandro Puccio faltaron manos para llevar el cajón. En el de su padre, Arquímedes, sólo estaban dos sepultureros y un policía. Y Guillermo Fernández Laborda sufrió un ACV en la cárcel de Devoto y murió poco tiempo después en un hospital.
-Perdón por lo que voy a decir, pero esas muertes me dieron satisfacción -dice Guillermo Manoukian-. Mi hermano Ricardo estaba lleno de vida pese a sus 23 años. En días cumpliría años. Siento que vivió intensamente, como si supiera que lo iban a arrebatar de la vida.
Ricardo fue asesinado el 1 de agosto de 1982 de tres balazos en un descampado de Benavídez. El siniestro clan Puccio lo mantuvo en cautiverio durante once días, maniatado en una bañera de la casa de los Puccio, en Martín y Omar 544, en San Isidro.
Fue el primer secuestro -aunque se cree que fueron más- de la banda liderada por Arquímedes Rafael Puccio e integrada por su hijo Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI y de los Pumas, que tenía una relación amistosa con Ricardo Manoukian, hijo del empresario dueño de los supermercados Tanti, en zona norte; Fernández Laborda, Roberto Oscar Díaz y Victorino Franco, un coronel retirado. Daniel “Maguila” Puccio, según pudo probar la familia, estuvo en el último secuestro: el de la empresaria funeraria Nélida Bollini de Prado, rescatada con vida del sótano donde vivió un calvario.
La caída
El 23 de agosto de 1985, hace 35 años, fue el final de ese grupo criminal perverso que había hecho un pacto de sangre en la rotisería que Puccio tenía en la esquina de su casa. Arquímedes, que decía tener ancestros en la mafia siciliana, se manejaba con esos rituales en esa industria con chimeneas, como llamó al negocio de los secuestros, delito que impulsó en el final de la dictadura.
Puccio, Laborda y “Maguila” fueron detenidos ese día en la esquina de Mariano Acosta y Bonifacio del Carril, en Floresta, contra el mito popular que refiere que los arrestaron frente a la cancha de Huracán.
Los secuestradores buscaban dejar una prueba de vida -una carta con letras del diario Crónica- para después de eso ir al paso siguiente de la metodología ya probada de la banda: pasar a las postas y cobrar el rescate.
Pero el subcomisario Luis Rubén Motti, la suboficial Liliana Zunini y otro grupo de policías pudieron reducir a los tres. Laborda, según contó Zunini a Infobae, terminó con un ojo morado.
-En esa época todo era distinto. El policía interrogaba, daba un coscorrón si el detenido se resistía. Eran otras épocas, no digo que no esté mal. Solo que se actuaba así. Yo viví un episodio tenso con “Maguila”. Estaba embarazada de tres meses, pero le hubiese disparado si él lograba manotearnos el arma.
La escena de la caída
Como si quisiera hacer un tackle, Daniel “Maguila” Puccio intentó manotear la pistola del policía que lo acababa de detener. Era el subcomisario Luis Rubén Motti. El uniformado lo tiró al piso y revoleó la pistola debajo de un auto. Una mujer policía, embarazada de tres meses, le apuntó al secuestrador con su arma.
Daniel era un joven rugbier sin demasiadas condiciones (jugó en el tercer equipo del CASI) que había decidido volver de Australia para, según la Justicia, sumarse a la banda criminal de su padre.
-Estoy preparado para morir –la desafió “Maguila”.
-Y yo estoy preparada para matarte –le respondió la policía sin sacarle la mirada de encima. Y le dio un culatazo, según contó el comisario el comisario retirado Carlos Arias, uno de los policías federales que formó parte de las 15 brigadas que lograron la captura de los Puccio:
-Yo le puse las esposas a Puccio. Dicen que amenazó con hacer explotar con dinamita su casa, pero yo no escuché eso. Sólo pidió que las esposas las esposas no le ajusten ni le dejen marcas.
Alejandro fue detenido en la casona donde metían a los secuestrados. Estaba con su novia mirando una película y fumando marihuana. Una versión, quizá que forma parte de un mito, dice que Puccio les advitió a los policías:
–¡Ustedes creen que soy un pelotudo! Mi casa está llena de dinamita. Si entran, van a volar en pedazos por el aire.
