Los Repetto vivían en una casa de bajos sobre Talcahuano, casi esquina Lavalle, a pocos pasos del Parque de Artillería. Era una construcción baja y maciza. En la madrugada del sábado 26 de julio de 1890 los cuatro hermanos de la familia fueron despertados por una discusión de sus padres, que no se ponían de acuerdo sobre el origen de los ruidos que venían de la calle. La mujer decía que había estallado la revolución, que hacía días se esperaba, mientras que el marido los atribuía a “la artillería de Bollini”, el nombre que los vecinos le habían puesto a las máquinas barredoras tiradas por caballos que el recién asumido intendente Francisco Bollini había implementado para la limpieza de calles. Cuando sonaron los primeros disparos, los tres hermanos varones se vistieron a las apuradas y salieron a la vereda. La madre estaba en lo cierto: había estallado la revolución.
Desde 1886 gobernaba el país el cordobés Miguel Juárez Celman, quien para todos significaba la continuación del régimen inaugurado en 1880 por su concuñado, Julio A. Roca. Responsable de una administración que no escatimaba en gastos, se fue endeudando, abusó de la emisión, generó una inflación que se fue acelerando en medio de una descontrolada especulación, entre otros tantos desatinos. Paulatinamente, esta crisis económica -que ya se percibía a mediados de 1889- provocó el surgimiento de una oposición al gobierno, que no mostraba capacidad de reacción y que, además, maniobraba para disputarle poder político a Roca.
En busca de fe y honradez
Jóvenes de distintos extractos y políticos organizaron, el 1 de septiembre de 1889, un acto en Jardín Florida, un predio ubicado en Florida y Paraguay. Si bien no logró una masiva concurrencia, alcanzó para que hombres de la talla de Leandro N. Alem, Francisco Barroetaveña, Aristóbulo del Valle y Pedro Goyena, entre otros, fundasen la Unión Cívica de la Juventud.
Denunciaban que el pueblo estaba excluido de la vida pública. Alem dijo: “No hay, no puede haber buenas finanzas, donde no hay buena política. Para hacer esta buena política se necesita grandes móviles, se necesita buena fe, honradez, nobles ideales; se necesita, en una palabra, patriotismo”. Rápidamente, afloraron comités en diversos barrios de la ciudad.
La escalada de la crisis hizo que el 12 de abril de 1890 los ministros presentaran sus renuncias. El gobierno, que no había tomado en serio esa manifestación, vio con otros ojos el acto multitudinario del 13 de abril de 1890 en el Frontón Buenos Aires, avenida Córdoba casi Cerrito, donde 10 mil personas vitorearon a Alem y a Mitre y clamaron por el fin del unicato, el regreso a la Constitución y a la reconquista de las libertades.
El “Manifiesto a los pueblos de la República” que se dio a conocer el 17, señalaba la “ineptitud y desquicio gubernamental, despilfarro e inmoralidad en la administración pública, fraude estatal”.
La conspiración para derrocar al gobierno, reemplazarlo por otro que en dos o tres meses debía llamar a elecciones, se puso en marcha. Se armó una junta revolucionaria que se reunía todos los días, desde las ocho de la noche a las dos de la mañana, en la casa de Benjamín Buteler. Para la policía, que seguía los pasos de Alem, era “Cristo”. Los revolucionarios le propusieron al general mitrista Manuel J. Campos, a tomar la dirección militar de la rebelión.
Los planes
La idea de Alem era tomar Plaza de Mayo y Casa de Gobierno a plena luz del día. Previamente se armaría una interpelación al ministro de Guerra, a la que debería asistir el vicepresidente Carlos Pellegrini, lo que dejaría al presidente Juárez Celman solo en su despacho. Sin embargo, los jefes militares dijeron que sería imposible sacar a los regimientos de los cuarteles durante el día. Entonces, Alem propuso hacerlo en la noche del 9 de julio, y sorprender al presidente y su gabinete en la función de gala. También fue descartada.
