Estoy acá, en el Cementerio de la Chacarita, parada en las escaleras a la entrada del crematorio, en pleno invierno porteño y sola. Vine a cremar el cuerpo de mi abuelo. Enfrente tengo a una familia china con barbijos y máscaras, todos llorando. Un poco más alejados hay una joven embarazada sin barbijo que es sostenida en brazos por un hombre. Llora desconsoladamente también. A todos nosotros nos une algo: tenemos un ser querido que se contagió de Covid-19 y murió.
El trámite es doloroso y estamos obligadamente distanciados, es parte del protocolo. El día anterior, la casa de sepelios me envió por whatsapp las instrucciones para la cremación. Textualmente, decían:
“Hola Lula. Mañana 10:30 ingresás al cementerio x la calle Jorge Newbery (Altura 4.500) Te vas a encontrar con el sr. Carlos. Él va con la Ambulancia y te espera del lado de adentro. Va a estar vestido como un astronauta. Cuando estés en la puerta vas a ver que hay personal de seguridad. Te van a indicar cuál es la ambulancia que lleva el cuerpo de tu abuelo. Vos sólo tenés que seguirla con tu auto”.
En el mensaje me pasaban la patente de la ambulancia porque serían muchas, muchísimas, y a veces las familias no pueden identificarlas. También me recordaban que sólo podía ir en auto (taxi, Uber, lo que sea pero en auto) porque está prohibido entrar al cementerio caminando.
Ya entré, ya seguí a la ambulancia correcta, ya cremaron a mi abuelo y ahora me alejo. El trámite está terminado y vuelvo al auto que me trajo. Lo hago sola con el corazón roto por no haberme podido despedir, por no haber podido acompañar, más que a la distancia, a Mario. Él me acompañó tantas veces, a tantos lados.
Mario M. tenía 75 años, nació en Capital Federal, es la persona más porteña que conocí. De joven tuvo un kiosco de diarios y revistas y amaba las costumbres de esta ciudad: ir al Hipódromo de Palermo, ir a los cafés con amigos. Escribo estas líneas para despedirme pero también para dejar constancia que tuve un abuelo hermoso, con sueños y esperanzas. No era solamente un número de los que se leen en el reporte del Ministerio de Salud. Era mi abuelo del corazón. Yo lo elegí a él como abuelo y él me eligió a mí como nieta.
Cuando llegué de Salta, hace ocho años, con sueños de periodista, sorteé todos los obstáculos que algunas personas del interior tenemos que enfrentar. Viví en hoteles de mala muerte, en sucuchos, un poco donde pude. Una vez me desalojaron porque hubo un allanamiento ahí en el pensión donde vivía, no sé qué cosa de una mafia, era por Congreso. Después de “remarla” pude acceder a una pieza en un departamento que mi amigo Juan Carlos, con las garantías que yo no poseía, alquiló en Recoleta. Callao al 800, un tercero B. En el tercero A vivía una pareja de viejitos.
Lo recuerdo como si fuese ayer, la primera vez que vi a Mario me impresionó: era un hombre de 1,80 metros, todo canoso, grandote, un poco desgarbado y con mi compañero de casa nos sentíamos intimidados porque lo escuchábamos gritar fuerte. En el edificio no tenía buena reputación, todo lo contrario, lo tildaban de maleducado, de contestar mal e incluso de fumar en los pasillos. Vivía con su esposa Amelia, una señora amable pero que no salía mucho y tampoco hablaba. Empezamos a averiguar, entre los vecinos, quién era este señor.
Llegamos a pensar que tal vez le estuviera gritando a ella así que con Juanca nos armamos de valor y fuimos a golpearle la puerta. No pudimos golpear porque cuando llegamos la puerta estaba semi abierta. Cuando nos asomamos vimos a Mario gritándole a una tostadora. Amelia, que justo volvía de comprar, nos encontró en el pasillo desconcertados y nos dijo: “perdónenlo, chicos. Está medio sordo”.
Ese era Mario, un hombre un poco tosco y gritón. Pero inmediatamente nos hicimos amigos de la pareja. En Capital Federal se estila muchas veces no conocer a tus vecinos, ni saber quién vive al lado. Nosotros formamos una pequeña familia y la primera vez que los invitamos a comer Mario me dijo: “Amelia está nerviosa, hace 12 años que nadie nos invita a comer”.