Pero cuando los policías se dirigieron a su casa, derribaron la puerta y fueron al sótano de hormigón, cuya entrada estaba tapada por un ropero. Bajaron los 18 escalones de madera, pasaron por una bodega con 500 vinos y se encontraron con una celda casera: sobre un catre, entre cuatro paredes cubiertas de papel de diario, la empresaria Nélida Bollini de Prado sobrevivía encadenada desde hacía 32 días. Al lado había un ventilador y un fardo con paja. Sus secuestradores querían hacerle creer que estaba en un campo.
-Yo me quedé custodiando la entrada y de repente aparecieron la señora Epifanía Puccio, pero yo no sabía que era ella, y su hija mayor, Silvia. La señora preguntó qué pasaba y le dije: “inspección policial”.
La cacería de los Puccio, en tiempos sin Whatsapp, entrecruzamiento de llamadas, cámaras de seguridad, se pudo concretar gracias a que la Policía Federal trabajó en forma conjunta con Entel.
“Se iban cerrando los círculos de los lugares de dónde se hacían las llamadas y grabábamos todas las charlas con los familiares de Bollini de Prado”.
El dolor
Todo comenzó el el jueves 22 de julio de 1982. Ricardo Manoukian trabaja en las oficinas de avenida Fleming y Cuyo, en San Isidro. Cerca del mediodía se subió a su BMW para ir a almorzar con su familia. Es imposible saber si sintió algún malestar, un ahogo o una mala sensación. Nunca se sabrá si sintió la cercanía del peligro. Ese viaje, y lo que ocurrió después, es un misterio. Sólo se sabe que en la avenida del Libertador alguien le dijo que parara el auto. Y él le hizo caso.
Tiempo después, los familiares de Manoukian dirán que hay un solo motivo por el que paró el auto: el que le hizo señas para que se detuviera era un conocido. De otro modo no hubiese frenado. El y su hermano Ricardo habían hecho un curso antisecuestros en los Estados Unidos y una de las recomendaciones era andar con el auto con las puertas trabadas y no parar ante ningún pedido. Manoukian frenó y ese es el último acto que decidió por sí mismo. De ahora en más, su vida estuvo en manos de esos tres hombres que se bajaron de un Ford Falcon, lo sacaron de su auto y lo subieron a una combi, donde al volante esperaba otro cómplice.Le ataron las manos, le pusieron una capucha y lo metieron en el baúl. Viajaron hasta la casa de Martín Omar 544, en San Isidro.
Esos hombres eran Arquímedes Puccio, Guillermo Fernández Laborda y Franco.
La participación de Alejandro en esa emboscada fue hacerle señas a Manoukian para que parara. Como un señuelo que llevaba a la muerte. Entre Laborda y Puccio entraron desde el patio y subieron por una escalera caracol al primer piso. Con eso evitaron pasar por el resto de la casa. Lo acostaron en la bañera. Las paredes del baño estaban cubiertas por papel de diario. El techo estaba cubierto por bolsas de arpilleras.
Los roles estaban definidos. Puccio es el que negocia con los familiares de la víctima. Laborda es el que vigila a Manoukian. Se turna con Alejandro. Cuando entran en el baño lo hacen encapuchados. Franco es una especie de apoyo estratégico: su renguera y la vejez limitan sus movimientos. Ricardo es obligado a escribir una carta a su familia. Dice que está bien cuidado, que le dan de comer arroz con pollo, pide a sus padres que sigan las instrucciones y que no llamen a nadie. Que todo va a salir bien.
-Pero todo salió mal -recuerda Manoukian. A mí me mataron cuando mataron a mi hermano.
Los años que siguieron al asesinato de su hermano los pasó encerrado, sin salir a la calle, desconfiando de casi todos.
-A veces siento que les jodí la vida a mis hijos.
