En su departamento de dos ambientes, ubicado sobre la Avenida Pueyrredón al 1800, Silvino Báez (47) y Graciela Sosa (52) pasan la cuarentena. Salen -dicen- lo mínimo indispensable. Aunque más de una vez desearían poder escaparse de su casa. Esa misma que alguna vez fue sede de festejos y de reuniones familiares, durante los últimos seis meses, se convirtió en una especie de callejón sin salida. Sobre todo desde que se decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio: el encierro acentuó la ausencia de su único hijo, brutalmente asesinado por un grupo de rugbiers en la puerta del boliche Le Brique, en Villa Gesell.
La muerte de Fernando Báez Sosa (18) ocurrió el 18 de enero de 2020. Ese mismo día, Silvino y Graciela dejaron de ser lo que eran -un papá y una mamá- para transformarse en sobrevivientes de una pérdida que no tiene definición. Se llama “huérfano” al que se quedó sin padres; “viudo o viuda” a quien perdió a su pareja; pero no hay en el diccionario una definición para quién perdió un hijo. La escritora colombiana Bella Ventura inventó un término para describir a esa condición humana: “Alma mocha”.
Antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara al COVID-19 como pandemia, el “Caso Báez Sosa” se instaló en la agenda mediática nacional y abrió un fuerte debate sobre la violencia en el rugby. Incluso, hasta se llegó a hablar de la “ley Fernando”: un proyecto pensado para concientizar y sancionar a los deportistas que aprovecharan su condición física para generar daño a otras personas.
Hubo, además, distintas marchas para pedir Justicia: la última fue el 18 de febrero (a un mes del asesinato del joven) y convocó una multitud de personas frente al Congreso de la Nación. Para el 18 de marzo, el matrimonio Báez Sosa tenía planeada otra movilización, pero debió suspenderla tras el alerta por el coronavirus. Desde entonces, todos los 18, Silvino y Graciela recuerdan a Fernando a través de las redes sociales. En ese contexto, unos días antes de que se cumplan seis meses del asesinato de su único hijo, surge la propuesta de esta entrevista que transcurre, dadas las circunstancias, vía zoom.
“Estos seis meses fueron muy duros y creo que el resto de nuestra vida va a ser dura. No hay momentos buenos ni malos. Solo dolor”, apunta Silvino e intenta poner en palabras de qué manera él y su mujer transitan el duelo. Habla durante siete minutos haciendo algunas pausas y un esfuerzo por evitar las lágrimas. A su lado, Graciela permanece inmóvil, como petrificada. Las manos sobre su falda y la mirada en un punto fijo. De su cuello cuelga un rosario, regalo del Papa Francisco.
Entre los dos asoma un cuadro con la cara de Fernando pintado con lápices de colores. Lo firma “Danito” y es uno de los tantos regalos y muestras de afecto que el matrimonio recibió en su domicilio. La imagen recrea una foto del joven en el Colegio Marianista: el cabello oscuro, las cejas tupidas y los dientes alineados. En detalle, casi imperceptible a lo lejos, está en el bolsillo de la camisa. “Soy un ángel que los cuida desde el cielo”, dice en letra imprenta.
Silvino y Graciela se conocieron en 1994 en la ciudad de Carapeguá, en Paraguay. Cuatro años más tarde se casaron y, luego, decidieron radicarse en Argentina. Instalados y con trabajo (él, en el rubro de la construcción; ella, cuidadora de adultos mayores a domicilio): el 2 de marzo de 2001 se convirtieron en papás de Fernando. “Todavía recuerdo cuando nació”, dice Graciela y esa será su primera intervención en la nota. “Un bebé hermoso: pesaba 3 kilos 750. Fue un chico muy esperado por los dos y con él hemos pasado los mejores momentos de nuestra vida”, agrega.
En la habitación de Fernando todavía quedan rastros de aquel niño: un muñeco del Hombre Araña, un auto amarillo, algunos trofeos de fútbol. Sobre la mesa de luz, una foto con su novia, Julieta Rossi y, más abajo, una pelota junto a una pila de botines y zapatillas deportivas. Desde su asesinato, el tiempo, allí, está suspendido. La cama tendida, la ropa en el placard y una cómoda convertida en un santuario. Hay varias figuras de la Virgen María, un Cristo en su crucifijo, una estampita de San Expedito, velas, flores, rosarios y tres cuadros con el rostro del joven de 18 años.
Aunque siempre fueron creyentes, Silvino y Graciela están más aferrados que nunca a Dios. “Le pido que nos de fuerzas, que podamos sobrellevar este dolor y tener un poco más de paz. Hasta el momento, no la encontramos”, dice él. Ella está convencida de que su hijo está en el cielo y que, algún día, volverán a abrazarse. Dice, además, que encontró refugio en la Biblia y que repetir el Padre Nuestro o el Ave María la tranquiliza. “Me levanto con una tristeza terrible de no saber qué hacer y lloro. Después empiezo a rezar y es como que se me calma un poco el corazón. De un día para el otro se nos fue la alegría: estamos muertos en vida”, agrega.
Hasta el momento, si bien gozan de buena salud, los padres de Fernando Báez Sosa no pudieron retomar sus actividades laborales. Más allá de la pandemia, todavía no están en condiciones; pero creen que les vendría bien “para despejar un poco la mente”. Mientras tanto, y como hacen desde hace 26 años, se sostienen mutuamente. Tampoco tienen otra alternativa. Con el cierre de fronteras, la mayoría de sus familiares quedaron en Paraguay y no pueden viajar a visitarlos. “Nos quedamos solos y la presencia de Fernando nos hace falta. Lo extrañamos demasiado”, dice Silvino que, por estos días, tampoco tiene la posibilidad de acercarse al Cementerio de la Chacarita, donde está enterrado su hijo.
Antes de la cuarentena, el matrimonio Báez Sosa se reunió con otros padres y madres que también pasaron por la pérdida de un hijo. Eso, dicen, les hizo bien. “Mi única pregunta siempre fue: ¿Cómo hicieron para soportar tanto dolor?”, cuenta Graciela. Silvino le agarra la mano con fuerza y acota: “Cuando pase todo esto, esperamos poder volver a reunirnos con ellos. Necesitamos mucho de su soporte: nosotros estamos en un momento muy difícil y su apoyo sería muy bueno”.
Mientras esperan que la causa por el asesinato de su hijo siga su curso (“Tenemos confianza en la Justicia y esperemos que la condena sea ejemplar”, coinciden), los Báez Sosa hacen un esfuerzo para que los días no sean todos iguales. Iguales de tristes. Algunas tardes, cuando Graciela se acuesta a descansar, o si está soleado, Silvino sube a la terraza del edificio donde vive. Va a tomar unos mates y se lleva la Biblia o algún otro libro para leer. Aunque la mayoría de las veces, dice, se queda mirando el cielo.
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