Pasaron los años y a esta suerte de familia inventada y disfuncional llegó mi perro Jaimito, un mestizo callejero que encontramos a la salida de un recital de Jaime Roos. A Jamitio lo estaba pateando un hombre en situación de calle. El hombre y el perro se estaban disputando un plato de comida. Juan Carlos, un entrerriano de metro noventa, quiso intervenir pero la situación era muy delicada. Finalmente nos llevamos al perro de ahí. Cuando se los mostramos a Mario se ofreció a pasearlo. Mario y Jaimito se volvieron inseparables.
Dicen que hasta las personas más duras se enternecen con el cariño de un animal. Ese fue lo que le pasó a Mario con Jaimito: de golpe mi abuelo se volvió otro. Empezó a salir, se hizo amigo de otros dueños de perros en el canil del barrio. En la cuadra todos empezaron a llamarlos “El viejo y el perrito”.
Todos los amigos que pasaron por ese departamento de Callao y Córdoba lo conocieron o se tomaron un vino con él. Mario fue parte de todas nuestras reuniones porque pasaba a saludar o entraba de manera sorpresiva. Sí, por supuesto que tenía llave de nuestra casa.
Una vez terminado el contrato del alquiler Juanca se volvió a Entre Ríos y volví a quedarme de nuevo sin casa, sin recibo de sueldo ni garantía. Era inevitable volver a pensiones y hoteles de mala muerte. A pesar de esto, no hubo duda por parte de Mario y Amelia de permitirme dormir en su sillón e incluso me propuso cuidar a Jaime hasta que yo esté en condiciones de alquilar algo. El panorama era sombrío pero ellos fueron mi pilar durante todo ese tiempo.
Nuestra relación entonces se fortaleció. Recuerdo que yo no quise llamarlos “abuelos” porque ellos no tenían hijos. Sin embargo, una vez cuando fui a cubrir una manifestación con incidentes en el Palacio Pizzurno y casualmente Mario pasaba por ahí con Jaime, le dijo a un policía que se me acercaba amenazante: “ella es mi nieta, no le toque un pelo porque le armo un escándalo y le suelto al perro”. Desde ese día yo me volví su nieta y él, mi abuelo.
Siempre quise tener abuelos, envidiaba a mis compañeras del colegio cuando las iban a buscar sus abuelas y las llevaban a tomar un licuado en el centro de Salta. O las historias que me contaban. La mezquindad o decisiones de los adultos me privaron de eso, así que Mario me regaló lo que hasta ese momento la vida no me había dado. Eso siempre me pareció maravilloso. No había obligaciones o reuniones de cumpleaños impuestas. Éramos nosotros acompañándonos, adoptándonos como habíamos adoptado a Jaimito.
Pasamos Navidades y años nuevos. Los domingos, por supuesto, eran de los abuelos. Una vez gané $5000 en el Quini 6 y los llevé a comer a una parrillita del Abasto. Estaban felices. Después volví a encaminarme y pude alquilar por mis propios medios. Cuando fui a buscar a Jaimito muchos vecinos del edificio me pedían: “no te lleves el perro que a Mario y a Amelia se los ve feliz con él. ¿Que van a hacer sin Jaime?”. Entendí que ya no iba a poder separar a esos dos, así que acordamos tenencia compartida de Jaimito.
Con el tiempo, la salud de Mario empezó a deteriorarse. Dejó de ser lo que era. Su EPOC, producto de fumar desde los 12 años, no lo dejaba respirar bien y su corazón no estaba funcionando correctamente. A inicios del 2020 pasó todo enero internado pero logró salir adelante y volvió a su casa con Amelia.
Llegó marzo y con eso la novedad del coronavirus, que hasta ese momento habíamos minimizado. Nos vimos días previos a que se decretara la cuarentena. Volvía de mi nuevo trabajo y los pasé a visitar para merendar. Nos reímos, les llevé libros y les arreglé el televisor. Nos acordamos de las anécdotas de Jaime y él, y me fui, sin saber que esa sería la última vez que lo iba a ver. “¿Sabes qué, Luli? Ustedes con Jaime me hicieron muy feliz” me dijo esa tarde. Yo me reí y tomé esa declaración a la ligera, ahora me arrepiento. Siempre hay que decirle a las personas que queremos lo importantes que son para nosotros. Parece una frase hecha pero realmente es así.