Como si el dolor fuera una herencia. O si la ausencia de su hermano fuera la suya. Se sintió secuestrado sin haberlo sido. Vivió con ese miedo definitivo. Un miedo que heredó su hijo, a quien casi no dejaba salir a jugar a la calle por temor a ser víctimas de un secuestro.
Guillermo siguió en pie. Después de haber golpeado puertas, acusado a los asesinos, caminado las calles en busca de la verdad. Aprendiendo a no temerle a las cosas simples. A recuperar la paz. Saber que un llamado telefónico, un auto que anda despacio, una mala mirada, no son señales de un inminente secuestro sino situaciones que pueden ser cotidianas.
-Fui amenazado por ellos. Lo que hicieron no tiene perdón. Ahora siento un poco de paz porque no queda nadie vivo de esa banda perversa.
En realidad queda Epifanía, que para todos nosotros le daba de comer a las víctimas. Y “Maguila”, que fue detenido en Brasil con un documento falso. En algo raro andaba. De hecho se dice que cuando estuvo afuera anduvo metido en el tráfico de piedras preciosas, se lo dijo él a una persona que le dio alojamiento en Australia y que me contactó.
-¿Qué cree que pasó con el botín de los secuestros?
-Nosotros pusimos 250 mil dólares, que ahora deben equivale a un millón. Además de los otros pagos de rescate que recibieron. Porque creemos que participaron de más secuestros además de los ya conocidos. Es una fortuna. Antes de morir, de hecho Puccio habló de una cuenta en Uruguay. Habría que preguntarle a “Maguila”. Era imposible que no supieran lo que estaba pasando en esa casa.
Los “de la banda” que quedan vivos
A diferencia de Guillermo Manoukian, Rogelia Pozzi, viuda de Eduardo Aulet, secuestrado el 5 de mayo de 19832 y asesinado con crueldad, no celebró la muerte de Puccio, ocurrida el 4 de mayo de 2013.
-Hubiese preferido que siguiera vivo, sufriendo. Porque más allá de que hay un desgraciado menos en la tierra, para esa basura la muerte fue un alivio. Sí me dio felicidad, por llamarlo de alguna manera, la muerte de Alejandro. Se manejaron con una perversidad sin límites.
“Eduardo estuvo en la casa de los Puccio, donde vivía la familia. Lo ubicaron en el primer piso, en el living, adentro de un placard. Al segundo o tercer día no soportó el encierro, además era claustrofóbico, decidieron matarlo en General Rodríguez. El sistema de postas para pagar el rescate duró tres horas. Empezamos en Capital y terminamos en Lanús”, cuenta Rogelia.
Hasta que apareció Aulet, la lista de Arquímedes Puccio tenía diez nombres. El primero fue tachado. Ricardo Manoukián, para el líder del clan, el maligno Arquímedes, no es ni siquiera un nombre, sino algo parte del pasado que ha olvidado. Tachó su nombre como si tachara dos botellas de leche en la lista del supermercado. Debía ir por el próximo. Había que alimentar a la bestia salvaje. Mantener el estatus. Calmar el hambre y las necesidades de vivir como una familia de clase media alta en la mejor zona de San Isidro. La pantalla perfecta para seguir secuestrando y matando. La maquinaria debía aceitarse. No sólo se secuestra a una persona, sino también a todo lo que toca o roza a esa persona: su cuerpo, sus afectos, sus recuerdos, sus sueños, sus pensamientos, sus familiares, sus amigos.
En esa cadena de infortunios, la rueda giró y el elegido fue Eduardo Luis Aulet, el segundo de ese listado de la muerte. Los criminales saben que Aulet es mucho más que un joven empresario. A los 25 años, se había casado con la abogada Rogelia Pozzi, a quien conocía desde los 18. Soñaban con tener hijos. Eduardo era ingeniero industrial recibido en la Universidad Católica Argentina y presidente de una empresa metalúrgica.
¿Los secuestradores hubiesen apuntado a otra víctima?
Es imposible saberlo. Pero la banda siempre tuvo claro el perfil de las víctimas: hombres sanos, fuertes, jóvenes, luminosos, llenos de vida. Felices. Todo lo contrario a Puccio, Laborda, Franco y Díaz, rufianes que iban apagándose por la vejez, oscuros y sin alegría. Sin pasado ni futuro.
