“Las chicas vienen por San Juan. Yo estaba apoyado en el guardabarro de ese camión, un camión de época, una transportadora que se llamaba Transporte Mudanza Posadas, no me olvido más, y estaba en la esquina de Tacuarí y Garay. Yo estaba contento porque tenía mi primer pantalón largo, me acuerdo que me lo había comprado mi vieja porque esa noche tenía un asalto. Vienen las chicas, me levanto para recibirlas y ¡rack!, se me engancha el pantalón. Se me hizo un siete. Recién me lo había puesto. Subo llorando y le digo a mi vieja ‘mirá lo que me pasó’. ‘Hijo, te lo voy a zurcir -me dijo-, pero se va a notar. Y no sé cuándo voy a poder comprarte uno nuevo”.
Guillermo Esteban Coppola se compró, con los años, cuanto pantalón pudiera. “La gran mayoría, al pedo”, corroboró. Su compulsión por los pantalones es una extensión de ese recuerdo, la causa de ese efecto. Comprendió, después, que compraba pantalones en exceso para reparar ese vacío, para curar la desazón de haber roto su orgullo y su primer pantalón. Comprendió, también, por qué usaba la ducha como bidet, por qué el Palacio de Mónaco interpela su crianza, por qué se doctoró en la representación de futbolistas: lo responde su etapa formativa, su niñez, el principio de todo.
Si para el poeta y novelista austríaco Rainer Maria Rilke, la patria es la infancia de las personas, la patria de Coppola sobrevive en cuatro barrios del arrabal porteño: Constitución, San Telmo, La Boca y Barracas. Infobae lo invitó a recapitular sus primeros años de vida, a recrear sus primeras veces. Como si se tratara de un ejercicio enquistado en la práctica literaria, en la inspiración del libro Me acuerdo (Ediciones Godot) de Martín Kohan, que a su vez perpetúa el linaje del norteamericano Joe Brainard y el francés Georges Perec, autores de publicaciones que suponen la selección arbitraria y antojadiza de postales de la niñez.
Los recuerdos de Kohan son efervescentes, carecen de análisis. Son retazos de su vida despojados de toda subjetividad, sin el involucramiento de la pulsión afectiva, un ensayo de “prosa quirúrgica” de un relato autorreferencial pero no autobiográfico. Kohan cuenta que su memoria capturó el número de teléfono de un amigo o que un panadero hincha de River lo echó de su negocio porque llevaba una camiseta de Boca como si fuese un inventario caprichoso de historias. Coppola no puede con su genio e incurre en la narrativa fantástica de su crianza y en la construcción nostálgica de sus vivencias: relatos al mejor estilo Coppola.
Pedirle recuerdos de su infancia al “hombre anécdota” es habilitar el encanto del narrador. La primera escena que recuperó data de mediados de la década del ’50. La transcripción es literal para conservar la fisonomía del cuento: “Un día de lluvia, Tacuarí 1593, pleno barrio de Constitución, a 150 metros de la estación, entre Brasil y Garay, en diagonal María Auxiliadora, pegado a María Auxiliadora el colegio Santa Catalina, monjas y curas, que tienen mucho que ver con mi infancia. Tenía ya dientes definitivos. Tendría ya seis, siete años: fideo fino, gran velocidad al circular agarradito de la mano, cuando de repente me zafo de la mano de mi hermano y los dos centrales pegan contra la baldosa del patio, se me rompen y se me hace un triángulo en los dientes”.
Su mamá se lamentó porque ya no eran los dientes de leche. La sangre y el dolor no lo espantaron: consideró singular la escuadra que dibujaba su dentadura. “Me encantaba cómo me quedaba. Me los dejé unos años. Era un Kirk Douglas: tenía el hoyito en la pera y el diastema, porque además tenía separaditas estas dos grandes paletas”. El patio donde se rompió las paletas era el patio de la Asociación Mutual de Empleados del Ministerio de Marina y, a su vez, el patio de su propia casa. De lunes a viernes era una oficina: los dos ambientes principales daban a la calle. La dirección: Tacuarí 1593. Tita, su madrina y tía, era la encargada de cuidar el caserón. Le había cedido a su hermano, al papá de Guillermo, una habitación en planta baja.
