El difícil camino que llevó a la Argentina a ser parte de las Naciones Unidas después de la Segunda Guerra Mundial

Cómo la posición "no beligerante" de nuestro país en la contienda bélica -que se sostuvo hasta pocas semanas antes de la rendición nazi- complicaron el ingreso como fundador a la organización. Las diferencias con Brasil, que se alineó rápidamente junto a los aliados

El secretario de Estado de los Estados Unidos, Edward R. Stettinius, Jr., mientras firma la Carta de las Naciones Unidas junto al presidente Harry S. Truman (i) en una ceremonia celebrada el 26 de junio de 1945 en el Edificio Memorial de los Veteranos de Guerra en San Francisco, California (EE.UU.). EFE/Yould/ONU

El martes 22 de agosto de 1939 la delegación alemana encabezada por el canciller Joachim von Ribbentrop partió a Moscú a las nueve de la noche en un cuatrimotor Cóndor, FW 200. En esas horas, Alemania y la Unión Soviética se dedicarían a delimitar las esferas de influencia en la Europa Central y concertar un acuerdo secreto, firmado entre Ribbentropp y Viacheslav Molotov, en el que se repartían el territorio polaco. Al finalizar, Iósiv Stalin brindó: “Yo sé bien como quiere el pueblo alemán a su Führer; ¡bebo a su salud!”.

Mientras tanto, en su residencia de descanso, Adolfo Hitler explicaba, con una serie de argumentos, a un centenar de altos oficiales, que había tomado la decisión de ocupar Polonia en primavera. Primero les informa que en esas horas se estaba cerrando un Pacto de No Agresión con la Unión Soviética. Luego dice: “Encontraré, para desencadenar esta guerra, una razón válida que la propaganda deberá explicar. Importa poco, por otra parte, que ésta razón sea o no plausible. El vencedor no debe rendirles cuentas al vencido. No tendremos que decir si hemos dicho o no la verdad. En tiempos de guerra, desde el principio como durante el curso de las operaciones, no es el derecho lo que importa, es la victoria…”. Luego, llegaron interminables jornadas, cargadas de mensajes y entrevistas entre Berlín, Roma, Londres y París. El 25, el embajador Bernardo Attolico llegó a la cancillería con una carta de Mussolini a Hitler: “Es para mí uno de los momentos más dolorosos de mi vida el tener que comunicarle que Italia no está preparada para la guerra”. La misiva, según Paul Schmidt, produjo el efecto de una bomba. Entre otros argumentos, el Duce decía que para sus jefes militares y aeronáuticos “las provisiones de gasolina son tan reducidas que sólo alcanzarían para tres semanas de guerra”. Hitler despidió al embajador italiano “con un gesto sumamente frío”.

“Durante los días siguientes (al Pacto Ribbentrop-Molotov) –anotó, Schmidt, el interprete de Hitler-- se sucedieron los tratos verbales o escritos, sin pausa, con los embajadores en Berlín o los políticos en Londres, París y Roma. Se discutía sobre la soberanía de un país que no estaba representado en la mesa de negociaciones”. El texto del traductor alemán refleja cierta tristeza al relatar las últimas horas de paz. “Me había dado cuenta –la medianoche del 30 al 31 de agosto-- de la farsa que Hitler y Ribbentrop estaban representando”, porque simplemente escuchaba las entrevistas y las opiniones privadas de sus jefes cuando los negociadores extranjeros abandonaban la Cancillería. En la noche del 31, Hitler ya había dado la orden de invadir Polonia a las 05,45 de la mañana del 1º de septiembre de 1939. “Es el fin de Alemania”, comentará en privado el almirante Wilhelm Canaris, el jefe de la inteligencia militar alemana.

El domingo 3 de septiembre de 1939, a las nueve de la mañana, el embajador Henderson entró al Ministerio de Asuntos Exteriores, sito en Wilhelmstrasse 76, y le entregó a Paul Schmidt el ultimátum británico anunciando el estado de guerra. Una vez recibido, lo llevó a la Cancillería, entró al amplio despacho de Hitler, que estaba acompañado por Ribbentrop, y lo tradujo en voz alta. Al finalizar, el Führer se quedó completamente inmóvil y silencioso. Tras unos segundos, le pregunto a su Ministro: “¿Y ahora qué?” El alto funcionario contestó: “Supongo que dentro de una hora los franceses me entregarán un ultimátum idéntico.”