A Eduardo también le gustaba el rugby. Era hábil, jugaba para el Lasalle. Más de una vez se cruzó con la estrella del equipo rival, el CASI: Alejandro Puccio. ¿Si no lo hubiera conocido a Alejandro estaría vivo? Rogelia cree que sí, pero aclara:
-Esas cosas sólo Dios las sabe.
-Manokiuan duda sobre el destino del botín, qué piensa usted...
-Nosotros, porque me acompañó mi padre a pagar, dimos 100 mil dólares, que hoy serían 500 mil, más lo de Eduardo, un millón y medio de dólares. Sabemos que “Maguila” compró campos en San Luis.
-Manoukian agrega otro dato: Puccio, y de ahí venía la queja de la banda, era un avaro.
-Les daba migajas. Por eso lo terminaron por delatar. Y con Epifanía seguro se peleó por la plata. A mi no me importa eso, me importa cómo se llevaron tres vidas hermosas. Y tuvieron impunidad porque salieron todos. No hay Justicia y honestidad en este país.
El cuerpo de Aulet apareció en 1987 en un descampado. Rogelia había soñado que él le decía: “Vení, es acá”, y le mostraba un descampado.
Alicia y el sueño de la muerte
-Criminales como el clan Puccio, los asesinos del padre de mis hijas, dejan una marca imborrable. Es volver a un pasado presente. Ademas nos hace mucho daño. Hemos pedido justicia y cuando la pregunta es si la tuvimos, aunque pasaron 35 años, debo decir que la sigo esperando.
Alicia Betti envía un video breve a Infobae. Hace una excepción, dice. Le hace mucho daño volver a hablar de un infierno latente. El 22 de junio de 1984, Alicia soñó con la muerte. Ese día se despertó angustiada, con ganas de llorar y atormentada por un dolor en el pecho que aún no puede explicar. Una tristeza sin motivo, o quizá una tristeza adelantada. Una premonición maldita. Algo que no tiene nombre. Una tormenta que se preparaba fuera de ella. Emilio Naum, su marido, le pregunta si se siente bien. Ella le dice que no le pasa nada, no quiere preocuparlo. Pero siente un vacío. No lo pudo evitar por más que pensara en la familia feliz que construyó con Emilio y en el éxito que los dos tenían como empresarios. Pensaba en las vacaciones que van a tomarse al día siguiente: cuatro días en una cabaña en las Leñas.
Ni eso lograba espantar los fantasmas que la acosaban.
En ese sueño fragmentado donde anidaba una señal que no pudo interpretar. La señal de la muerte que merodea. Despertó a las dos nenas (de 4 y 5 años), las cambió, les puso el guardapolvo y las llevó al jardín. Iba a llevarlas Emilio, pero Alicia lo dejó dormir un poco más. Sus hijas se subieron a la cama, lo abrazaron y lo besaron. Una despedida sin que nadie lo supiera. Su madre les puso el guardapolvo, les hizo dos colitas a cada una y las subió al auto. Al volver, desayuna con Emilio, él le dice tiene varias reuniones en el centro, ella le dice de acompañarlo, pero se queda. Y ella le cuenta que soñó con la muerte.
-Si soñaste que se murió alguien, le alargaste la vida.
Después de esa frase, Emilio se ajustó el nudo de la corbata, tomó un vaso de jugo naranja y se puso el sobretodo. Avisó que llegaría a la noche, para la hora de la cena. Ella lo abrazó y le dio un beso. Algo en ella le hizo sentir que ese fue el último beso. Un desasosiego como pieza de un drama aun incompleto que empieza a armarse lentamente. Poco después, Alicia fue a terapia. Lloró y contó lo extraño de ese sueño. A lo largo de la sesión, descubrió que soñó con la muerte de Milo.
Mientras tanto, Emilio Naum, como todos los días, iba por Avenida del Libertador. Le quedaban diez cuadras de paz. Porque al llegar a Austria, un hombre le hizo señas. Ese hombre era Arquímedes Puccio. A su lado está Laborda.
