—No me siento una víctima pero, a veces, todo lo que pasé me parece demasiado. Ahora con esto del coronavirus rezo y pido por favor que no me falte nadie.
—¿Nadie?
—Nadie más.
La voz del otro lado del teléfono es la de Diana Cuccarese, moza de toda la vida, 57 años, cuatro hijos. Es casi el mediodía y Diana está tomando unos mates en su departamento de Lugano, lo que significa que no está en terreno neutral. Es el mismo departamento que se incendió una madrugada helada de hace ocho años, el mismo espacio en el que Diana se prendió fuego tratando de salvar a sus hijos, el mismo comedor del que salió viva gracias a un perro: el lugar que dejó de ser su hogar para volver a ser su hogar.
La del 8 de junio de 2012 no fue, sin embargo, la única tragedia en la vida de Diana. Hubo varias antes y otra después, pero en el medio de esa cadena de dramas también hubo un gran amor: Miguel, el hombre que le hacía las curaciones cuando tenía el 30% del cuerpo quemado, el que la veía hermosa por más que estuviera pelada y con la piel tapizada de cicatrices.
El origen
“Mi mamá se fue a tener a mi hermanito y nunca volvió. Murió en el parto, yo estaba por cumplir 9 años”, cuenta Diana a Infobae. Todavía recuerda la casa chorizo en la que vivían: un papá que había quedado viudo a los 33 años, un bebé al que que cuidaban entre las tías del fondo para que el hombre pudiera salir a trabajar, un hermano del medio que pedía por su mamá, y una hermana mayor -Diana- que inauguraba su vida con un terror visceral a las pérdidas.
“La sensación era que me había quedado sola en el mundo, se me había desarmado la vida”, dice ahora, casi medio siglo después de aquel momento.
Al año siguiente, su papá se casó con Esther, una mujer que crió y amó a los tres hermanos como si fueran sus hijos. “No fue fácil, yo era chica, sentía que ella había venido a ocupar el lugar de mi mamá. Pero menos mal que se casó con ella, porque cinco años después de la muerte de mi mamá, murió mi papá: cáncer, también tenía 38 años, igual que mi mamá”.
Diana recién entraba a la adolescencia cuando quedó huérfana. Había fantaseado con ser médica pero la vida la llevó hacia otro lado. A los 15 se puso de novia, a los 17 se casó y dejó el secundario. Pronto nacieron sus dos primeros hijos. Por supuesto que estaba atravesada por su historia: “Los crié con mucha independencia. No quería que fueran pegados a su mamá. Tenía muchísimo miedo de que sintieran la soledad que yo había sentido si algún día me pasaba algo”.
Se separó una década después y, en otras relaciones, tuvo otros dos hijos. Las parejas, a la larga, no funcionaban. “Yo siempre era ‘la fuerte’, no sabía pedir. No sé si omnipotente es la palabra, pero siempre decía ‘yo puedo sola’. Tenía que aprender a pedir ayuda, amor, a dejar que me cuiden, a compartir, pero eso lo entendí mucho después”. También a quererse, a valorarse -enumera- para no “permitir cualquier cosa: infidelidades, que por encima de tu hombro miraran a otra mujer. Yo aguantaba, tenía ‘autoestima cero', creía que no era suficiente para ser la única, la elegida”.
Para ese entonces, Diana trabajaba 12, 14, 15 horas diarias, en dos turnos. Pero la crisis de 2001 la sorprendió con una hipoteca en dólares y, al año siguiente, perdió su casa. “Seguí trabajando así, no me quedaba otra. Dormía 3 o 4 horas por día pero salteadas, un par a la noche y una hora en el colectivo. Yo decía ‘yo tuve hijos, yo los traje a este mundo, tengo que poder criarlos’”. En 2004 se enfermó.
“Los médicos llegaron a creer que tenía un tumor cerebral. Se me caía el pelo, la piel, me operaron de las cuerdas vocales, del apéndice, pasaron mucho tiempo buscando qué tenía. Estaba inflada debajo de la garganta, parecía un sapo”. Al final le diagnosticaron una enfermedad llamada tiroiditis de Hashimoto, una reacción del sistema inmunitario contra la glándula tiroides. No era un tumor sino que la hipófisis -una glándula que está en la base del cráneo y se encarga de controlar la actividad de otras glándulas- estaba enorme, haciendo mucho más de lo que podía.
