Las noches del bar “Los dos hermanos”, en el barrio de Mataderos, eran siempre bulliciosas. Se hablaba fuerte, de mesa a mesa, mientras se comía o se tomaba un café. Había razones para que así fuera: la mayoría de los parroquianos eran taxistas que solían hacer una pausa entre viaje y viaje para detenerse ahí y compartir un rato con los colegas.
Por esos días de septiembre de 1982 se hablaba todavía más fuerte y con cierta exasperación, casi con violencia, sobre un tema excluyente que se vivía como una amenaza. En la zona actuaba un asesino en serie que mataba por las noches, dentro de los autos, pegándoles un balazo en la cabeza a sus víctimas. Y las víctimas eran taxistas.
Los mataba por ahí cerca, en Mataderos, en un radio de pocas cuadras del bar. Por eso en las charlas de “Los dos hermanos” se hablaba de conseguir armas para defenderse, e incluso algunos de los parroquianos mostraban cuerdas con las que, decían, iban a atar al matador.
En medio del alboroto nadie prestaba atención a ese joven de aspecto insignificante que, desde hacía unos días, se sentaba en una mesa lateral y pedía siempre lo mismo: una suprema de pollo napolitana con papas fritas y mousse de chocolate como postre.
El joven silencioso, insignificante, comía pausadamente, casi como en una ceremonia, mientras escuchaba a los parroquianos hablar de él. Tenía 20 años, se llamaba Ricardo Luis Melogno y no podía evitar el impulso de matar taxistas de un balazo en la cabeza.
Tres asesinatos en cinco días
Los crímenes del asesino en serie de Mataderos estaban en todos los diarios, donde competían en el interés del público con las revelaciones sobre el desastre militar en la reciente Guerra de Malvinas y la retirada política de la dictadura.
Los asesinatos se encadenaron en apenas cinco días, siempre con la misma escena fatal: un taxista muerto con una bala calibre 22 en la cabeza en una calle oscura del barrio de Mataderos.
Según las crónicas, la primera víctima había sido Ángel Redondo, de 51 años, casado, peón de un taxi Fíat 125. Lo encontraron la madrugada del 23 de septiembre con la cabeza apoyada contra el volante del auto estacionado en la calle Pola al 1500, a menos de diez cuadras de “Los dos hermanos”.
El segundo en morir fue Carlos Alberto Cauderano, de 33 años, conductor también de un taxi Fíat 125. Lo encontraron agonizando dentro del coche en Oliden al 1800, pero nada pudieron hacer por él. Murió antes de llegar al hospital sin poder dar cuenta de lo que había pasado.
La madrugada del 27 de septiembre fue fatal para el tercer blanco del ya bautizado como “el asesino de los taxistas”. Se llamaba Juan de la Santísima Trinidad Gálvez, era español, tenía 56 años y conducía un flamante Peugeot 504 de su propiedad. Lo encontraron muerto dentro del auto en la esquina de Basualdo y Tapalqué.
Esa madrugada, un poco más tarde, Ricardo Melogno volvió a entrar al bar “Los dos hermanos” – que como buen paradero de taxistas estaba abierto las 24 horas - y pidió el plato de siempre.
Muchos años después contaría que sentía que, mientras cortaba la suprema a la napolitana, sentía que los cubiertos se le pegaban a las manos, como si estuviera “magnetizado”. En realidad tenía las manos pegoteadas de sangre, pero no se daba cuenta. Como tampoco se dieron cuenta los taxistas allí reunidos, que seguían hablando del asesino en serie y no prestaban atención al joven e insignificante comensal.
Otros dos casos y un imitador
La policía no tenía pistas, pero no había dudas de que se trataba de un asesino en serie. Citando fuentes de la investigación, el diario La Prensa decía: “En los tres casos los cuerpos quedaron en el interior de los vehículos, mostrando heridas de calibre 22 en la cabeza. Todos habían sido víctimas a su vez de robos, y en dos casos los taxis quedaron con las luces prendidas y en marcha, lo que motivó que los vecinos, a la hora de salir para sus trabajos, descubrieron los hechos”.
Esa primera versión no era del todo exacta: en todos los casos, la policía encontró que a las víctimas no les habían robado sus billeteras con la recaudación, aunque sí a todas les faltaban los documentos de identidad.
En los diez días que siguieron al asesinato de Juan de la Santísima Trinidad Gálvez, “el asesino de taxistas” se mantuvo inactivo, mientras los investigadores continuaban sin encontrar una sola pista.
El 7 de octubre hubo otros dos casos que, en un primer momento, se pensó que eran obra del mismo criminal. Primero fue el intento de asalto al taxista Miguel Reyna, en Mataderos, por un hombre armado con un cuchillo. Horas después se registró otro caso: el chofer Roberto Barattini fue asaltado y herido de arma blanca por un pasajero que le robó la recaudación.
Un identikit y 17 detenidos
A partir de las declaraciones de los dos últimos taxistas asaltados, los investigadores elaboraron un identikit del criminal. En las 24 horas siguientes, la policía detuvo a 17 sospechosos. Parecía que el caso del asesino en serie de taxistas estaba resuelto.
“Un total de 17 detenidos, cuya fisonomía en dos casos coincide con el identikit elaborado sobre la base de declaraciones de testigos, es el resultado hasta el momento del vasto operativo policial que conmueve al barrio de Mataderos, escenario reciente de sangrientos atentados contra choferes de taxímetros, tres de los cuales resultaron muertos y uno herido con arma blanca”, publicaba un diario el 9 de octubre de 1982.
Pronto se comprobó que era mucho ruido y ninguna nuez: todos los detenidos tenían coartada y fueron rápidamente liberados. Por otra parte, nada emparentaba el modus operandi del asesino en serie con los dos asaltos con arma blanca.