“Ahí nací, ahí viví”, atestiguó. En esa habitación convivían y dormían su mamá, Diana Preciosa Juana Di Fiore, su papá, Juan Carlos Esteban Coppola, su hermano cuatro años mayor, Juan Carlos Coppola, y su abuela ciega. “Nos acostábamos por orden de levantada. Primero pasaba mi abuela, se acostaba, mamá arrimaba la cama grande y después me acostaba yo, mi hermano, mi mamá, mi papá. No sé si cómodo, era lo que había. Había un gran ropero, una mesa, las sillas, un sofá donde a la noche se armaba la cama de mi abuela y un baño afuera del cuarto que no tenía inodoro, era letrina”.
La historia de la familia Coppola remite a la antropología de los barrios del sur de la Ciudad de Buenos Aires: la cercanía con el puerto, las colonias de inmigrantes, la cultura de los suburbios porteños, el gen del trabajo. Guillermo no asumió la calificación de familia pobre, lo resolvió con el adjetivo “humilde”. Su papá era camionero y taxista. Su mamá, cosmetóloga, empleada de maestranza y lo que fuese necesario. La definición que empleó sugiere vulnerabilidad económica: “Mi vieja fue todo”. Y fue la mano cariñosa y sensible de los Coppola. “Papá, en cambio, era más duro pero de laburo total. Él nos daba el taxi. Mi hermano salía con la novia. Yo, en vez, salía con mis amigos. Era un sábado cada uno. Lo teníamos que entregar lavado y con el tanque lleno. Ese era el regalo de papá, que laburaba del lunes hasta el sábado al mediodía”.
La hermana de su mamá vivía en Mar del Plata con su esposo, Don Luis Costero Ortega -padrino de Guillermo-, un español dueño de una importante zapatería. Ellos contribuyeron a que los Coppola pudieran comprarse un departamento en Chacabuco 1350, entre Garay y Cochabamba, a 300 metros de su casa anterior. “Habíamos mejorado un poquito”, valoró. La mudanza dejaba en Tacuarí los recuerdos de sus primeras pelotas de cuero, el bautismo de los asaltos, las aventuras de una adolescencia temprana.
“Mi infancia la pasé en la calle -acreditó-. Recuerdo que jugábamos a la pelota en los agujeritos de la cloaca con una pelota de goma, la pulpo. Jugábamos a embocar en esos cuatro o cinco agujeritos de las cloacas de dos veredas enfrentadas. Tenía 12, 13 años. Y en la vereda del Juan de Garay, entre Piedras y Chacabuco. Jugábamos mucho a la pelota en esa vereda ancha. Era mucha calle y mucha pelota”.
En una casa a la que le faltaban muchas cosas, lo que sobraban eran pelotas de fútbol: “Mi tía María de Tres Arroyos nos mandaba las latas de Nesquik selladas y llenas de monedas, para mi hermano y para mí. Me acuerdo que yo les metía un cuchillo a la hendija, a la ranura, y daba vuelta el tarro hasta que enganchaba las monedas. Las sacaba y con eso comprábamos las pelotas. Pero como vivíamos en una pieza no teníamos mucho lugar para esconderlas. Entonces las poníamos abajo del ropero. Mamá tenía impecable todo, pero abajo del ropero no llegaba a ver. Con mi hermano encerábamos, lustrábamos, éramos nosotros los que limpiábamos. Y abajo del ropero teníamos una pelota número uno, número dos, número tres, número cuatro y número cinco. Hasta que un día mi vieja nos descubre: ‘¿Y estas pelotas de donde salieron?’. ‘No... que el colegio, que esto, que lo otro’: todo mentira. Fue a ver las latas y estaban por la mitad”.
Cuando se mudaron de Tacuarí a Chacabuco, su mamá siguió limpiando la mutual durante muchos años para ayudar a la tía y para mantener la disponibilidad de esa pieza. Su primer hogar empezó a funcionar, entonces, como casa de huéspedes y como bulín. “Yo ‘travesureé’ en ese cuarto, era bastante Chinwenwencha cuando era chico”, sostuvo, para sorpresa de nadie. De esa habitación, recuperó la leyenda de un amorío. La historia no precisa la intervención del editor de esta nota. Se escriben las pausas y los silencios para respetar la cadencia del relator: “Mamá recibía a una amiga de ella que se había ido a vivir a Bariloche y venía a visitarla porque su hija era monja en María Auxiliadora. Me acuerdo que una vez fui a ver a mi mamá que estaba con su amiga y la hija de su amiga, la monjita. Y la vi muy linda a la monjita. Yo ya tendría 25 años y ella 22. Mi mamá, conociéndome, me dice ‘ni se te ocurra’. ‘Mamá, por favor’, le digo”.
