Condujo en vivo la entrega del Premio Nobel de Química al doctor Luis Federico Leloir, cubrió desde Tokio, Japón, la conquista del título mundial de Nicolino Locche, presentó el recital de Sandro en el Madison Square Garden, fue anfitrión de “las 24 horas de Malvinas” en plena vigencia del último gobierno de facto, el primer teletón de la tevé argentina destinado a recaudar dinero para el Fondo Patriótico Nacional de las Islas Malvinas, charló cuatro horas con Juan Domingo Perón durante su exilio en Madrid y se sacó fotos con él para mostrárselas a su padre y a su tío, de cuña peronista, fue locutor en la transmisión del Mundial de Inglaterra ’66 y vio a Antonio Rattín estrujar la bandera británica y sentarse en la alfombra roja del palco de la Reina Isabel.
La trascendencia de Jorge Cacho Fontana se puede medir en hitos. El hombre de Odol pregunta, la voz de la radio, el presentador codiciado por todas las emisoras, la cara de la primera televisión, el testigo de la evolución de la comunicación audiovisual argentina, el dueño de catorce premios Martín Fierro o, también, el hombre que habla en el contestador desde el otro lado del teléfono: “Usted se ha comunicado con Interplaza, clínica de rehabilitación y pediatría. Si usted conoce el número de interno márquelo, si desea enviar un fax marque 129 o aguarde y será atendido. Muchas gracias”.
Infobae se comunicó con Interplaza: lo sorprendió el mensaje grabado de Cacho Fontana y la vitalidad de un hombre de 88 años dispuesto a hurgar en los anales de su memoria. A Fontana lo sorprendió, días después, un contagio asintomático de coronavirus por la erupción de un brote que asedió a la clínica y posteriormente la declaración en su organismo de 38 grados de fiebre y un cuadro de neumonía que obligó su traslado al Hospital Fernández, donde permanece internado a la espera de una mejora del cuadro clínico. En los últimos días, según reveló su hija Antonella, evolucionó favorablemente y ya lo hace sin ayuda del tubo de oxígeno.
Pero antes de su infección e internación, en una charla telefónica, Fontana redescubrió sus años como Norberto Palese, su nombre original. En alguna entrevista reciente, asumió que Fontana es más joven que él, que siempre se creyó más Palese, pero que vivió de las mieles de Fontana. Hijo único de papá Antonio Palese y mamá Nieves Filgueiras, nació un 23 de abril de 1932 y se crió en el departamento 2 de Vieytes 926, en pleno corazón de Barracas. Producto genuino del arrabal de los suburbios porteños del sur, lo primero que aflora de su memoria es el techo de cielo de su hogar: “Recuerdo el patio, recuerdo la pelota, recuerdo cuando yo me movía alrededor de mis padres y recuerdo a ellos con el temor de que yo pudiese dar un paso en falso y pasarme algo”.
Definió su casa como “el lugar de los Palese”. Allí se reproducen sus rememoraciones más potentes: la habitación para los tres, el largo pasillo donde andaba en monopatín, la contención y el cariño de sus padres, la presencia de su abuela Rosa, los sábados de milanesas, el encanto de su mamá y la satisfacción que manifestaba al reconocer su voz y sus caricias cuando la visión ya no le permitía identificarlo. Nieves era costurera: confeccionaba ropa con su máquina de coser pegada a una ventana del departamento para una empresa de la zona. Su papá era ferroviario, capataz en un galpón del Ferrocarril Belgrano: ganaba 160 pesos.
“Los padres eran iguales a nosotros, tenían lo mismo que nosotros -reflexionó-. Vivían como nosotros, íbamos creciendo al mismo tono y al mismo tiempo, sin más de lo que más pudiera tener el otro. Éramos muy parejos. No es como hoy puede haber diferentes escalas y se puede dar de acuerdo a la moda, de la familia. El curso de vida que nosotros tuvimos es algo que yo lo recuerdo con mucho amor”.
Esa semejanza y ecuanimidad de la que busca contrastar con los cambios de paradigmas en los tiempos modernos, también se evidencia en su fisonomía. A su lado, mientras habla por teléfono con Infobae, repasa una foto de su padre: “La tengo aquí al lado mío. Es una foto que me acompaña siempre. Yo me parezco mucho a mi papá. Yo podía llevar las cédulas de él en el tiempo que se usaban, para hacer algún trámite que no se iban a dar cuenta. Éramos muy parecidos, lo único en lo que no nos parecimos con mi papá es que a él le gustaba mucho las carreras, el turf, los burros, como les dicen los muchachos”.
Su vicio lo recuerda hasta con memoria cronológica: "Él siempre iba los domingos a la carrera de La Plata. Se volvía con el tren hasta Constitución. En Constitución compraba una pizza y se venía con la pizza en el colectivo, porque claro, no había horno. No se usaba el taxi en ese momento y menos un trabajador del ferrocarril. El taxi era un decorado para gente de otro estrato social".
Antonio era hijo de Donato Palese y tenía quince hermanos. Su linaje familiar, reveló, proviene de Albania: su rama paterna cruzó el Mar Adriático para recalar en la ciudad de Bari, donde a pocos kilómetros se halla la localidad Palese. De hecho, el aeropuerto de la zona lleva el nombre de Bari Palese. Una visita por el sur de Italia lo halló en persecución del legado paterno: llegaron a preguntarle si tenía relación con el dueño del aeropuerto o incluso si era algún hijo perdido de la ciudad. Comprendió que la modificación de su apellido es un patrón genético: su abuelo había adoptado Palese para sortear las vicisitudes en Italia.