A miles de kilómetros, en Buenos Aires, en “La Nación” del domingo 3 se podía leer: “Lo que Hitler quería es que Francia y Gran Bretaña faltaran a su compromiso de honor: esperaba que asistieran impasible al lento martirio y la destrucción del pueblo amigo. Seguramente el Sr. Hitler no quería una guerra con Gran Bretaña y Francia: quería una guerrita con Polonia. Le han fallado los cálculos. Confiemos en que el infalible tendrá su castigo.”

Alemanes y soviéticos confraternizan luego de invadir Polonia. Tenían un pacto de no agresión que Hitler rompió. Shutterstock

Todo había sido una farsa porque mientras aparentaban negociar estaba a punto de ponerse en movimiento la “Operación Himmler”, que consistió en disfrazar con uniformes polacos a 150 efectivos de las S.A. que realizarían acciones simultáneas: “atacar el pueblo alemán de Kreuzberg, saquear el puesto fronterizo de Pilschen y simular un enfrentamiento violento en el puesto fronterizo de Hochliden…y copar la radio del pueblo alemán de Gleiwitz y emitir una furibunda proclama anti germana”. Como parte de la farsa que se urdía en la Cancillería, el navío “Admiral Graf Spee”, salió de la base Wilhemshaven a las 19 horas del 21 de agosto de 1939 con rumbo al Atlántico Sur. No hubo fanfarria ni grandes despedidas, el panzerschiff se pierde con gran silencio en el horizonte. El capitán de navío (Kapitän zur See) Hans Langsdorff tenía un sobre con ordenes secretas que conducirían al acorazado de bolsillo a la batalla del Río de la Plata.

“Winston is back” (“Winston ha vuelto”) era el rumor que corría por los pasillos del Almirantazgo, el domingo 3 de septiembre, y que se convirtió en el mensaje que la Junta de Almirantes mandó a sus unidades. Sucedía que el primer ministro Neville Chamberlain había constituido un “gabinete de guerra”, integrado por diferentes fuerzas políticas y a Winston Churchill se le ofreció la jefatura del Almirantazgo (Primer Lord del Almirantazgo). El martes 5 de septiembre de 1939 se oficializo su retorno.

En esos días, el Lord del Almirantazgo reflexionaba: “Polonia agonizaba. Francia sólo conservaba un pálido reflejo de su anterior ardor bélico. El coloso ruso no era ya aliado, ni siquiera neutral, quizá un enemigo en cierne. Italia no era ya amiga nuestra. El Japón no más nuestro aliado. ¿Participaría Norteamérica en la contienda alguna vez? El Imperio Británico seguía intacto y gloriosamente unido, pero mal preparado para la lucha. Todavía teníamos el dominio del mar… en cierto momento me pareció que la luz desaparecía del paisaje.”

El acorazado nazi Graf Spee

“¿Yo? Argentino”

Mientras se iniciaban las primeras acciones en el Atlántico Sur, entre septiembre y octubre, en Panamá se llevó a cabo la Primera Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores (inaugurada el 23 de septiembre de 1939). La delegación argentina la encabezó Leopoldo Melo y Sumner Welles la de EE.UU. La Argentina trató de evitar compromisos políticos y, fundamentalmente, militares. Más que hablar de “neutralidad”, Melo sugirió la calificación “no beligerante”. La delegación americana no ejerció mayores presiones por una resolución más firme y clara sobre el conflicto europeo porque el presidente Franklin Roosevelt se encontraba en su tercera campaña electoral y enfrentaba a un sector aislacionista importante.