Era viernes. Guillermo tenía que ir a retirar unas entradas que le regalaba el vicepresidente de Boca a la intersección de la avenida Almirante Brown y la calle Martín García, a pocas cuadras de ahí. “Sin ninguna segunda intención, le pregunto: ‘¿No me acompañás a buscar unas plateas?’. Voy caminando por Brasil, estábamos en Tacuarí. Paso Piedras, paso Perú, paso Bolívar, al llegar a Defensa, Parque Lezama, mucho tránsito en la subida de colectivos. Le digo a la monjita que me dé la mano para cruzar la calle. Me da la mano, cruzamos la calle y nunca más la solté. Nos internamos en el parque. Serían las cinco de la tarde. Plena luz del día. Yo no tenía una segunda intención, pero cuando me quedé agarrado de la mano sí. Y ella también quedó agarrada de mi mano”.
“En las otras cuadras habíamos hablado nada más: que cómo estaba, que acá, que allá, que el sur, que se había venido. Sentí que ella también quería. Subimos una glorieta. ‘¿No conocías este parque?’, le pregunté. ‘Acá yo venía con el carrito de rulemanes y me tiraba por esa bajada’. De repente nos quedamos mirando de frente y le digo: ‘¿Vos te diste cuenta que nunca nos soltamos la mano?’. Me dijo: ‘Sí, me di cuenta’. ‘Perdoname’. ‘No, ¿por qué?’. ‘Porque me pasó algo en el primer contacto que no me pasa generalmente. Me gustan las chicas, pero…’. Bueno, empecé con un poquito de seducción. ‘Me encantaría darte un beso’, le dije. Cerró los ojitos y le di el beso”.
La monja estaba vestida de monja. A Guillermo le parecía estar protagonizando una telenovela. Se habían dado un beso apasionado, tierno. Con algo de culpa, volvió a su casa. No confesó el hecho, pero su mamá igual le espetó: “¡¿Qué hiciste?!”. Claro, lo negó. “Pero pasó el tiempo. Nos vimos con la monjita fuera del conocimiento de nuestras madres hasta que mi vieja se entera producto de que la madre de ella le fue a recriminar porque había dejado los hábitos”.
La anécdota guarda un giro, treinta años después. “Estoy en Bariloche, me invita a un barco el dueño de la rentadora de un banco, Patricio James se llamaba. Había más gente en el barco. Yo estaba con mi mujer y se acerca una señora, linda, muy fuerte, bikini, y me dice ‘nosotros dos tuvimos algo que ver’. Estaba mi señora pero, bueno, todos tenemos un pasado. No me incomodó eso, me incomodó la forma directa y que el marido estuviese al lado. Venían tomando champagne. No me acordaba en absoluto de quién se trataba. El dueño del barco me dijo que ella le había contado una historia y que él le avisó que me iban a ir a buscar a mí. Le digo: ‘Perdón, con todo respeto, no sé de qué historia se trata. ¿Fuimos compañeros del banco?’. ‘No -me dice-. Gracias a vos yo formé esta hermosa familia. Él es mi marido y aquellos que están allá, mis hijos. Yo soy la monja’”.
La conversión de la hermana de María Auxiliadora es una de las selecciones de sus reminiscencias. En su inventario de memorias, las aventuras amorosas son sus predilectas. Cuando se le preguntó por el colegio, terminó contando una hazaña: “No era el mejor ni el peor. Me sentaba en la mitad del aula y me la rebuscaba. En Castellano era un desastre, en Matemáticas era bueno, en Geografía un desastre, en Educación Cívica era bueno. Disfrutaba la escuela. En el colegio de la noche tenía una profesora de Geografía que me encantaba. Ella tenía una hija hermosa pero a mí me gustaba ella y a ella yo le gustaba para la hija. Y salí con la hija. Pero mi intención siempre fue la madre. Entonces un día se lo planteé, años después. ‘Me acuerdo cuando te cruzabas de piernas en el escritorio y yo me volvía loco’. Y pude cumplir el sueño”.