Se trataba de dos personas diferentes y pronto se sabría que el identikit elaborado por la policía no tenía nada que ver con la verdadera fisonomía del criminal.
La solución llegaría desde un lugar impensado.
La denuncia de un hermano
Una semana después de las detenciones equivocadas los investigadores seguían buscando a ciegas. “El asesino de los taxistas” no había vuelto a actuar y las pistas sumaban cero.
Quedaban pocas esperanzas de resolver el caso cuando el 15 de octubre un hombre joven se presentó en el juzgado a cargo de Miguel Ángel Caminos, en el Palacio de Tribunales, y pidió hablar con el magistrado. Lo atendió un secretario que quedó atónito cuando lo escuchó decir que el asesino de los taxistas era su hermano Ricardo, que padecía de severos trastornos mentales y estaba medicado.
No sólo dijo eso sino también dónde podían encontrarlo. En su propio departamento, en la calle Espinosa 1869, segundo piso “C”, del barrio de La Paternal, donde lo había dejado desayunando.
Avisado por su secretario, el juez Caminos ordenó a la Comisaría Tercera de la Policía Federal que montara un inmediato operativo para detener al sospechoso. Poco después, los policías, encabezados por el propio magistrado, encontraron a Ricardo Luis Melogno en el living del departamento. Se entregó sin ofrecer resistencia, como si los estuviera esperando.
El joven no se parecía en nada al criminal del identikit.
La confesión y un caso más
La mañana del 16 de octubre, citando a fuentes del juzgado, La Prensa relataba: “Melogno no ofreció resistencia y habría contado al juez cómo y por qué mató a los trabajadores, agregando la autoría de otros hechos y negando dos ataques producidos en Mataderos, donde un taxista resultó ileso y otro herido a puñaladas”
En su primera declaración frente al juez Caminos, Melogno reconoció la autoría de los asesinatos de los taxistas Redondo, Cauderano y Gálvez, pero también le dijo que había cometido un crimen más, en realidad el primero de la serie. La víctima también era un taxista, al que mató de la misma manera que a los otros pero en Lomas del Mirador, cerca de la casa de su padre.
También le dijo al juez que después de matarlo caminó alrededor de cinco cuadras hasta llegar al bar “Los dos hermanos” en Mataderos, donde inauguró su ritual de comer una suprema napolitana con papas fritas mousse de chocolate como postre que repetiría después de todos sus crímenes.
Esa misma tarde, Caminos ordenó el allanamiento de la casa del padre de Melogno, en la calle Paso 3142 de Lomas del Mirador, donde se encontró el revólver calibre 22 utilizado en los homicidios y los documentos de los cuatro taxistas. Estos últimos papeles estaban alrededor de un altar con velas, donde el asesino los ponía para “ahuyentar las almas” de sus víctimas.
Ricardo Luis Melogno fue a parar a la Unidad 20, la cárcel del Hospital Borda, hasta 2011 cuando lo trasladaron al penal de Ezeiza.
“Magnetizado”, un libro revelador
“No tengo ninguna sensación del momento de la muerte (de los taxistas), pero recuerdo la satisfacción del después, de irme a comer una suprema a la napolitana con papas fritas y mousse de chocolate de postre, y me acuerdo que estaba riquísmo”, le contaría más de treinta años después de los hechos Ricardo Melogno al escritor Carlos Busqued, quien volcó la historia del “asesino de los taxistas” en Magnetizado, un libro de no ficción publicado en 2018.
Busqued logró un permiso del Juzgado de Ejecución Penal N° 1 de Morón para entrevistar largamente a Melogno, en el contexto de un proyecto terapéutico. Grabó más de 90 horas de charla que le sirvieron de base para su libro.
“Eran sesiones de conversación que duraban alrededor de cuatro horas. Iba cada 15 días, más o menos. Se fumaba mucho y se tomaba mucho mate. Por lo demás, fue una conversación de tono normal, sin mayor exotismo” recordó al presentar el trabajo.
El ritual completo
En esas charlas, Melogno le habló de su impulso de matar: “A veces, ponele, ves un plato de comida y ver esa cosa te da hambre. Esto era al revés. Algo interno: mediodía, te hace ruido la panza, sentís algo. ¿Qué es? Hambre. Esto era un poco lo mismo. Una sensación física. No tengo otra manera de explicarlo”, le dijo.
Le habló también de una infancia desgraciada, de una madre que lo castigaba físicamente, de una temprana vocación por el espiritismo y del macabro ritual que realizaba después de matar.
A través de Busqued se sabe ahora que ese ritual empezaba mucho antes de la cena en el bar de Mataderos. Melogno –salvo en su primer crimen– les indicaba a sus víctimas una dirección cercana a “Los dos hermanos” y que, una vez que lo llevaban al lugar, cuando debía pagar el viaje, desenfundaba el arma y mataba al conductor. Que después de hacerlo se quedaba en el auto alrededor de diez minutos más, fumando un cigarrillo, para acompañarlos. Recién entonces salía del taxi y caminaba para cumplir la parte final de la ceremonia de la muerte.
-Una suprema a la napolitana con fritas… y mousse de chocolate de postre – pedía ya sentado a la mesa en “Los dos hermanos”, mientras escuchaba las charlas de los parroquianos hablando del asesino de los taxistas sin saber que era él.
De la cárcel a la internación
En 2013, cuando se cerró la causa penal por el asesinato de los taxistas y quedó el caso en el fuero civil, el área de Salud Mental de la Procuración Penitenciaria inició con la Justicia una estrategia para el pasaje gradual de Ricardo Melogno del ámbito penitenciario al civil.
Dos años después fue trasladado a una clínica psiquiátrica privada, donde probablemente pase el resto de sus días.
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