Arturo Illia, el médico de pueblo que decía que para gobernar solo había que ser honesto y cumplir con la Constitución

Hoy se cumplen 120 años del nacimiento de quien fue Presidente de la Argentina entre 1963 y 1966 y que hizo de la defensa de los principios y de la palabra su modo de vida

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Su primer trabajo duró poco. En 1929, Arturo Umberto Illia -acentuado en la primera “i”- era un flaco alto, vestido con un traje arrugado, moño, la cabeza cubierta por un sombrero ala ancha, que permanecía parado en el andén de la estación del ferrocarril de Cruz del Eje. En una de sus manos sostenía una valija de cartón, con todas sus pertenencias: ropa y libros.

Era el flamante médico de la Mutual de Ferroviarios, puesto al que accedió gracias al ofrecimiento que le hizo el presidente Hipólito Yrigoyen en la única reunión en la que el joven médico estuvo cara a cara con el mítico líder radical.

El entusiasmo duró poco. En septiembre de 1930 un telegrama le anunció que los militares golpistas lo dejaban cesante. Un grupo de vecinos, muchos de ellos ferroviarios, lo sorprendieron armando la misma valija para regresar a su Pergamino natal. Le pidieron que se quedara, que fuera el médico del pueblo. Y de Cruz del Eje recién se iría 33 años después, pero para asumir como Presidente.

Un joven Arturo Illia, médico
Un joven Arturo Illia, médico en la ciudad cordobesa de Cruz del Eje.

Había nacido en Pergamino el 4 de agosto de 1900 a las cuatro de la tarde. Sus padres, italianos de la Lombardía, primero vivieron en Tandil y luego se radicaron en Pergamino. Hasta tercer grado, fue a la escuela provincial N° 18, luego completó la primaria y la secundaria en el colegio salesiano Pío IX, en Caballito. Cuando cumplió 18 años, se afilió al radicalismo. Su padre y parte de la familia ya eran radicales.

En la Facultad de Medicina participó de las agitadas jornadas de la Reforma Universitaria de 1918, que dio vuelta como una media la vida académica. En 1927 ya era médico recibido en la Universidad de Buenos Aires luego de las prácticas realizadas en los hospitales Piñeiro y en el San Juan de Dios, de La Plata.

Mientras fue estudiante, durante las vacaciones de verano, volvía a Pergamino a ayudar a la familia en el horno de ladrillos, que era como se ganaban la vida.

En Cruz del Eje, alquiló una vivienda en la calle Avellaneda 181, donde atendía a todos, aunque muchos pagaban como podían. Cuando alguien no tenía para los remedios, Illia pedía al farmacéutico que le diera los medicamentos a la persona, que él después arreglaría el tema.

En una oportunidad le salvó la vida a un vecino llamado Hansen, el único con auto en Cruz del Eje, que se moría a causa de la difteria. En agradecimiento le regaló un viaje a los países nórdicos. Fue la única vez que voló a Europa.

La chapa que Illia colgó
La chapa que Illia colgó en el frente de la casa, donde ejerció como médico.

A su regreso comenzó a noviar con Silvia Elvira Martorell. El tío de ella, Luis Kaswalder, fue quien los presentó. Se casaron el 15 de febrero de 1939 y ella fue la enfermera en el consultorio. Tuvieron tres hijos: Emma Silvia, Martín Arturo y Leandro Hipólito. A su primer hijo varón quise ponerle Franklin, por el presidente norteamericano Roosvelt, pero no se lo permitieron.

En 1944, cuatro mil vecinos hicieron una colecta. Pusieron un peso cada uno y le regalaron la casa que alquilaba. Y también un auto, que vendió cuando asumió como Presidente. Porque hasta entonces las visitas a domicilio las hacía caminando, o si era en el campo iba caballo o en sulky.

Le gustaba jugar al tenis y a la pelota. Bailaba muy bien el tango y en la música tenía especial predilección por Beethoven. Cuando asumió como Presidente, pidió que para la función de gala en el Teatro Colón de la noche de su asunción ejecutaran la Novena Sinfonía. Debió conformarse con la Quinta, menos compleja. Era fanático de Cervantes y siempre tenía a mano El Quijote.

Illia junto a su esposa,
Illia junto a su esposa, Silvia Martorell, durante un acto oficial.

Fue senador provincia en 1936; vicegobernador de Santiago del Castillo en 1940, el único período que no ejerció como médico; presidente del comité provincial radical en 1945; diputado nacional en 1948, en los convulsionados años en que un pequeño aunque bravo bloque radical debió vérselas con la mayoría peronista. En 1962 fue gobernador electo de Córdoba pero el golpe contra Arturo Frondizi le impidió asumir.

