Marzo estaba llegando a su fin. Habían pasado varios días eternos de aislamiento obligatorio por el coronavirus y, en su casa de San Justo, Lali se sentía mal. No era la única argentina que estaba experimentando un enorme malestar en el encierro, claro, pero sus motivos eran distintos. También había sido en marzo, pero hace exactamente 10 años, que Lali había estado aislada en una sala de terapia intensiva -pelada y quemada del pecho hacia arriba- peleando para que ninguna bacteria entrara por la piel abatida, peleando para sobrevivir.
“Muchas veces me preguntaron: ‘Si pudieras volver el tiempo atrás, ¿te gustaría volver a ser la que eras antes del accidente?‘. Durante años mi respuesta fue sí, obviamente. Yo iba al secundario cuando me prendí fuego y pasar de ser una de las ‘divinas’ a verme como un monstruo fue terrible. Pero ahora, una década después, puedo decir que no, ya no deseo volver el tiempo atrás. No pienses que estoy loca, es que yo era una tarada, era muy superficial, y el accidente me hizo aprender mucho”.
Quien conversa con Infobae es Lali Juárez, que ahora tiene 28 años y está por recibirse de Licenciada en Criminalística. Tiene fascinación por la grafología y su deseo ya no apunta al pasado sino al futuro: trabajar, algún día, en el ámbito judicial o tal vez en un banco, detectando papeles adulterados, cheques, firmas o billetes falsos. Que hoy tenga un proyecto de vida no es un detalle pasajero en su historia, porque Lali pasó muchos años convencida de que la vida -como un espacio amable, fértil e interesante- se había acabado para ella.
El 25 de febrero de 2010, Lali tenía 18 años y estaba en su casa, de vacaciones. Faltaban pocos días para empezar el quinto y último año del secundario, el año que se suponía que iba a alcanzar su esplendor en Bariloche, durante el viaje de egresados.
Era una mañana de verano pero fresca, Lali estaba sola en casa. Su papá se había ido a trabajar; su mamá, a la peluquería. “Me levanté y fui a la cocina a hacerme un té, como todas las mañanas. Tenía puesto un camisón de tiritas y, como estaba fresco, me puse un saco encima, de esos de entrecasa, puro nylon. Fue un segundo: prendí la hornalla y al instante siguiente estaba corriendo por el patio, gritando, con el saco todavía puesto y prendida fuego”.
El fuego había subido por la manga derecha, se había expandido por el pecho y el cuello y Lali había hecho lo contrario de lo que se recomienda: “Correr. Si yo hubiera rodado por el piso, si hubiera logrado taparme y aplastar el fuego con una manta, tal vez me habría quemado menos. Pero no lo sabía, y cuando corrí le dí el oxígeno que el fuego necesitaba para crecer”.
Cuando sintió el calor cerca de la cara, corrió a la ducha y abrió la canilla de agua caliente. “Me arranqué el saco y empecé a sangrar. Yo no pensé que era tan grave porque enseguida sentí el alivio del agua sobre el cuerpo. Me empecé a relajar tanto que me dí cuenta de que me estaba por quedar dormida. La explicación de mi cirujano es que, cuando sentí el calor en la cara, ya había empezado a inhalar monóxido de carbono”.
Era 2010, sus padres no usaban teléfonos celulares, así que Lali se envolvió en una toalla, salió del agua y atinó a llamar a la casa de una amiga. Atendió la mamá y ella gritó: “¡Me quemé!”. “Se vino para mi casa enseguida, se asustó mucho. Dice que le abrí la puerta en toallón, le dije ‘mirá lo que me pasó’ y ella empezó a gritar. Yo todavía no sentía mucho dolor así que cerré todo, le di la llave, me subí al auto y a partir de ahí no me acuerdo de más nada”.
Marzo
Lali despertó una semana después en una habitación blanca -”sola, encerrada”- de la clínica del Buen Pastor, en Lomas del Mirador. “Mirá lo estúpida que era yo en ese entonces que una de las primeras cosas que pregunté era si se me habían quemado las extensiones”, sonríe ahora incrédula, y se distancia. “Me habían inducido al coma para que soportara el dolor y, aunque ya estaba despierta, no podía mover los brazos. Entonces no me había tocado la cabeza y no sabía que estaba pelada”.
Tenía el 30% del cuerpo afectado, gran parte con quemaduras de tercer grado, es decir, las que afectan las capas más profundas de la piel. “Me fueron contando de a poco lo que me había pasado. Yo no sé si no caía o me hacía la boluda para no morirme de tristeza”, recuerda.
Estuvo un mes en terapia intensiva, aislada para evitar infecciones. Entró al quirófano 33 veces, todas con anestesia general, todas las que hicieron falta para extraerle parches de piel sana y trasplantarlos a las zonas quemadas. Cuando salió de terapia, pasó dos meses más internada en sala común.
“Pasé mucho tiempo sin verme en un espejo, ni siquiera en un reflejo. Pero un día, cuando ya no estaba en terapia, empezaron a tratar de que me levantara de la cama”. Lali se levantó con ayuda para intentar bañarse sola y fue ahí que se vio por primera vez. Dice que sus gritos se escucharon por toda la clínica, que le dijo a los enfermeros y a su mamá que nunca les iba a perdonar lo que le habían hecho en el pelo.
