“Diana: ha llegado el momento de la gran decisión… Tú no eres culpable de nada… Mis proyectos se han hecho pedazos. No puedo cambiar los principios que siempre me acompañaron. Creo que la Fundación se derrumba. No podría aguantar como testigo lo que construí, con tanta fuerza, ahora su destrucción. Estoy cansado de luchar y luchar. Remando contra la corriente en un país que está corrompido hasta el tuétano. Tú eres testigo de mi sufrimiento diario. Te agradezco todo lo que me has brindado. Particularmente en este último año. Nunca podrás imaginar cuánto te he amado. Nunca tuve nada igual. No se puede comparar con nada semejante de mi pasado. Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia. Y no te pude brindar hijos. Rezá un poco por mí. Sé que te recuperarás porque eres fuerte. El tiempo lo arregla todo. Sé que sufrirás un poco al principio, pero tú también me amaste… Espero que encuentres el hombre que hagas feliz. Dios así lo querrá. No sufras, por favor, no sufras mucho. Tienes muchos desafíos por delante. El más importante es escribir, escribir y escribir. Tienes grandes condiciones para hacerlo. Te he amado con locura. Estaré pensando en ti, solamente en ti, hasta el último segundo. Un abrazo grande, muchos besos, René”.
Así decía la última, desesperada carta que René Favaloro le escribió a Diana Truden. Estaba guardada con celo en la caja fuerte del Juzgado de Instrucción 41, secretaría 112. El juez Daniel Turano y el secretario Cristian Mangone la tenían allí como una parte más de la causa 784747 caratulada como “René Favaloro, suicidio”. Se apilaba junto a otras seis que habían quedado sobre la mesa del comedor de su departamento: una para el periodista Claudio Escribano; otra para su empleada doméstica, Ramona; otras para familiares y amigos. Todas, intentando explicar lo inexplicable. La sintaxis errante de la misiva a Diana -quizás una de las últimas que escribió antes de la grave decisión- delataba el estado de ese hombre.
Luego se bañó, se vistió con un pijama y fue al baño secundario del departamento. Allí pegó en el espejo una nota dirigida “a las autoridades competentes”, tomó el arma, la apoyó bajo su tetilla izquierda y gatilló al corazón. Potente, último mensaje.
Horas antes, a las 13.30 de ese sábado 29 de julio del año 2000, René y Diana habían almorzado en el mismo departamento de la calle Dardo Rocha 2965. Él, que se levantaba de madrugada, había salido a las ocho rumbo al Instituto Favaloro, el lugar de sus sueños que se derrumbaban, y regresó para verla. Ella, que abría los ojos a las nueve de la mañana, lo esperó con ilusión: faltaba poco para agosto, para el casamiento. “Me voy a La Plata”, le dijo él cuando la despidió en la puerta. Pero no. Se sentó a escribir las cartas. A urdir el final. A las 16.30, una chica que se bañaba en el tercer piso escuchó el estampido y el golpe brutal de la caída. Todo había terminado.
Cuando Diana declaró ante el juez Turano contó el comienzo de esa impensada historia de amor. Como le escribió Favaloro, 46 años los separaban. En el momento de morir, él tenía 77. Diana, apenas 31. “Trabajaba con Favaloro desde hacía seis años -contó en su testimonio-. Llegué a la Fundación a través de una agencia de empleos. En enero del 98, cuando murió María Antonia Delgado, su esposa, estuvo muy deprimido. Como yo cursaba Traductorado de Inglés en el Lenguas Vivas, me quedaba estudiando en la oficina hasta las nueve de la noche, y charlaba con él. En una de esas charlas, me dijo: ‘Me siento atraído por vos…’”.
Lo que jamás habría contado ante los medios debía confesárselo ahora a un juez. Quedaría plasmado en el duro lenguaje judicial. Formal, adusto, Favaloro le confesó su amor el domingo 7 de marzo de 1999 en horas del mediodía. Ella lo aceptó. Comenzaron una relación de pareja, pero no se lo dijeron a nadie. Solían esconderse en un campo que el cardiocirujano tenía en Arditi, una localidad cercana a Magdalena.
Sólo un mes antes de morir, Favaloro y Diana decidieron blanquear su noviazgo. El 12 de julio -día del cumpleaños 77 de Favaloro- habían viajado juntos al monasterio benedictino Santa María de Los Toldos, para ver a su amigo, el fray Mamerto Menapace. Allí, Diana se alojó en un convento sólo para mujeres. El les contó a los religiosos que estaba contento con su relación y que se iba a casar “por Civil y por Iglesia”.