“Yo iba caminando por Vieytes hasta la esquina y de ahí una cuadra para abajo, hasta Australia. Corría a la derecha y ahí estaba la escuela”, rememoró. El colegio era la Primaria Común Nº 28 Francisco Pascasio Moreno, que aún se mantiene en pie. Lo que cambió, en estos setenta años de historia, fue el nombre de las calle de referencia: Australia ahora se llama Benito Quinquela Martín a la altura del establecimiento educativo. “Yo era el alumno mejor vestido. Mi mamá me planchaba el guardapolvo blanco con almidón y yo al lado de los pibes que iban era el mejor vestido. No era porque tenía más que los otros, tenía lo mismo, pero tenía otra mamá…”, destacó.
“Era un dandy, un gardelito con mi moñito. Estuve hasta tercer grado en ese colegio y después ya pasé al Bernardo de Irigoyen, en la calle Montes de Oca, y ahí hice hasta sexto grado. En ese colegio conocí a un maestro inolvidable que me enseñó muchísimo, no solamente a mí, sino a los compañeros, nada más que yo tenía en mi interior la voluntad de locutor y también la gracia de escribir. No sé cómo esas cosas nacieron en mí”.
Lo que recuerda es cómo este maestro le resultó inspirador. Él y un tal Fernández, hijo de una maestra, alternaban notas cercanas al 10 en cada composición que les encargaba. Tal era su fascinación y su inocencia que recuerda cuando su mamá pudo comprarle el mismo pancito con jamón que su profesor comía en el segundo recreo sentado en un escritorio que miraba a los pupitres del grado. Lo narra con especial sensibilidad y lo resume como piezas felices de una niñez plena, dulce, linda. Su escolaridad no superó el sexto grado. Cursó una niñez reducida: rápidamente comenzó a trabajar.
En el patio, en ese techo de cielo, en sus tardes jugando a la pelota sitúa los comienzos de su amor por la radio. Mientras él pateaba, de fondo se escuchaban programas. “Lo que más me interesaba era la voz de los locutores. Porque me daban la posibilidad de reconocer qué emisora era”, remarcó. Los relatos de Fioravanti, su primer amor y el entrenamiento de su desfachatez en escenas barriales, su introducción al fútbol con La Máquina de River, los congresos familiares alrededor del aparato que reproducía la voz de Luis Sandrini: los retazos de su memoria construyen una infancia completa, sin fisuras ni ausencias.
Pero Norberto Palese prescribió joven. En la empresa de transporte donde trabajaba conoció a José, un compañero que hacía la presentación de una orquesta en un salón de baile del centro porteño. “Yo lo acompañaba los domingos. En una oportunidad él se va al interior del país y un domingo me dice: ‘Tengo un problema porque no sé a quién dejar conduciendo esto’. Le dije: ‘Y déjame a mí’. ‘¿Y vos qué sabés?, me preguntó’. Yo le contesté: ‘¿Y vos qué sabías?’. Él estuvo en la misma y de caradura se metió a hablar por el micrófono. Lo mismo hice yo. Y bueno, parece que lo hice bien…”.
El reemplazo iba a ser temporal. No lo fue: significó el comienzo de una venturosa carrera hablándole a un micrófono. “Presenté un tema. Después anuncié un par más hasta que vino el patrón del salón ‘La Argentina’, de Paraná y Corrientes, que todavía está vivo y muy lindo, y me dijo ‘quédese usted, pibe’”. Su tarea era hacer lo mismo que hacía José: le pegaban 50 pesos por mes. Le mandaron a imprimir tarjetas personales que extrañamente no decían Norberto Palese: el de la imprenta, el encargado del pedido o simplemente el hecho de aprovechar otras tarjetas de identificación confabularon para su bautismo como Jorge Cacho Fontana.
Le siguió una prueba en Radio El Mundo, la presentación de orquestas del célebre director Domingo Federico en Tango Bar, del prestigioso compositor Osmar Maderna en el Café Nacional y del ilustre Héctor Varela en Chantecler, una pieza clave en su proyección artística. “Porque Héctor Varela con su gran orquesta me invitó a trabajar con él, a presentarlo, y yo ingresé en el Chantecler, que era, en ese momento, un club nocturno con bailes, chicas y, bueno, con una clientela muy particular. Era hasta las cuatro de la mañana, de lunes a viernes”.
Tenía 17 años cuando comenzó a trabajar en Chantecler. Era menor de edad pero debía no parecerlo. “Me tuve que dejar los bigotes para estar en el cabaret. Me hacía un poco mayor. Usé un tiempo el bigote y después nunca más, pero lo recuerdo como si fuese hoy”, retrató. Era, por entonces, suplente en la radio. Debía esperar un llamado que lo convocara a realizar un reemplazo. “Para un suplente en la radio, el arma más importante que tiene es el teléfono y yo en mi casa no tenía”, graficó. En esas noches, conoció a una mujer habitué del club nocturno y se fue a vivir con ella.
“Mis padres notaron que yo no había vuelto del baile y no sabían a dónde me había ido. Al otro día le conté que me iba de casa. Mis padres me vieron, tal vez, tan entusiasmado, tan contento, tan feliz, tan seguro y proyectando el futuro que no me dijeron nada. Irse de la casa a los 17 años era importantísimo y más para aquellos padres”.
Al poco tiempo lo llamarían de Radio el Mundo para incorporarlo al elenco estable de locutores. Era 1949: empezaba una de las carreras más prósperas de la historia de la radio y la televisión argentina.
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