Se optó por tomar el Parque de Artillería (donde hoy está el Palacio de Tribunales) de donde saldrían dos columnas: una tomaría el cuartel de policía y otra enfrentaría a las fuerzas leales al gobierno. Con una victoria segura, se apoderarían de la Casa de Gobierno, del telégrafo y de la estación del ferrocarril. Pero esas columnas nunca llegaron a salir.
En una votación, los conjurados votaron a Alem como presidente provisional de la revolución que creían triunfante; el general Campos y el coronel Figueroa lo hicieron por Mitre, quien se enteró de la revolución en París.
El general Campos convenció a los jefes de que el día indicado era el 21 de julio. Los jefes de las unidades llevarían un farol con vidrios de colores para identificarse; el santo y seña se daría a conocer el domingo por la noche.
Sin embargo, una delación del mayor Palma, del 11° de Caballería, que simulaba estar con los complotados, hizo que detuvieran a Campos, a Figueroa y a un par de jefes más.
Todo parecía haber vuelto a fojas cero. Pero una misteriosa visita que Julio A. Roca le hizo a Campos en su lugar de detención la tarde del 25, cambió todo. Roca habría acordado con Campos que lo ayudaría a fugarse y que participara en la revolución y que, una vez derrocado Juárez Celman, nadie se opondría a una candidatura de Mitre. Varios historiadores señalan que Roca aprovechó la revolución para quitarse a su cuñado de encima, sacándolo de competencia del Partido Autonomista Nacional y, gracias a la complicidad del propio Campos, haría que el intento revolucionario fracasase. Campos quedó en libertad y tomó la dirección militar de la revolución.
Los revolucionarios determinaron que el golpe se daría a las cuatro de la mañana del sábado 26 de julio. A Lucio V. López le cupo la redacción del manifiesto de la junta revolucionaria, que se imprimió en los talleres gráficos del diario La Nación. Se convocaba a “evitar la ruina del país”.
La bandera
Los sublevados no podían identificarse con la bandera argentina, porque podrían confundirse con los efectivos del gobierno. La única tela en cantidad que se encontró en la ciudad fue de los colores blanca, verde y rosa y así Josefina de Rodríguez y Elvira Ballesteros cosieron la bandera y armaron divisas y gallardetes que los hombres llevaban colgados del hombro derecho. Y también se adquirieron un lote importante de boinas blancas, que luego serían la identificación de los radicales.
El santo y seña fue Patria y Libertad.
Los enfrentamientos
El 26 a la madrugada un millar de militares y 300 civiles coparon el Parque de Artillería, cuyos 1300 efectivos ya se habían pasado al bando revolucionario. Además, contaba con toda la artillería de la ciudad.
Como las horas pasaban y nada sucedía, los revolucionarios creyeron haber triunfado sin disparar un solo tiro. Aristóbulo del Valle, entusiasmado, mandó a hacer sonar las campanas de la iglesia de San Nicolás -protestas del cura párroco mediante- que se levantaba donde hoy está el Obelisco.
Pero los enfrentamientos comenzaron, en pleno centro porteño. Las fuerzas leales, cercanas al millar, que se habían agrupado en los cuarteles de Retiro, atacaron con los regimientos 6 y 11 de Caballería, parte de los batallones 4 y 6 de infantería, y con el 8 de Infantería. También contaban con el cuerpo de bomberos y la policía, en buena medida militarizada. Los comandaba el ministro de Guerra, teniente general Nicolás Levalle.
Estas fuerzas debían vérselas con 50 cantones revolucionarios diseminados por la ciudad, donde hasta se llegó a pelear cuerpo a cuerpo. Los había en el Palacio Miró, una residencia delimitada por Córdoba, Talcahuano, Viamonte y Libertad; también en Córdoba y Talcahuano; en Viamonte y Uruguay y una serie de barricadas por Lavalle que llegaban hasta Suipacha. Los revolucionarios tomaron el Colegio El Salvador, sobre Callao y la confitería El Molino.
La ciudad era el campo de batalla.
