Ya desde el sábado 11 de agosto de 1821, el frente de la iglesia de San Ignacio estuvo especialmente iluminado, mientras dos orquestas se turnaron para tocar hasta bien entrada la noche. Semejante pompa tenía un motivo: Buenos Aires tendría, después de cincuenta años de idas y vueltas, su universidad.
Cuando estas tierras aún no eran virreinato, el gobernador Juan José Vértiz había hecho un primer intento ante la corte del rey Carlos III. Hasta entonces para estudiar se debía ir a la de Córdoba, a la de San Felipe, de Chile, viajar un poco más lejos a la de Chuquisaca en el Alto Perú o definitivamente hacerlo en Europa.
El visto bueno estuvo condicionado por conseguir un edificio adecuado. Venían como anillo al dedo las iglesias y las casas de ejercicios que habían quedado prácticamente deshabitadas luego de la expulsión de los jesuitas en 1767, en particular esa manzana que aún con demoliciones y olvidos pervive, con entrada por la actual calle Perú 222, conocida como “de las luces”.
Contenía al colegio, primero llamado por los jesuitas Colegio Máximo de San Ignacio; cuando fueron expulsados, fue convertido en el Real Convictorio Carolino o Real Colegio de San Carlos, fundado por Vértiz en 1772; luego de la Revolución de Mayo pasó a llamarse Colegio de la Unión del Sud y dos años después de la fundación de la UBA, Colegio de Ciencias Morales. Entonces, contaba con ocho aulas, procuraduría, botica, despensa, cocina y 18 aposentos y hasta un huerto. Hoy es el Nacional de Buenos Aires.
El proyecto debió lidiar con el lobby de la Universidad de Córdoba, que tenía sus aulas colmadas de alumnos porteños y que no quería tener competencia. Además, la precavida corona española, conocedora que el puerto de Buenos Aires las ideas circulaban con inusitada rapidez, sentía que dotar a la ciudad de una universidad sería alimentar un inconveniente espíritu crítico.
Antonio Sáenz, una muerte y un destierro
La iniciativa durmió el sueño de los justos hasta 1816, cuando el director supremo Ignacio Alvarez Thomas la desempolvó y le encomendó al presbítero Antonio Sáenz la redacción de un reglamento universitario. Sáenz era un porteño de 36 años que en la Universidad de Chuquisaca había seguido la carrera eclesiástica y de leyes. Fue un opositor de la jerarquía eclesiástica local y en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 votó a favor de la separación del virrey, lo que fue la frutilla del postre de un largo enfrentamiento que mantenía con monseñor Benito Lué y Riega, el último obispo español que tuvo Buenos Aires, fanático defensor de la corona española. El asturiano terminaría encontrando una excusa para denunciarlo y enviarlo a la cárcel, aunque haya sido por unos pocos días.
Lue y Riega, para muchos era una persona hosca, dura e irascible y para otros un hombre modesto, noble y generoso, el que había jurado por el rey Jorge III de Inglaterra con la condición de que la iglesia fuese protegida cuando los ingleses nos invadieron, el que hizo tripas corazón luego de la Revolución de Mayo. Tenía más de un enemigo.
El 21 de marzo de 1812 un grupo de religiosos y laicos le organizaron un agasajo en la quinta que ocupaba en San Fernando, donde era celosamente vigilado por el gobierno, ya que desconfiaba de él. Entre los asistentes estaba el propio Sáenz. A los postres, el homenajeado se sintió indispuesto y se retiró a su habitación. Al día siguiente lo encontraron muerto. Las especulaciones fueron muchas, desde muerte natural hasta envenenamiento. La jerarquía eclesiástica decidió no investigar esta muerte imprevista, aunque resolvió castigar a algunos de los comensales. Sáenz fue enviado desterrado a Luján.
Proyecto en marcha
En 1816, representó a Buenos Aires en el Congreso de Tucumán, fue firmante del acta de la independencia. Llevaba bajo el brazo su proyecto de universidad. Entusiasmó al director supremo Juan Martín de Pueyrredón, quien en mayo de 1819 anunció su creación, pero a los pocos días renunció. El tobogán de anarquía en que cayó el país volvió a postergar la fundación.