En conclusión, luego de varios debates y entrevistas personales entre los participantes, se convino en una “Declaración Conjunta de solidaridad Continental” que establecía una zona de seguridad marítima (de 500 millas al oriente de sus costas) y se advirtió a los países beligerantes que no realizaran ningún acto hostil dentro de dicha zona. Según Sumner Welles “la idea que inspiraba era que Alemania y sus aliados del Eje habían desencadenado una guerra en Europa y el Lejano Oriente…y que como las repúblicas americanas no habían tenido participación alguna en la génesis del conflicto, nada justificaba que se les impusiera los efectos de la guerra en forma que amenazara su seguridad, su intercambio y su comercio…”. En el momento de definirse la zona de seguridad, la Argentina dejó constancia que “no reconoce la existencia de colonias o posesiones de países europeos y agrega que especialmente reserva y mantiene intactos los legítimos títulos y derechos de la República Argentina a islas como las Malvinas.” De la simple lectura del documento firmado por todos los representantes latinoamericanos surge que las potencias del Eje no lo tuvieron en cuenta y continuaron sus operaciones de guerra.

En la Argentina, mientras tanto, desde el 20 febrero de 1938 gobernaba Roberto Marcelino Ortiz, un radical antipersonalista que se había impuesto en unas fraudulentas elecciones a la formula radical que encabezaba Marcelo T. de Alvear. A poco de asumir –el 6 de marzo-- se realizaron elecciones nacionales de renovación parlamentaria. Nadie ignoraba que en varios distritos electorales se voto “a la vista” (voto cantado). Sin embargo, Ortiz pretendía sanear, higienizar, el sistema político argentino. Por esa razón intervino las provincias de San Juan, Catamarca (tras las elecciones parlamentarias de 1938), de la que era originario el conservador Ramón Castillo, su vicepresidente.

De todas formas, en esos momentos, para Ortiz, los problemas graves estaban afuera, en Europa. El país alcanzaba otra cosecha récord; se pavimentaba la ruta Buenos Aires-Mar del Plata y se terminaba la avenida General Paz; se inauguraba la cancha de River Plate y el cine nacional ve nacer dos recordadas películas: “Prisioneros de la tierra” e “... Y mañana serán hombres”.

Franklin Roosevelt y Roberto Marcelino Ortiz

El diplomático e historiador José R. Sanchís Muñoz dirá que “a pesar de la crisis atravesada en la década del 30, el país estaba todavía considerado entre los diez primeros del mundo por su potencial económico, los indicadores generales sobre el nivel de vida de su población y sus perspectivas…el país por esos años contaba con 40 mil kilómetros de vías férreas, 400 mil automotores y 800 mil aparatos de radio, mientras que la segunda potencia económica en la región-Brasil, con mayor población, registraba, respectivamente, 33.800 kilómetros, 170 mil automotores y 500 mil radios.”

En el aspecto militar, la Argentina contaba con la flota de guerra más poderosa del continente, solo detrás de la estadounidense y la séptima del mundo luego de EE.UU, Japón, Reino Unido, Italia, Alemania y la Unión Soviética. Sin embargo, durante el conflicto, la Armada argentina ni siquiera patrulló las aguas del continente para asegurar sus comunicaciones con otros países latinoamericanos. A pesar de la clara influencia que aún conservaba en el continente, la Argentina tuvo en esos conmocionados años una definida posición frente al conflicto mundial. Su refugio fue la “no beligerancia” o “la neutralidad” que en 1945 alteraría para no quedarse fuera de las Naciones Unidas. Así la mantuvieron sus cuatro presidentes y once cancilleres durante la Segunda Guerra Mundial.

A grandes –muy grandes— trazos el militarismo observaba con simpatía al Eje, mientras que los partidos tradicionales se inclinaban por los Aliados. Quizá es dable conocer la opinión de Benjamín Sumner Wells, subsecretario de Estado de Roosevelt, cuando analiza la conducta e influencia de Carlos Saavedra Lamas, el canciller argentino hasta poco antes de la gran conflagración: “Era el más destacado exponente de la tesis de que las relaciones de Argentina con Europa son más importantes, y de que sus relaciones con las demás repúblicas americanas, a excepción de Brasil, son completamente secundarias. Saavedra Lamas estaba firme en su decisión de que debía mantenerse la supremacía argentina como líder de los países hispanoamericanos y de que debía evitarse cualquier intento de los Estados Unidos para aumentar su influencia política en el hemisferio.” Peor fue su concepto sobre el canciller Enrique Ruiz Guiñazú (1941-1943) de quien “sentía un vigoroso prejuicio contra Estados Unidos y tenía la creencia, muy mal disimulada, de que la civilización de nuestro país era tan decadente e ineficaz, como consecuencia de sus instituciones democráticas, que resultaba inconcebible que pudiera resistir el poderío de las naciones del Eje.”