La enfermedad la obligó a parar y a ponerle un freno a los mandatos de “la buena madre”. Lo que siguió fue un período de paz y tregua. Diana estaba por cumplir 50 años y tenía un historial de amores fallidos cuando conoció a Miguel, el hombre que atendía el negocio al que ella iba a comprar comida para los perros.
Miguel, ma belle
“Siempre charlábamos mucho pero nada más que eso. Hasta que un día me contó que se había ido de viaje con su esposa y a mí me dio una cosa en el estómago, una sensación horrible. Me fui del negocio pensando ‘¿por qué me pasa esto?’, ‘¿qué tiene que ver este hombre conmigo?’. Lo que había sentido eran celos. Pero él estaba en pareja y yo también así que dejé de ir. Hacía el pedido por teléfono y, cuando venía, bajaba alguno de mis hijos”.
Pero el 2011 tenía guardado otro eslabón trágico para Diana: la muerte de Pablo, su hermano más chico, aquel bebé que se había quedado sin mamá el mismo día de su nacimiento. “Se fue de viaje a Perú con su mujer, a conocer Machu Picchu. Nunca volvió”.
Pablo sufrió el llamado “edema pulmonar de las alturas”, el trastorno que causa el mayor número de muertes en la zona. Tenía 39 años, casi la misma edad con la que habían muerto sus padres. “Fue devastador. Me acuerdo que en aquella casa chorizo éramos un montón y un día me di vuelta y no quedaba nadie”.
La muerte de su hermano le arrancó un pedazo de vida y, a la vez, tendió un puente con Miguel, que se enteró y se acercó a Diana a darle el pésame. Cinco meses después -los dos ya separados- empezaron a salir.
“Había sido una muerte inexplicable, inesperada, Pablo era muy joven, mi hermanito. Pero Miguel me recordaba todo el tiempo lo importante que era disfrutar, algo que yo no hacía. Yo, por ejemplo, si venían visitas no me sentaba nunca. Si venían mis hermanos, no me sentaba nunca. Era ir y venir de la heladera, servir, lavar, hacer todo. No disfrutaba del momento de estar sentada, de charlar, de tomar un mate, todo lo que estoy haciendo ahora mientras te cuento mi historia”.
Diana se da cuenta ahora de que ella estaba siempre en último lugar: que podía irse a trabajar sin comer pero no sin hacer las camas de todos o sin pasar el trapo.
“Había empezado un amor totalmente diferente, hermoso. Un amor en el que supe apoyar la cabeza en el hombro del otro, algo que nunca había hecho con nadie”, dice, y suspira otra vez. “Yo estaba con la guardia baja y me enamoré perdidamente a los 49 años. Estábamos bárbaro, yo había rejuvenecido, esa es la palabra, me sentía una adolescente”.
Cuatro meses después de haber empezado a salir con Miguel, ocurrió el incendio.
Fuego
Ese viernes 8 de junio de 2012 Diana salió a tomar un café con Miguel después del trabajo y volvió sola a su departamento, donde dormían dos de sus hijos: Rodrigo, que tenía 27 años, y Rocío, que tenía 10. Encendió la estufa eléctrica de su habitación, se puso el pijama y fue a hacerse el mate. Apoyado en el placard había un colchón que usaba uno de sus hijos cuando se quedaba a dormir.
“Cuando volví a la habitación, el colchón se estaba prendiendo fuego. Le empecé a echar agua y, como no podía apagarlo, le grité a mi hijo, que también vino con agua. Pero se empezó a prender peor. Y yo no tuve mejor idea que abrir la ventana y ahí fue un desastre”. El cable de la estufa que usaban había sido emparchado (tenía una cinta aisladora). Las pericias determinaron luego que el origen del infierno había sido un cortocircuito.
En la desesperación, quisieron arrastrar el colchón y sacarlo al pasillo. “Otra mala decisión, porque nos tendríamos que haber ido, pero en un momento así no te da tiempo a pensar. A medida que avanzábamos con el colchón se iba prendiendo fuego todo. La ropa que estaba en el tender, el sillón de cuero, todo”. Con el departamento en llamas, sus hijos quedaron del lado de las habitaciones; ella del lado del comedor, cerca del pasillo, el lugar a que quería llegar para gritarle a los vecinos que la ayudaran a sacar a sus hijos.
“A mí me sacó el perro. Me agarró de la ropa con la boca y me arrastró afuera a los tirones. Se ve que yo me agarré del lomo de él y me sacó, por eso tengo las manos quemadas, los brazos, parte de la cara pero no el frente del cuerpo. Después quedé inconsciente así que no me acuerdo de más nada”. El perro del que habla es Morgan, un rottweiler de 80 kilos, uno de los perros para los que Diana iba a comprar comida a lo de Miguel.