-¡Hola Milo! –saluda Puccio, a quien conocía porque se le presentaba en sus locales para ofrecerles negocios de importación y exportación.
Naum frenó. Puccio le preguntó:
-Tenemos que ir a la Embajada de Inglaterra, ¿nos llevas?
-Dale –dijo Naum.
Puccio sube en el asiento del acompañante. Laborda en el asiento de atrás.
-Este es mi secretario –lo presenta Puccio.
-Laborda, Milo, Milo, Laborda.
-Mucho gusto.
-Igualmente.
Los dos hombres se dan la mano.
En las primeras cuadras, Puccio le habló de negocios. Pero la conversación terminará cuando el líder del clan diga:
–Mirá, Emilio, dejemos de dar vueltas.
–No entiendo qué querés decir, Arquímedes.
–Que nos dejemos de hinchar las pelotas, estimado Milo. Esto es fácil. Te la resumo: con la guita que llevás en esta valija, no me alcanza para nada. No me vas a arreglar.
Naum pone cara de asombro. Entiende todo, como una revelación funesta, cuando Puccio le dijo:
–Te vamos a tener que secuestrar.
Naum no tuvo tiempo de nada.
–¡Agarralo! –ordenó Puccio mientras rodea con una soga la mano derecha de Naum.
Laborda obedeció como un perro rabioso. Desde atrás le encadenó el cuello. Naum forcejeó, intentó zafarse con sus manos, tenía más fuerza que Laborda. Puccio intervino, pero entre los dos no podían contener a un hombre que peleaba como un toro. Díaz y el coronel se bajaron del auto, que estaba cerca. Naum le voló los lentes de una trompada a Laborda, que buscaba su arma. El coronel le alcanza la suya desde fuera del auto. Naum no se daba por vencido. Se movía.
“Pero la putísima madre que los parió, párenlo de una vez”, ordenó Puccio. Naum sacó los pies fuera del auto. Se oyó un disparo. Los pies y las manos de Naum dejaron de moverse. La bala de la pistola Colt 11.25 era de punta hueca, esas que se fragmentan y causan más daño. Laborda sale del BMW y busca sus lentes en cuatro patas. Puccio lo espera sin impaciencia. No habrá cautiverio ni rescate.
Queda el silencio y quizá, resonando en sus cabezas, las últimas palabra de Milo Naum, un grito desesperado: “¡Ayuda, me matan!” Con un tono tan opuesto al que él, siempre seductor, le decía:
-Alicia, vos la Venus, yo Milo.
Pasaron 35 años pero Alicia recuerda el primer día que se despertó y Milo no estaba a su lado. Vivir, a partir de su ausencia, iba a ser tocar el lado derecho vacío de la cama. Que día a día iba a perder la forma de Milo. La falsa esperanza de sentir que Milo estaba de viaje, que se había ido por unos días pero iba a volver pronto. Sentir que seguía vivo, oler el piyama que usó hasta antes de ser asesinado, abrazar el piyama como si adentro estuviera Milo, como si las mangas fueran sus brazos. Acomodar sus trajes, ver su foto en el portarretrato. Firmar los cheques que Milo no pudo firmar. Recibir a las personas que él iba a recibir. Pensar qué hubiese dicho o hecho él ante cualquier cosa. Tener fuerzas para soportar su ausencia y el revoloteo de los oportunistas.
“El domingo desperté, por primera vez, sin Milo junto a mí. Era muy temprano y me desconcerté. El lado derecho de la cama estaba vacío. Desierto. Mar sin barcos. Cielo sin estrellas, sin sol, sin luna. No estoy haciendo literatura: ese fue exactamente el vacío que sentí entonces”, escribe en una especie de diario íntimo.
Un mes después del crimen, Alicia revivio la pesadilla.
Sonó el teléfono.
-Hola Alicia. Usted no me conoce, yo sí a usted –dijo Puccio.
-Su marido me debía 290 mil dólares -le miente. Pero ahora quiero 350 mil, ¿estamos? No cometa la estupidez de decírselo a nadie. Corre riesgo su vida y la de sus dos hijas. La vamos a llamar nuevamente. Siga las instrucciones y no de aviso a la Policía.