El sábado 30 de mayo, el día de mi cumpleaños, Mario salió a hacer las compras, no pudo respirar y se cayó. Gente amable lo levantó y lo llevó a su casa. Amelia llamó a una ambulancia y se lo llevaron. Iba a ser la última vez que iba a ver a su compañero de vida.
La internación
Mario ingresó a Unidad Coronaria en el Hospital Rivadavia. Allí pasó pocas semanas hasta que ocurrió lo peor: a él y a otras personas les diagnosticaron Covid-19. Esa misma semana, los trabajadores de salud del Rivadavia habían hecho un cese de tareas protestando por la muerte del enfermero José Aguirre. Incluso reclamaron que en las áreas 4 y 6 de traumatología el 100% de los trabajadores se habían contagiado de coronavirus.
Fui en diversas oportunidades al Hospital a entregar documentación o a llevarle un libro a mi abuelo. Muchos enfermeros que me ayudaron a pasarle cosas o recuperar su ropa se habían contagiado y un día ya no pude acceder. El panorama en el lugar poco a poco se fue transformando. En una oportunidad estaba aguardando a que me tomen la temperatura y una mujer llegó con su hija, que tendría unos 9 años. Escuché cómo le decía a una de las enfermeras que su cuñada y su esposo tenían el virus y que ella y su hija presentaban síntomas. Que por eso mismo se había tomado un colectivo y se vino. Tuve miedo, por primera vez. Ese miedo me hizo tomar dimensión de lo que estábamos viviendo.
Los días fueron pasando. El estado de salud de Mario fue en descenso. Estuvo en la Unidad Coronaria del Hospital, después lo pasaron a un pabellón para pacientes con Covid y de allí fue derivado por sus problemas respiratorios a la Unidad de Terapia Intensiva, UTI.
Fueron semanas intensas. Todos los días recibíamos llamados de los médicos para darnos el parte. Estuvo sedado todo el tiempo. Lentamente el coronavirus fue tomando el cuerpo y las patologías previas no ayudaron en su mejora. No había ninguna señal positiva.
Una de las noches de cuarentena, mientras dormía, Jaimito empezó a llorar desesperado, con ese llanto agudo que hacen los perros cuando quieren salir. Eran las 4 de la mañana. Lo tomé como un augurio.
El miércoles 22 de julio a las 4 de la mañana, el corazón de mi abuelo no dio más y su cuerpo tampoco. El coronavirus lo había deteriorado mucho. “Si volvía no iba a ser el mismo” me dijeron a modo de consuelo, pero a mí eso no me consoló nada. El médico me dio un diagnostico y me dijo que el corazón había fallado, que había crecido de tamaño. Qué ironía, porque el corazón grande de Mario fue lo que lo convirtió en mi abuelo.
Amelia recibió la noticia por mí. Me acerqué hasta su casa y desde el pasillo le hablé. Ni siquiera le pude dar un abrazo.
Ahí comenzó otro derrotero, el de los trámites y la recuperación del cuerpo. El camino para el muerto por Covid ya está trazado: de la Terapia Intensiva a la morgue, que suele estar desbordada de cadáveres.
-¿Te informaron que ya no lo vas a volver a ver?
-Sí, estoy al tanto.
Después vinieron los trámites para llevar el cuerpo al cementerio. “Mirá piba, tenés que apurarte porque a los fallecidos con Covid las empresas les cobran más para llevarlos”, me dijo un camillero de la morgue. Un servicio de sepelio por Covid cuesta entre 32 y 45 mil pesos para trasladar el cuerpo hasta el crematorio. El factor que fundamentalmente incide en el precio no es nada más ni nada menos que la desesperación de los familiares, como un cerrajero a las 5 de la mañana, pero en vez de abrirte la puerta te entierran un ser querido.
Atenta al consejo del camillero, me apuré en llamar y logré un precio “accesible”.
En la última charla que Mario tuvo con Amelia le pidió que, si moría, sus cenizas fueran esparcidas en dos lugares. Primero, en el hipódromo, burrero viejo. Y el resto, en la plaza de la calle Marcelo T. de Alvear, donde fue feliz con Jaimito.
Escribo esta historia con la única intención de despedirme de Mario y para darle un homenaje a su existencia. Para que su vida tenga testimonio. Para que no sea un número de las estadísticas. Para dejar por escrito que tuve la suerte de cruzarme con él. Para todos los Marios sin nombre que este virus mata y que mueren solos internados o en sus casas. Escribo esta historia para dejar dicho que tuve un abuelo y que ese abuelo fue Mario.
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