En 1963 fue el candidato a Presidente, cuando todas las fichas las tenía Ricardo Balbín, el jefe del partido desde 1956. La fórmula se completó con el entrerriano Carlos Perette. Luego de obtener un 25% de los votos -cifra de la que se sostendrían los que intentaron desprestigiarlo en la presidencia- obtuvo los votos en el Colegio Electoral.

Con la banda  presidencial.
Con la banda presidencial. Estuvo al frente del gobierno entre 1963 y 1966.

El sábado 14 de septiembre de 1963 Cruz del Eje tiró la casa por la ventana. Todo el pueblo lo despidió a lo grande, con festival musical, domas, acto radical, oradores y el cierre del presidente electo. Tenía 63 años.

Durante su gobierno no hubo un solo día de estado de sitio y tampoco presos políticos; hubo libertad gremial y en 1964 levantó la proscripción al peronismo. En su gestión, Naciones Unidas votó la resolución 2065/65 que convocaba al Reino Unido a sentarse a discutir la soberanía de las Islas Malvinas. Se sancionó la ley del salario mínimo, vital y móvil, la ley de medicamentos, la ley de asociaciones profesionales y derogó la ley de contratos petroleros. Cuando le preguntaron por qué, respondió: “Sencillo, está en nuestra plataforma electoral”. Destinó el 25% del presupuesto a educación, ciencia y tecnología. Además, incorporó al Código Penal la figura de enriquecimiento ilícito de los funcionarios.

Sin embargo, debió enfrentarse a los militares, que le hicieron el primer planteo a los dos meses de haber asumido; los gremialistas, que a los tres meses comenzaron un plan de lucha de huelgas y tomas de fábricas; y a los estudiantes, que solo querían hacer la revolución.

Con un equipo de gente honesta y profesional, redujo la inflación, hizo crecer el PBI, la balanza comercial tuvo saldo positivo, no tuvo que pedir un solo crédito al Fondo Monetario Internacional y había poca desocupación. No tocó un peso de los fondos reservados.

Era personalista a la hora de toma de decisiones y eso le valió más de un dolor de cabeza con su propio partido, como fue el caso de Balbín, que a veces le pedía más acción. Soportó la cruel campaña de los medios, que lo dibujaban como una tortuga, o sentado en un banco en Plaza de Mayo, con una paloma posada sobre su cabeza.

Le gustaba caminar y mezclarse con la gente y solía comer en el restorán Arturito, de la avenida Corrientes.

Algún que otro militar hizo, muchos años después, un mea culpa de su derrocamiento, ocurrido el 28 de junio de 1966.

Lo que vendría sí que fue un infierno: la noche de los bastones largos, que supuso una inédita e irreparable fuga de cerebros del país, diversas insurrecciones populares como el Cordobazo, el nacimiento de la guerrilla y una economía que lograron hacerla estallar por los aires.

El presidente Illia, al abandonar
El presidente Illia, al abandonar la Casa Rosada

Esa mañana del martes 28 de junio de 1966 salió caminando de la Casa Rosada. Tuvo oportunidad de decirle a un oficial del Ejército: “Ustedes no representan a nadie; ustedes son salteadores nocturnos”.

Rechazó cobrar la jubilación de privilegio de Presidente. Si bien alternó entre Martínez, Pergamino y Cruz del Eje, regresó a su profesión de médico y hasta cuentan que en un tiempo atendió la panadería de un amigo.

Su esposa había fallecido de cáncer el 6 de septiembre de 1966, a los 50 años. Había ido a tratarse a un centro oncológico en Houston y, si bien el gobierno había dispuesto los fondos para el viaje, Illia se negó diciendo que era como robarle el dinero el pueblo. Con lo que obtuvo de la venta de su auto, pagó el viaje.

Murió a las 20.35 del 18 de enero de 1983 en la habitación 19 del Hospital Privado de Córdoba. Tenía 82 años.

En cierta oportunidad le preguntaron si era difícil gobernar. “No. Es muy fácil. Solo hay que ser honrado y cumplir con la Constitución”.

No hicieron caso a su última voluntad. Lo sepultaron en el panteón de los Caídos de la Revolución de 1890, en el cementerio de la Recoleta. El quería descansar en su entrañable Cruz del Eje.

Si al fin de cuentas era el médico del pueblo.

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