Sus dos hijos rompieron el vidrio de la ventana de otra habitación y se refugiaron en el balcón con el resto de las mascotas. Diana fue trasladada de urgencia al Instituto del Quemado.
Un antes y un después
“Dicen mis hijos que cuando me fueron a ver no me reconocieron. Yo estaba pelada, desfigurada”, sigue. “Los médicos dijeron que no me trasladaran porque me podía morir en cualquier momento”. Diana no sólo tenía el 30% de la piel quemada, también las vías respiratorias. Estuvo un mes en coma inducido y, en ese período, su cuadro se complicó por una neumonía.
Supone que, en el intento por escapar del fuego, cayó de frente porque también le faltaba un diente, tenía un dedo roto, una cicatriz al lado de un ojo y otra que le atravesaba la nariz. Cuando se despertó, Miguel estaba ahí.
“Volví a verme en un reflejo cuando ya habían pasado como dos meses. Yo, que siempre había tenido un pelo hermoso, largo y colorado, ahora tenía un centímetro de pelo, que se había puesto todo blanco por el estrés. En la cabeza tenía un recuerdo de cómo era y esa que veía en el reflejo era otra persona”.
Le dieron el alta en agosto de 2012 y Miguel, que había sido enfermero de joven, se instaló con ella. “Me hacía las curaciones todos los días. Mirá vos lo que son las cosas: yo siempre había tenido linda piel, un cuerpo agraciado, pero siempre me encontraba algún defecto. Ahora, con la piel quemada, pelada, Miguel me curaba y me decía que era hermosa. Así que, al principio, me veía a través de los ojos de él. Tuve que aprender a mirarme de la forma en la que Miguel me miraba. Él me enseñó a mirarme con cariño”.
Cuatro años después, el día en que Diana cumplía 53 años, se casaron. “Que sea un amor para toda la vida”, escribió ella en Facebook. Pero en 2017, un año después del casamiento, Miguel dejó a Diana en Avenida Córdoba y Acuña de Figueroa. Ella tenía que entrar al sanatorio Güemes para operarse el dedo de la mano que había quedado roto; él tenía que ir a trabajar.
“No quise mirar para atrás para saludarlo porque pensé ‘a ver si lo miro, se distrae y choca’. Me metí en el sanatorio y no lo saludé. No me llamó en todo el día, recién alguien pudo desbloquear su teléfono a la noche”.
Lo encontraron tendido en el baño de su trabajo ese mismo día: había sufrido un aneurisma. Murió pocos días después.
“Creí que iba a enloquecer. Me encerraba en la pieza, me sentaba en el suelo y le pegaba piñas al colchón. No lo podía entender. Sentía que había quedado el envase, a Diana se la había llevado él”, cuenta con la voz entrecortada. “Al principio pensaba ‘nunca más, nunca más voy a amar a alguien y vivir el dolor de perderlo’. Ahora, con un poco más de distancia, puedo decir que fue un amor tan grande, tan hermoso, que igual valió la pena”.
—¿Harías algo diferente si pudieras estar otra vez bajando del auto hacia el sanatorio?
—Yo estuve muy enojada con él. Yo seguía siendo una persona insegura y estaba celosa de una compañera de trabajo. Siento que perdí tiempo de amarlo por pelear con él. Eso también aprendí de Miguel. Yo era una mujer de enojos largos: aprendí a no irme a dormir enojada con alguien, porque no sabés si mañana va a estar.
El día después de mañana
Dice Diana que ya no es fácil hacerla enojar. Que aprendió a decir lo que siente, cuando lo que siente es que te quiere y también cuando algo la irrita. Que la importancia de reconciliarse con su imagen -aquello que había sembrado Miguel- no fue, al final, un tema de ego frente a un espejo. Dejar de tapar su cuerpo por vergüenza liberó también a su hija, que se desmoronaba en silencio por haber salido ilesa y sin marcas visibles del desastre: la llamada “culpa del sobreviviente”.
Dice -también, y se despide- que la vieja Diana habría dicho “basta” a las relaciones de pareja, que mejor sola que volver a sufrir así. Pero que al fin aprendió a quererse, que dejó de pensar “¿y quién me va a querer así?”, y que ahora -en cuarentena, con calma, a poco de cumplir 60 años y recién convertida en abuela- le está dando una oportunidad a un nuevo amor.
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