Cuando se le preguntó por su nueva casa, en la calle Chacabuco, rememoró a Chiche, su primera novia: “Yo vivía al 1350 y ella vivía al 1326, casi en la esquina de Cochabamba. En esa época, las luces de la cuadra se encendían desde la calle. Pasaba un tipo de la empresa de luz, abría una tapa y prendía la luz de la cuadra. Esa tapa quedaba justo pegada a la puerta de la entrada de mi casa. Todavía está la tapa, todavía está el 1350, todavía está el departamento. Ha cambiado la cuadra pero sigue teniendo esa tapa. Yo sacaba mi brazo izquierdo, abría la tapa, bajaba la perilla de la luz, la calle quedaba a oscuras para que mi novia no me viera escapar. Chiche era la chica. Irma. La más linda del barrio. Después iba algún amigo y la levantaba. A la larga descubrió que era yo. La madre, muy de barrio, la sacaba siempre a la puerta. Yo no lo hacía todos los días, lo hacía los viernes o los sábados. Íbamos a asaltos, 15, 16 años, travesuras de chicos. Yo bajaba la perilla, la calle quedaba a oscuras y salía caminando. Tuve varias de esas tretas”.
Otras de sus tretas: cuando con sus amigos detenían el tranvía 17 para escapar de alguna circunstancia o cuando se escondió debajo de la cama para vulnerar un contrato amoroso. Cuadro de situación: club Regatas de Avellaneda, asalto, cabeceo. “Saco a bailar a una chica, quedamos en vernos. Ella vivía en Barracas, en la calle Santa María del Buen Aire, con unos tanos. Muy linda ella. Voy a verla, me hacen pasar a la casa. Cuando la saludo, la beso. Ahí el padre se acerca y me dice que ese beso generaba cierto compromiso. Entonces un día, estoy en casa, en Chacabuco, y viene ella con la madre y el padre, a hablar con mi vieja. Sabían que estaba adentro porque le habían preguntado a los chicos en la puerta. Me metí debajo de una cama. El tano entró y revisó la casa. Y solo porque le di un beso. No me encontró. Mi mamá, cómplice. Pobre, la volví loca. Siempre por cosa de mujeres”.
Guillermo fue un niño revoltoso, travieso. Él se definió “culo inquieto”. Su vida estaba puertas afuera: volvía del colegio y se iba a jugar a la pelota a la calle. “Pero en mi casa un manguito hacía falta. Mi vieja quería sacarme de la calle: me hizo entrar de cadete en la farmacia Repetto. Farmacia Repetto, Perú y Brasil”, repitió, como un mantra. Porque a todo lugar, fuese casa, colegio o trabajo, le asignó un domicilio: el mundo era su zona de influencia, los suburbios porteños del sur. Tenía 12 años cuando trabajó por primera vez. Lo hacía a dos cuadras de su casa.
La farmacia fue su introducción al mercado laboral. El sueldo, la propina o ayudar en economía familiar. Algo lo estimulaba. Vio el mango y la meta en una verdulería. A los 12 años, ya era un mocoso que negociaba su capital. “Volvía del colegio, almorzaba y a las cuatro de la tarde me iba a la farmacia hasta las ocho y media de la noche. Era el pibe de los mandados. Me daban un sueldito y también cobraba propina. De diez remedios que llevaba por día, cinco me daban propina y cinco no. Un amigo de mi viejo, Colón de apodo, vivía en Tacuarí y Cochabamba y vendía frutas los sábados. Yo le pedí que me dejara vender frutas con él: le sacaba un carro antes de abrir, pero ese carro íbamos mitad y mitad. ‘¿Cómo mitad y mitad? Yo te pago lo que le pago a un ayudante’. ‘Antes de salir a caminar vos ya tenés un carro vendido’, le dije. ‘¿Y cómo lo vas a hacer?’, me preguntó. ‘Yo sé cómo lo voy a hacer. Yo te vendo un carro. Son 100 pesos que ganamos: vamos 50 y 50. ¿Estás de acuerdo o no?’. ‘¡No! -me decía-. Mostraba que me vas a vender el carro’. Salimos el primer día: dos carros le vendí. ¿Por qué? Porque a todos los clientes de la farmacia yo les decía que no me dieran más propinas, que me compraran fruta el sábado. Yo ya tenía 50, 55 clientes, que mínimo un kilo me compraban. Y salía con cien kilos de frutas vendidas. Este Colón se volvió loco y yo me ganaba un buen sote”.