Grave error del canciller argentino al destratar de “decadentes” a los estadounidenses. Estados Unidos demostró que no lo era, con la potencia y vigor de su industria, sin imaginar o advertir que la que decaía era la propia Argentina. A manera de muy simple ejemplo, a partir del 27 de septiembre 1941, los astilleros norteamericanos construyeron 2.710 buques de carga modelo Liberty (a razón de uno por día); tanques modelo M4 Sherman: superó las 50.000 unidades (en total salieron 1.200.000 vehículos para diferentes usos); aviones Lockheed P-38 Lightning (Relámpago) 10.037 unidades, y hay varios modelos más de aviones de combate (en 1943 se hicieron 85.000); entre 1939 y 1945 construyó 45 portaaviones de distintas clases, por ejemplos, clase Independence (15) y Essex (15). Ni qué hablar de los afamados jeeps, camiones, baterías de cañones, morteros, bombas, fusiles y pistolas. Todo el material del Programa Lend-Lease insumió a los Estados Unidos 50 mil cien millones de dólares de la época. El Reino Unido, por caso, se benefició con 31,4 mil millones y la Unión Soviética recibió por 11,3 mil millones de dólares. Max Hastings, en su libro “Némesis” llega a sostener que, “en 1944, cada 295 segundos salía un avión de una fábrica estadounidense y hacia el final del mismo año casi cien portaaviones estadounidenses se encontraban en el mar”.

Los presidentes Roosevelt y Getulio Vargas pasean por la ciudad de Natal

Entre el 14 al 24 de enero de 1943, Winston Churchill y Franklin Roosevelt, con la presencia de los generales franceses Giraud y De Gaulle, se encuentran en la Conferencia de Casablanca (África), y entre otros puntos acuerdan:

-Concretar los planes para la invasión de Sicilia (Italia).-Decisión de invadir Francia en 1944 (Normandía).-Demandar al Eje la "Rendición Incondicional". -Endurecer las acciones contra Japón.

Tras las reuniones, el 25 Roosevelt inicia un largo y secreto periplo por Lagos, Dakar y cruza el Atlántico para llegar el 28 a Natal, Brasil. Allí mantendrá con el presidente Getulio Vargas, durante dos días, la Conferencia de Potengi, luego de varias gestiones que realizaron los diplomáticos de ambos países.

Informe de la evolución del acuerdo entre los dos países realizado por Ernesto Villanueva, el agregado naval argentino en Río de Janeiro.

Ese jueves 28, Getulio Vargas salió de Río de Janeiro dejando a “Getulinho”, uno de sus hijos, hospitalizado, víctima de una poliomielitis que lo conduciría a la muerte, para encontrase con una persona que la padecía. El viaje presidencial era tan confidencial que ni Darci Vargas, su esposa, estaba al tanto.

Los dos mandatarios tuvieron dos largos encuentros. Uno en un barco de guerra de los EE.UU. atracado en el puerto de Natal, en la costa del Río Potengi (de ahí el nombre de la cumbre presidencial). Luego visitaron la Rampa de hidroaviones y pasearon a bordo de un jeep mientras dialogaban y observaban el campo de Paranamirin, donde los EE.UU. instalarían la base aérea más grande fuera de su territorio. Desde allí se abastecería a los aliados en el Norte de África y a las fuerzas que invadirían Sicilia, Italia, en julio de 1943.