Muchas casas de las esquinas fueron copadas por civiles y usaban sus techos y azoteas para disparar. Se combatía en las calles, en un radio de cuarenta manzanas. Barcos de la escuadra que se habían plegado, al mando del teniente de navío O’Connor, bombardearon durante el mediodía del 27 la Casa de Gobierno y hasta intentaron hacer blanco en la casa del presidente, que vivía en la calle 25 de mayo. Como producto de esas bombas, por lo menos murieron dos personas. El bombardeo fue visto por Estanislao Zeballos desde el mirador del Hotel de la Paz, en Cangallo y Reconquista.
Al mediodía del sábado hubo un momento de algarabía cuando se supo que Juárez Celman, a regañadientes, había abandonado la ciudad en tren. No demoraría en regresar.
Roca y Pellegrini, en los hechos a cargo del gobierno, enviaron emisarios. Querían saber si los revolucionarios depondrían las armas si Juárez Celman renunciaba. Les respondieron que no.
Para el domingo a la mañana, los revolucionarios cayeron en la cuenta de que no disponían de suficientes municiones para continuar peleando más de una hora. Además, la inacción de Campos los dejaba sin iniciativa. El Frontón Buenos Aires, a dos cuadras del Parque de Artillería, había caído en las primeras horas de ese día. Para ganar tiempo y conseguir munición, los revolucionarios pidieron una tregua para enterrar a sus 23 muertos, justo cuando fuerzas del gobierno -aprovechando la pasividad de Campos- se disponían a arrasar la resistencia en las plazas Libertad y del Parque, con tropas muy bien armadas, cañonear el cuartel revolucionario y tomarlo por asalto.
En plena Plaza Lavalle, se había armado un hospital de campaña. Una de las organizadoras era Elvira Rawson, una estudiante de medicina de 23 años, la única mujer en una clase de 85 hombres en la Facultad de Medicina. Junto a otros médicos, como Juan B. Justo y Julio Fernández Villanueva -que murió cuando rescataba un herido- atendían a hombres de ambos bandos. Su desempeño le valió el reconocimiento del propio Alem.
El lunes 28, el gobierno envió como mediadores a Benjamín Victorica, Luis Sáenz Peña, Francisco Madero y Ernesto Tornquist, mientras civiles que se sumaban al movimiento seguían ocupando cantones, y gastando municiones.
Si bien la situación a esa altura era una causa perdida, algunos creían que se podía resistir, como era el caso de Hipólito Yrigoyen y Mariano Demaría. Hubo un intento desesperado del coronel Mariano Espina, que con un grupo de hombres del regimiento 10° quiso llegar a Plaza de Mayo pero fue rechazado en Pellegrini y Lavalle. El envío de importantes fuerzas de la provincia de Buenos Aires para ayudar al gobierno, determinó el fin.
A las 8 de la mañana del martes 29 todo había concluido, a pesar de la resistencia de los civiles, empecinados en seguir combatiendo. Vencedores y vencidos se reunieron en el Palacio Miró donde acordaron que ninguno de los sublevados sería sometido a juicio, que los civiles dejarían las armas en el Parque de Artillería y que los cadetes del Colegio Militar no serían sancionados.
En las calles quedaron centenares de muertos, que en un lento desfile de carretas, eran llevados al cementerio de la Chacarita.
Para Juárez Celman, ya era tarde. Sin apoyo, debió renunciar el 6 de agosto y su vicepresidente Carlos Pellegrini se hizo cargo del gobierno. La maniobra de Roca había dado resultado. “¡Ya se fue!¡Ya se fue el burrito cordobés!”, gritaba la gente.
El único que no festejó fue Leandro N. Alem, el último en abandonar el Parque de Artillería.
A los Repetto les llamó la atención que, en medio de la euforia popular, Alem mandó a colocar crespones al frente del comité, en señal de duelo. Razones no le faltaban. El gobierno había caído, pero no el sistema que lo sostenía. Lamentablemente para el fundador de la Unión Cívica Radical, no sería su último desencanto.
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