“Pero, ¿por qué me sale lo de la fruta? -continuó-. La vecina del primero a la calle veía que los sábados que jugábamos a la pelota, comprábamos las gaseosas, los sánguches, la flauta, el queso, el salame, el matambre, el fiambrín, y pagaba yo. La vecina le dijo a mi mamá: ‘Ana, ¿por qué no te fijas? Me parece que Guillermo es el que paga…’. Entonces mi vieja un día me convocó. ‘Pero mamá, en la farmacia yo gano diez y te traigo los diez, ¿Qué es lo que querés?’. ‘No, hijo, por favor, pero ¿cómo pagás?’. ‘Con la propina’, le dije. ‘¿Y cuánto sacás de propina?’. ‘Y... hay días que saco seis, días que saco ocho’”.
Guillermo había orquestado una estrategia: rechazaba la propina de los clientes para venderles fruta los fines de semana. Desde entonces, ya era hombre de negocios entrador, audaz, carismático. “No compren mandarina, no compren melones, no compren banana porque el sábado vamos a tener las mejores bananas”, les pedía. Era tan próspera la venta de frutas que Colón se puso otro carro y salieron a vender los dos juntos. Mientras que en su casa, Guillermo había acordado: “‘Mamá, yo te doy todo lo de la farmacia más la propina', le dije. Porque la gente me seguía dando propina, los que ya me daban, me seguían dando y también me compraban la fruta. Yo hasta le daba plata a mi hermano, que era un estudioso. Le compraba ropa. En vez, yo era más callejero. Pero arreglé así con mamá: la plata de la fruta era para mí. Y la gastaba con los pibes: los sábados salíamos, íbamos al centro, pizzería Banchero, cine, teatro, y pilcha porque después entré a laburar al banco”.
Juan Carlos, su hermano, ya trabajaba en el banco. Eran cercanos, pero antagónicos: “Yo mujeriego, él en la suya, yo amiguero, él de novio. Yo tenía mucho más relación con mis viejos que él, que estaba mucho con su novia”. Hizo la gestión para que pudiera entrar Guillermo. Consiguió que le hicieran un examen de ingreso: “En la parte de Castellano me fue muy mal. Ponía división con ‘b', decir con ‘s'. Me rebotaron. El entonces gerente de personal, don Emir Herminio Concone, me llamó y me hizo hacer esa parte otra vez. Con los años, salí con su sobrina, pero él me quería para su hija”, contó. La conquista, el lugar común de sus historias, se entromete en cada porción del la narración.
“Nuevo Banco Italiano, Reconquista 40, Plaza de Mayo. Entré de cadete en el ’64 en la oficina de contabilidad”. Trabajó 21 años ininterrumpidos ahí. El banco solventó su carrera en administración de empresas en la Universidad Católica Argentina y le armó una estructura para que pudiera atender a los futbolistas. Tenía su oficina de representación dentro de la sucursal central porque el negocio les convenía a todos. Pero eso sería décadas después, fuera del radio de su infancia: en 1974 se dedicó de lleno al fútbol, con la asesoría de su primer jugador, padrino de Natalia, su hija más grande.
Pero antes de ingresar al banco, Guillermo también fue carpero: barría las playas en el balneario San Sebastián de José Vidal, en la Perla, Mar del Plata. Pasaba enero y febrero ahí, guardado. Su mamá se lo prestaba a una tía para que no se la pasara todo el tiempo en la calle: sin colegio y con la farmacia cerrada, el verano era un caldo de cultivo para su picardía. De sus temporadas en La Feliz recuerda que encontraba cadenas, monedas, anillos ocultos en la arena, que jugaba a la pelota por plata con los cafeteros y los bañeros, y que lo vitoreaban desde el borde del murallón después de que los guardavidas lo llevaran a nadar kilómetros mar adentro. Él, intrépido, agotado y triunfal, los saludaba desde la orilla.