Después de largas “negociaciones”, Alicia caminó las diez cuadras más difíciles de su vida. Lo peor había pasado: su marido había sido asesinado y ella vivía con la certeza de que el entierro no era el final, sino el principio de un nuevo calvario. En la posta no había nada. Era probable que en la Policía alguien le haya pasado la información a Puccio. Porque Alicia habia hecho la denuncia.
Alicia volvió a su casa y tomó una decisión: viajar fuera del país.
Al otro día tomó un avión con sus hijas hacia Río de Janeiro. Nadie sabe de su exilio, pero en su casa, una empleada doméstica atiende el teléfono y del otro lado le pusieron música brasilera.
La casa del horror
En su momento, Infobae publicó un video en exclusiva del sótano donde secuestraron a Bollini de Prado. En el sótano se ve una cadena y algunas marcas del pasado tenebroso. Fue obtenido por una de las personas que alquilaba ese lugar, que durante el éxito de la película El Clan y de la serie Historias de un clan, no faltaron los curiosos que quisieron fotografiarse con esa casa.
Al menos fue alquilada tres veces.
“Viví con mis hijos y no sentí una mala vibra. Trajimos a una persona para que le quite la oscuridad, pero creemos que no son las casas las que tienen horror, sino las personas”, dijo una de sus ex habitantes.
Otro grupo de amigos la alquiló para un estudio de diseño. Y si bien se dijo que organizaron fiestas (trascendió una foto de un grupo de jóvenes tomando algo en el patio de los Puccio por donde trasladaban los secuestrados como cosas, ellos se defienden:
-Fue un festejo. Admitimos que no fue acertado. Se la alquilamos a la señora de Puccio y en el contrato exige que no se filme la casa ni por dentro ni por fuera. No quiere revuelo.
Según pudo confirmar Infobae, la casa de Martín y Omar 544, cada vez más venida a menos, sigue estando a nombre de Epifanía Angeles Calvo, que tiene 88 años. “Parece deshabitada, pero por lo que supimos alguien viene a limpiarla de vez en cuando o a pasar la noche para que nadie la usurpe”; dicen fuentes de la Municipalidad de San Isidro.
-Yo entré a la casa de los Puccio en varios allanamientos que se hicieron. Estoy convencida de que es imposible que alguien que viviera allí no supiera nada de lo que pasaba. Epifanía les daba de comer, cuando les daban de comer, y aprovechaba el dinero de los rescates.
Guillermo Manoukian no entró en esa casa. Con sólo pasar por la puerta -vive cerca- siente un desasogiego muy fuerte. A diferencia de Alicia y Rogelia, sus compañeras de dolor, no pudo soñar a su hermano Ricardo. Pero sigue vivo en su memoria. Tiene algunos de sus objetos, fotos, aunque hace poco se desprendió de uno de sus autos. Y cuenta, emocionado:
-Mi madre murió un octubre. Y vivió enfrente, donde sigue si viviendo mi papá y ahí llamaban los secuestradores. Desde su muerte, aparece en mi ventana una paloma, pero de manera insistente. Me golpea, a veces trae alambre, me mira. Luego va a lo de mi padre. No falta un día. No es un comportamiento normal. Como si trajera un mensaje. ¿Y saben qué? Cuando tuvieron secuestrado a Ricardo apareció una calandria. Hacía lo mismo. Iba y venía. Iba a lo de mi padre, a mi ventana. Un día dejó de venir. Ese día fue justo cuando tres tipos que ahora están muertos mataron a mi hermano de tres balazos. Puccio se habrá llevado secretos a la tumba. Pero algunos seguro los saben los que quedan de su familia.
A Guillermo se le llenan los ojos de lágrimas.
A unas cuadras de su casa, otra casa -la de los Puccio- es un símbolo del abandono. De la muerte. Ni un pájaro sobrevolando. Ni una planta por crecer.
Como si ahí sólo habitara la muerte.
O lo quedó de ella.
La nada absoluta.
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