Ante Turano, Diana prosiguió su testimonio: “Decidimos no ocultarnos más. El 28 de julio salimos del trabajo a las seis de la tarde, hicimos las compras en una quesería que está en la esquina de la Fundación (Nota: Míster Queso, Entre Ríos y Venezuela), fuimos a su casa, y me quedé a dormir. El 29 nos levantamos normalmente, y al mediodía fui a mi casa para traer ropa en una valija porque nos íbamos a casar. Favaloro pensaba visitar a su sobrino Coco en La Plata. Cuando volví, me extrañó que estuviera su auto, pero pensé que había llegado temprano… En enero del 2000, cuando volví de un viaje por Africa, me dijo: ‘Me voy a suicidar. No puedo vivir sin esta relación, pero tampoco te puedo sacrificar’. Se refería a la diferencia de edad: un tema que siempre mencionaba. Hablamos y decidimos seguir, pero le pedí que no volviera a hablar de suicidio, y me prometió que no volvería a hablar ni a pensar en eso. Estaba muy deprimido por la situación de la Fundación, que, según él, no tenía arreglo. Los dos últimos balances habían sido negativos, y el 28 de julio se le murió un paciente que operó ese mismo día… Ibamos a escribir nuestras participaciones de casamiento en la computadora”.
El 29 de julio, Diana regresó al departamento de Favaloro junto a su hermano. Así continúa su relato ante el juez: “Ese día, su estado de ánimo no era muy bueno. Yo sabía que venían tiempos muy duros, porque el 28 de julio él me mostró una lista del personal de la Fundación que sería echado: la mayoría, amigos entrañables que empezaron con él. Y porque ciertos informes señalaban la posibilidad de un cierre inmediato. En mi casa (calle Misiones al 300) esperé a mi hermano, cargamos dos valijas y la computadora, y a las cinco menos cuarto de la tarde llegamos a la casa de René. Las llaves estaban puestas por dentro. Lo llamé dos veces por mi celular, pero respondió el contestador automático. Toqué el timbre muchas veces. Por fin, Pedro pudo empujar la llave, y entramos. René estaba muerto… Nuestra relación era excepcional: estábamos sumamente enamorados, y compartíamos todo”.
Cuando Diana y Pedro lograron entrar al departamento, ella fue a su habitación. No estaba. Lo llamó un par de veces. Fue su hermano quien advirtió la luz en el vano de la puerta del baño. El padre de la chica que oyó el ruido mientras se estaba bañando oyó unos gritos desgarradores: “¡Ayúdenme!”. Bajó enseguida. Volvieron a ingresar al departamento. Este hombre vio que el cuerpo trababa la puerta. Dijo que no lo movieran, que seguramente se había desmayado y lo podían golpear peor. Fue a buscar herramientas. Regresó y retiró las bisagras. Cuando quitaron la puerta, lo peor: Favaloro yacía en un charco de sangre. Muerto.
En su testimonio, Diana declaró que ignoraba que Favaloro tuviera un arma. Luego se supo que en febrero, cinco meses antes de dispararse, había pedido permiso para portarlas. Días después, Truden pidió ante la justicia “…retirar algunos efectos del departamento: una batidora, 850 pesos, regalos, ropa, mi libreta de estudiante del Traductorado de Inglés, la PC, una cámara de fotos, una lapicera Montblanc con las iniciales RF, los manuscritos de un libro en que ambos estábamos trabajando (ya aceptada su impresión y casi terminado), y dos alianzas de oro guardadas en una caja roja que estaba en un cajón de la mesita de luz”.
Se deslizó, en un momento, que ella podía estar embarazada. Nada más alejado de la realidad. Lo importante es que ella supo, porque compartió aquellas semanas finales, de la angustia de René Favaloro. De ese “sueño que se derrumbaba”. De sentirse “un mendigo” tocando puertas para conseguir un poco de aire para su Fundación.
Ante el juez, Diana concluyó: “Yo sabía que René le había mandado cartas a varios funcionarios, y me mostró la que le escribió al presidente Fernando de la Rúa el 25 de julio, cuatro días antes de su muerte. A raíz de esa carta le pregunté: ‘¿Querés suspender el casamiento?’. Pero me dijo que no. Estaba muy deprimido. Desesperado, porque las cuentas de la Fundación no le cerraban por ningún lado, y nadie lo ayudaba. No podía dormir…”.
Diana continuó -y continúa- trabajando en el área de márketing y comunicación de la Fundación Favaloro. “Seguir trabajando aquí es la mejor manera de honrarlo, y de honrar la vida”, dijo acerca de esa decisión. Después de todo, el sueño del gran cardiocirujano se mantuvo en pie.
A los 47 años, como predijo la carta de Favaloro, volvió a conocer el amor junto a un empleado del Departamento de Sistemas Informáticos de la Fundación, Ariel Satta. Se casaron en la Iglesia Pío X de Olivos. La ceremonia terminó con ambos dedicando el matrimonio a “los familiares y amigos que ya no están entre nosotros, y cuidan este amor desde el cielo”.
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