En un momento, cuentan los historiadores, conversaron a solas porque ambos hablaban francés. En esos dos días que pasaron en Natal los dos acordaron: 1) EE.UU, aceptó firmar acuerdos de asistencia militar y la creación de la Fuerza Expedicionaria Brasileña (FEB), constituida por infantes, marinos y aviadores militares; 2) EE.UU prometió acelerar la construcción de “Volta Redonda”, la madre de la industria siderúrgica de Brasil (Roosevelt sugirió en 5 años y Vargas consiguió acortarla en tres; 3) Brasil aceptó la permanencia de la base estratégica en Natal para que los aviones de los EE.UU. abastezcan a sus tropas en África, Oriente Medio y Asia; 4) Brasil aceleró las entregas de caucho, considerado “oro blanco” (para los neumáticos y demás usos), micas, tungsteno, monacita y otros minerales; 5) El control y la seguridad del Atlántico Sur también fue analizado. Alemania ya había hundido cargueros brasileños.

En Buenos Aires el encuentro fue muy mal visto, aunque el canciller Ruiz Guiñazú lo consideró “lógico y natural”. A diferencia de la Argentina, en Brasil, con más realismo, consideraban a los EE.UU. como una potencia y que naciones como Brasil tenían un rol secundario y analizaban la posibilidad de ubicarse como una “potencia asociada”. Lo cierto es que el gobierno al que pertenecía Ruiz Guiñazú fue depuesto el 4 de junio de 1943 por otro de más clara inclinación hacia el Eje.

Tras casi dos años más tarde, cuarenta y dos días antes de la caída de Berlín, el 27 de marzo de 1945, el gobierno de Edelmiro Farrell declaró la guerra a las menguadas y exhaustas potencias del Eje y expresó su interés por firmar el Acta de Chapultepec, hecho que concretó el 5 de abril de 1945. El decreto de declaración de guerra trajo aparejado la emisión de varios decretos: se crea el registro especial de vigilancia de los nacionales de los países enemigos residentes en la República; confiscación de los bienes muebles e inmuebles pertenecientes a los Estados Alemán y Japonés y la internación de “los ex representantes diplomáticos y consulares del Imperio del Japón, miembros de su familia y personal administrativo”.

Edelmiro Farrel junto a Juan Domingo Perón. En 1945, el gobierno argentino le declaró la guerra al Eje

A pesar de sus últimas decisiones, la Argentina debió sortear otro escollo para poder “pertenecer” a las Naciones Unidas, como miembro fundador. El canciller soviético Molotov (el mismo que había firmado el Pacto de No Agresión, que despedazó a Polonia en 1939) se oponía al ingreso argentino. Con la fuerte presión del grupo latinoamericano (que representaba el 40% de los países asistentes en San Francisco, EE.UU.) la Argentina fue aceptada, a cambio del ingreso de Ucrania, Bielorusia y el gobierno comunista polaco de Lublin, todos bajo la órbita soviética. En el momento de votarse la admisión de la Argentina, el 30 de abril de 1945 (el día del suicidio de Adolfo Hitler en su bunker de Berlín), la Unión Soviética, Grecia, Checoslovaquia y Yugoslavia se opusieron.

El presidente de la delegación era el canciller César Ameghino, un ignoto ex presidente del Club Gimnasia y Esgrima de la Plata, y el segundo Miguel Ángel Cárcano, embajador en Londres. El primero se excusó de asistir por su carácter de “canciller interino” por lo tanto Cárcano tomó las riendas de la representación argentina. También integraron el grupo: Oscar Ibarra García, embajador en los EEUU; general Juan Carlos Bassi, en Brasil; y el contralmirante Alberto Brunet y, en calidad de asesores, entre otros, Adalbert Krieger Vasena (representante de Industria y Comercio), Santiago Díaz Ortiz (representante de la Fuerza Aérea), Federico del Solar Dorrego y Mario Ireneo Seminario (Prensa).

Durante la cumbre de San Francisco la delegación mantuvo “una prudente expectativa” (una de las instrucciones que se le dieron a Cárcano) y la gran tarea fue contrarrestar las fuertes críticas de la prensa norteamericana e internacional por su papel durante el conflicto. Además, Cárcano intentó generar confianza.

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