De su memoria emotiva no pueden disolverse dos recuerdos amorosos y marplatenses: su debut sexual y una proeza. “Dos grandes empresarios del barrio de La Perla hicieron que tuviera mi primera relación con una mujer a los 12 años. Me acuerdo todo: le dijeron a una señora que ellos conocían que tenía que enseñarle a un chico que iba a tener su primera relación. Me marcó porque fue una genia. Me enseñó con delicadeza, con mucha calidad. Me hicieron un gran favor”, agradeció.
La otra historia es un nuevo triunfo de su galantería. “Vivía en lo de mi tía con mi tío y una chica que trabajaba ahí. Después de esa primera relación sexual que me gustó tanto, yo espiaba a esa chica: la Peti, una petisita muy cariñosa, divina, que era de la familia prácticamente. Entonces fui un día y le conté: ‘Mirá, me pasó esto, esto y esto’. Me dijo: ‘¿Por qué no me lo pediste a mí? Te hubiese enseñado yo’. Yo tenía 12 años y ella tendría 22, 23. Romance con la Peti total: dormíamos juntos. Mis tíos se dormían, ella venía por el patiecito y se acostaba en mi cama. Una infancia terrible”, tituló el hombre anécdota.
El niño Guillermo estudiaba, trabajaba y jugaba al fútbol. A los quince años se fue a probar a Racing. Él, bostero como toda su familia. Pero su padre no lo dejaba ir solo a la Bombonera. Sació su sed de cancha en el Presidente Perón, el estadio de la Academia. El plan era una excusa meramente amistosa: acompañar a su banda de amigos, la mayoría hinchas de Racing. Germinó una simpatía, un segundo corazoncito, por el simple contagio de felicidad de sus amigos. El recuerdo es tan dichoso que repasa con fluidez y sin pausa la formación de Racing en la década del cincuenta: “Negri, Ramírez, Mesías, Blanco, Anido, Sacchi, Corbatta, Pizzuti, Mansilla, Sosa y Belén”.
“Como uno de mis amigos jugaba en Racing, me voy a probar y quedo. Jugaba de tres, no era zurdo, pero me ayudaba con la línea, pícaro, bien. Estuve un año, edad de sexta. Yo ya iba al banco a la mañana, salía, iba a casa, comía, me iba a entrenar a Racing y volvía directamente al Joaquín V. González. Llegaba a mi casa a las doce y cuarto de la noche. Y al otro día iba al banco a las 8.30 de la mañana, como era menor laburaba menos horas”, repasó su itinerario.
Su entrenador era Juan Carlos Giménez, “Cacho” Giménez, un ídolo del club. Mediocampista devenido a defensor, campeón con Racing en 1951 y con la Selección Nacional en el Sudamericano de 1957, tras su retiro se dedicó a la dirección técnica de las categorías juveniles. Fue, incluso, técnico interino de la Primera en varias oportunidades. Un día conversó con el tres titular de la sexta por recomendación de su familia: “‘Guillermo, hablé con tu mamá y tu papá. Están muy preocupados por vos: tenés 16 años, pesás 40 kilos y no estás nunca en tu casa. Te vas a las ocho de la mañana y volvés a las doce y media de la noche', me dijo. ‘No, si voy al mediodía a comer’. ‘No. Estás media hora y te vas. Una cosa tenés que dejar. El banco, el estudio o el fútbol’. ‘Cacho, si me llamó usted, que no tiene nada que ver con el banco y con el estudio, es porque usted quiere que deje el fútbol’. ‘Y sí, mirá, realmente, porque esto es sacrificio…’. ¡Me limpió!”.
Un mes después de que forzaran su salida fue a ver a su división: ya no recuerda si era la quinta o la sexta. “Veo que el que juega en mi lugar era un chico que tenía un defecto en las piernas: tenía una más larga que la otra. ¡Me cambiaron por un rengo! Yo fui y lo encaré al técnico: le dije de todo. Hice un escándalo. Después me hice amigo del pibe, porque no quería que se enterara pero fue tal el escándalo que fue imposible. Todos me decían que era rengo pero yo creía que me estaban jodiendo. Fogli, los hermanos Flotta, algunos llegaron a Primera. Me decían: ‘Guille, te cambiaron por un rengo’. Hasta que un día fui y era verdad”.