“No era yo. Me puse tan mal que le eché la culpa a todo el mundo, una no toma conciencia de cuánto lastima al otro. Nadie estaba pensando en mi pelo, si lo único importante era salvarme la vida”, sigue. Cuando le dieron el alta, Lali no volvió a la escuela: “No estaba en condiciones de ir. Odiaba al mundo, no quería que me vieran así”.
Hasta ese entonces, Lali había actuado como enseñan muchas novelas para adolescentes o las típicas películas estadounidenses que hacen foco en “la prepa”. “¿Viste ‘Las divinas’ y ‘Las populares’? Bueno, yo era de ‘Las divinas’. He hecho bullying. Tal vez no lo generaba pero me reía cuando se burlaban de otras chicas por ser ‘la gorda’, ‘la loca’, o lo que fuera. Creo que no lo hacía de maldad, es ese ego estúpido de hacer sentir mal a otro para sentirte bien vos”. Ahora la distinta era ella, la vida la había puesto del otro lado del mostrador.
Volver
Antes de subirse al remis que la llevaba todos los días a hacer la terapia de rehabilitación, Lali se tapaba la cabeza, la cara y parte del cuerpo, “como las mujeres musulmanas”. Se había quemado el pecho, el cuello, medio brazo derecho, tres cuartos del izquierdo. Iba a rehabilitación porque las quemaduras en ambas axilas habían hecho que perdiera la movilidad de los brazos, que todos los días amanecían pegados al torso.
Durante el año que siguió al accidente, Lali se alejó de sus amigas de antes y construyó una convicción: “Nadie me va a querer así, me voy a quedar sola”. Pero se puso de novia y mantuvo una relación de seis años. “La verdad, él es una buena persona. Pero yo no estaba enamorada, lo que sentía era gratitud por haberse fijado en mí, porque estaba convencida de que nadie me iba a querer así como era. Yo solía rogarle que no me dejara, ahora lo pienso y no volvería a rogarle nada a nadie pero en ese momento estaba convencida de que si él me dejaba me iba a quedar sola”.
Algo, sin embargo, empezó a cambiar hace cuatro años, cuando Lali se separó. Ya había terminado el secundario en un bachillerato para adultos y empezó a estudiar la licenciatura en criminalística, en público pero todavía tapada. “Me había vuelto a comprar remeritas que me gustaban pero las compraba y les mandaba a poner cuello y mangas. Seguía tapada, sentía que todo el mundo me señalaba, mirá ‘ahí va la quemada’”.
El aspecto de sus mamas también la incomodaba porque “la piel había quedado estirada, caída y llena de marcas, como dos globos desinflados”, cuenta. Los padres de Lali -que la adoptaron de grandes y ya tienen 75 años- entendieron cuando ella les dijo que quería volver a entrar a un quirófano pero para operarse las mamas.
“Lo que hicieron fue sacarme la grasa mamaria y rellenar toda esa piel sobrante. Eso estiró la cicatriz y la piel volvió a estar más lisa. Mi piel era como un cartón corrugado y todo eso se usó para dar volumen. Es como cuando tenés un globo fofo, desinflado, y de repente lo llenás y se estira”, sigue. Algo mejoró pero no cambió del todo: “Pasé a sentirme un monstruo con tetas”.
El tatuaje
Hace un año y medio, Lali estaba con su amiga y la madre de su amiga (la misma que la llevó al hospital) mirando fotos en Instagram. Entre todas apareció una de Candelaria Tinelli, que tiene gran parte de la piel cubierta con tatuajes, inclusive la del pecho, la del cuello y la de los brazos. Las tres se miraron y pensaron por primera vez en un tatuaje. La amiga de Lali, además, se paró, buscó un fibrón negro y dibujó una flor naciendo de uno de los brazos quemados.
En la búsqueda que siguió encontró una campaña llamada “tatuajes sanadores”, un proyecto del estudio Mandinga Tattoo a través del cual tatúan a personas que sufrieron accidentes, quemaduras graves e incluso a mujeres sobrevivientes de cáncer de mamas que perdieron sus pezones en mastectomías. Lali empezó a tatuarse con Eddie, que se atrevió a trabajar sobre sus cicatrices.
“Siempre me preguntan cómo me animé a exponerme de nuevo al dolor tatuándome sobre la piel quemada. Hay zonas en las que no tengo sensibilidad, otras en las que tengo la normal, y otras que son súper sensibles. Pero la verdad es que el dolor que sentí en las horas que tardan en hacerte un tatuaje no es nada comparado con el que sentí al no poder mirarme al espejo durante 10 años”. Desde su cuenta de Instagram, donde tiene más de 80.000 seguidores, Lali intenta ayudar a otras personas que hayan sufrido accidentes como el de ella.
No es -sostiene- una forma de ocultar lo que le pasó: “No, mis cicatrices siguen estando. El tatuaje no es una forma de ocultarlas sino de embellecerlas”, se despide. “Las cicatrices son el recordatorio de ‘esto sí pasó’ y creo que fue algo bueno, porque sino nunca hubiera sido la persona que soy ahora. A mí nada me alcanzaba, podía parecer divina antes del accidente pero no me sentía así. Ahora me siento segura de la mujer que soy, me gusto, me acepto y no hay un día en que no me despierte bien. El tatuaje es un medio, la que sanó fui yo”.
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