Allá por 1966, el director de Crónica me dijo:
-Agarrá un fotógrafo y andate a Salto. Vas a encontrar la historia de un santón curador. Vale la pena.
Partí en un auto confortable -una rara ventaja por entonces-, no con indiferencia (gran asesina de los periodistas), pero sí con escepticismo.
Salimos desde la Capital hacia el norte, y cubiertos 192 kilómetros y chirolas llegué al cementerio: el hombre vivió y murió entre 1831 y 1891, a los 60 años, edad en la que predijo que partiría...
Sólo me unía a él su apellido Sierra, ya que soy una cacofonía: Serra Sierra...
El cementerio estaba desierto, de modo que acudí a los librotes municipales horadados por el tiempo y las alimañas...
¡Y apareció! Según los grabados, fue un hombrón de pelo y larga barba (a lo Leandro N. Alem), de nombre Francisco Sierra.
Nació- sexto hijo de los doce que tuvo su padre, el español Francisco Sierra, con la criolla Raimunda Ulloa y mucho más tarde con Raimunda Báez.
Y nació muy rico, en la estancia San Francisco, de su familia.
De pocas palabras, todavía no había empezado su leyenda...
Colegio secundario, Facultad de Medicina, las tentaciones de Buenos Aires, pero su mal de amores fue -desde niño- su prima hermana Nemesia Sierra. Pasión cortada de un golpe de hoz que tornó aun más su dolor cuando supo las razones: la familia se opuso a la boda porque Nemesia no era de alto rango, y demasiado joven: dieciséis...
Desde ese día Pancho Sierra inició su segunda y extraña vida...
Se aisló en Rancagua, un pueblo cercano a Pergamino, en otra estancia de su linaje, luego en otra, El Porvenir, y pasó un par de años entre meditaciones y libros de Teosofía, espiritismo y ciencias ocultas...
Al retornar a Salto dijo:
-Soy el hombre que siempre debí ser: confesor, hombre de fe, médico, y dedicar mi vida a socorrer al prójimo.
Según sus amigos y vecinos, “la mirada se le volvió penetrante, hipnótica: dos ojos celestes que te traspasan mientras hace imposición de manos con agua fría, que se calientan apenas te tocan”.
Desde luego, fama y superstición crecieron juntas como dos plantas del mismo tronco...
¿Curaba? Acaso y de algún modo, sí, males comunes y menores. Pero la leyenda que se abre paso hacia el mito arrasa más que un huracán...
Según Cosme Mariño, periodista notorio y director de un diario, escribió:
“Hemos presenciado la romería permanente de enfermos de toda clase que acudían a caballo, en charret, en coches, en sulkys. Hemos visto de paso su manera de curar, generalmente con agua magnetizada o por simple sugestión. A veces conocía el mal del enfermo apenas se acercaba a su carruaje. Y hemos oído que muy ricos estancieros, deshauciados por los médicos, fueron arrebatados de la muerte por Pancho Sierra”.
La fama de su poder sobrenatural corrió como río bravo y escapó de los límites de Salto hasta convertir al entonces casi ignoto pueblo en un templo al que arribaban todas las clases sociales: una obligación de peregrinos...
Vuelvo a mi experiencia. A la siesta -sagrada en esos pagos-, empezaron a llegar devotos caminantes, cada uno con su botella de agua fría y común, y la dejaban cerca del templete erigido in memoriam del santón sobre su tumba, y rematado con un ángel y su trompeta apuntando al cielo...
Según todos ellos, Pancho –vivo o muerto– (nos separaban más de ocho décadas) infundiría en esos humildes recipientes la cura de todos los males de este mundo.
Poco a poco, las botellas parecían una exposición universal del vidrio: desde frascos de colonia hasta el litro o medio litro de tinto de la casa.
Y al mismo tiempo, flores. Desde el ramillete armado en el variopinto camino hasta la pomposa palma armada y decorada en una florería.
El Gaucho Santo -uno de sus apelativos-, el Doctor del Agua Fría, ya no estaba solo, ni jamás lo estaría...
A pesar de su fortuna -recibió varias herencias-, vivía como un paisano casi pobre, recluído en el altillo de la estancia, dormía sobre un camastro de cuero de vaca.
En la pared, apenas un crucifijo muy pequeño, y por fin su guitarra y su mate de plata...
Nadie, nunca, pudo definirlo. ¿Era médico? No hay registro. ¿Era espiritista? Siempre lo negó. ¿Era sanador? Nunca le gustó el título. Era, pura y simplemente, Pancho Sierra, nada más -ni menos- que un hombre...
Predijo su muerte: “Mi fin llegará a los sesenta años”, Y así fue: partió ¿acaso a otra dimensión, el cuatro de diciembre de 1891, a las siete y diez de la tarde, entre extrañas señales...
El mercurio superaba los cuarenta grados, entre raras polvaredas que arrinconaban a los animales, a veces matándolos....
Se fue sin conocer a su hija Laura Pía: nació siete meses después de la tardía boda de su padre con su sobrina segunda Leonor Fernández, dejando en sus manos la estancia y las obras de caridad...
Aun no anochecía cuando tumba, templete, ángel y trompeta eran una montaña de botellas y flores...
Sólo tres rosas se arriesgaron a posarse en la trompeta y el explosivo calor no las doblegó.
Me fui Pensando en aquellas palabras de Hamlet: “Hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que sueña tu pobre imaginación, Horacio”.
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