Alfio Basile, hoy su amigo íntimo, debutó en la Primera de Racing en el ’64. Cuando a Coppola lo desplazaron de Racing, Coco “ya estaba mordiendo ahí, ya era capo”. Él, tiempo después en esas asambleas de muchachos, le confesó un improbable: “Te limpié yo. Vos estás para otra cosa”. Esa proyección, esa “otra cosa”, tenía sus indicios y obedecía a una visión tangible: “Yo ya trabajaba en el banco e iba más empilchado porque después iba al colegio. Seguía estudiando, tenía botines nuevos. Yo estaba bien. Eso me quedó marcado para después hacer lo que hice en el fútbol: defender a los futbolistas. Porque después, Cacho Giménez me dijo: ‘Guille, el pibe es el hijo del vicepresidente’. Yo lo vi como una injusticia. El sueño de un pibe no puede ser incumplido por el poder de un dirigente”.
Después de Racing, tuvo un breve paso por las inferiores de San Telmo. “Era el club del barrio, hacía lo que quería, entrenábamos dos veces por semana e íbamos siempre en banda porque era complicado ir a la isla (Martín García). Era, prácticamente, un club de amigos: Andretta, Ruggeri, Collazo, Pozzi, Senesi”, enumeró. Ya su norte estaba abocado al banco y a su desarrollo profesional. Reconoció haber tenido una infancia feliz, de plenitud, “pero nunca dejé de laburar”.
La gratitud y hasta la culpa de haber trepado en la pirámide social lo devolvía, durante muchos años, a esa habitación de Tacuarí 1593. La mutual ya se había convertido en un hotel familiar, tipo conventillo. Cada 24 de diciembre, Guillermo adoptó el ritual de regalarle una canasta navideña a quienes habitaran el cuarto, “su” cuarto. “Por respeto a los que vivían ahí, los hacía salir a la calle. No sé, me daba cosa porque yo llegaba, tal vez, con un auto mejor. En algún momento recuerdo que yo fui con la Yuyito (Amalia González), una chica voluptuosa, llamativa. Yo me quedaba en la puerta y salía la gente que habitaba ese cuarto. Le decían, los del hotel, que una de las personas que vivió en ese cuarto todos los 24 traía una canasta muy completa de regalo”.
Lo repitió cada Nochebuena hasta 1988, “hasta que una vez llevé la canasta y un matrimonio relativamente joven me dijo que no lo aceptaba. Yo no era tan conocido. No había ningún motivo en especial. ‘Si usted no se ofende…’, me dijeron. ‘No, yo lo traigo porque es una casa que me trae muchos recuerdos, el colegio acá a la vuelta, las historias de mi infancia, mi primera pelota de cuero…’, les conté. Y a partir de ese día no llevé más”, contó.
Esa casa que le trae muchos recuerdos, la escenografía de su infancia (de su patria), se le volvió carne. Así como compró muchos pantalones para venerar el que rompió, su historia incurre en el contraste entre su infancia y su adultez: “La vida me dio la posibilidad de dormir en el Palacio de Mónaco y en el Palacio del rey Fahd en Arabia Saudita. Pero nunca me olvidé que dormía en una cama con toda mi familia y que hacía mis necesidades de parado en una letrina de la calle Tacuarí 1593. Porque no había bidet en esa época, había ducha. Yo me acostumbré a la ducha, y si no, papel de diario arrugado”.
La entrevista telefónica se interrumpió tres veces: un llamado a su celular, el timbre de beneficiarios de sus donaciones y la pérdida de batería del inalámbrico de su casa. Abordar su infancia implicó para él desempolvar su esencia, repasar su camino y cotejar sus realidades: “Yo crecí en un barrio humilde y después me tocó vivir, como digo yo, una vida de película, una vida que no vivió ni (Jeff) Bezos ni (Steve) Jobs. Yo la viví gracias al fútbol y a Diego Armando Maradona. Nada me confundió, ni haber vivido al lado del tipo más conocido del planeta. Nunca me olvidé de dónde vengo. Y estoy haciendo esta nota mirando a la avenida del Libertador, al Rosedal y a la bandera de los Estados Unidos de la residencia del embajador”. De reojo, pispea y honra la alfombra de adoquín de su Constitución natal.
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