Hasta que llegó al gobierno en septiembre de 1820 Martín Rodríguez, héroe de las invasiones inglesas, y su gestión abrió una etapa conocida como la “feliz experiencia”, al plantear una administración moderna y eficiente, eliminando viejas instituciones virreinales, como el Cabildo. Fue clave la designación como ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores de Bernardino Rivadavia, quien juró el 19 de julio de 1821. Apenas asumido, puso manos a la obra y el 9 de agosto, el día que se discutió un proyecto sobre elecciones, se hizo la firma formal de creación de la “Universidad pública de Buenos Aires”.
Dos días de celebraciones
La ceremonia formal se decidió hacerla el 12, y homenajear a Santa Clara, que desde 1806 era la segunda patrona de la ciudad. La elección del lugar no fue al azar. San Ignacio, como otros templos porteños, eran usados como salones de actos y donde los alumnos rendían sus exámenes, que eran públicos.
El acto comenzó a las 16 horas, con la presencia de autoridades civiles, eclesiásticas, militares y de profesores. Fue la primera ceremonia pública en que se presentaba, en pleno, el cuerpo diplomático. Todos entraron después de Martín Rodríguez y el propio Sáenz, quien sería el primer rector. Llevaban sobre un almohadón de tela de damasco y oro, el edicto de creación. Los festejos siguieron hasta la noche, cuando se quemó un castillo, armado para la ocasión.
La universidad comenzó a funcionar en la Manzana de las Luces, tal como lo había pensado Vértiz en 1771. Compartía el edificio con la biblioteca y el Colegio de San Carlos y se les uniría en 1823 el Museo de Ciencias Naturales.
Su autoridad máxima era un rector cancelario, secundado por prefectos que estarían a cargo de los departamentos que, junto a un padrino, conformaban un Tribunal Literario, y una Sala de General de Doctores.
Hubo, además que elaborar estatutos, plan general de estudios, establecer el arancel por matrícula, determinar los exámenes y los títulos a expedir.
El 8 de febrero de 1822 el gobierno determinó que la UBA se dividiría en seis departamentos: Primeras Letras; Estudios Preparatorios, que en un primer momento estaría a cargo del propio Rivadavia; Ciencias Exactas; Medicina; Jurisprudencia y Ciencias Sagradas, que fue la única que no comenzó a funcionar por falta de inscriptos.
La primera inscripción fue la siguiente: 4 en Medicina, 9 en jurisprudencia, 165 en Ciencias Exactas -estudiantes que venían de las escuelas técnicas consulares- y 150 en Estudios Preparatorios. El propio rector estaba a cargo de las cátedras de Derecho Natural y de Gentes.
La apertura de la universidad trajo aparejado un efecto positivo entre los jóvenes, y ya desde los inicios hubo roces entre los docentes, como cuando Juan Manuel Fernández de Agüero presentó a Jesucristo como un filósofo, lo que motivó que en privado, Sáenz se lo recriminase.
Rivadavia contrató a académicos de distintas disciplinas. Por esos años llegarían el naturalista francés Aimé Bompland, el físico y astrónomo italiano Octavio Mossotti, que instaló el primer observatorio en los altos de Santo Domingo; el historiador napolitano Pedro de Angelis o el arquitecto francés Próspero Catelin, entre tantos otros. Y además, el todopoderoso ministro adquirió un laboratorio de química, una sala de física experimental, instrumentos de cirugía y muchos libros.
El incansable Sáenz murió repentinamente el 22 de julio de 1825. Con su libro “Instituciones Elementales” se convirtió en el primer autor de la universidad. Había hecho historia.
Fuente: Mario Sabugo, Horacio Caride Bartrons, Daniel Schávelzon, Daniel Fernández, Juan J. Gutiérrez y Gabriel Sazbon - Historia urbana y arquitectónica de la Universidad de Buenos Aires, Eudeba, 2019.
SEGUÍ LEYENDO: