El sábado 11 de junio, por la noche, Alicia Iriarte despidió con un beso a su hija Rosario. Le dijo “te amo”, le acarició la cara y la dejó partir. Estaban, las dos, en la fría sala de terapia intensiva del sanatorio Nuestra Señora del Rosario de San Salvador de Jujuy. Una hora atrás había llegado el resultado del test de Covid-19 de la nena de ocho años: era positiva. El protocolo indicaba que debía ser trasladada al Hospital Materno Infantil de la ciudad. Alicia pensó que en unos días volverían a estar juntas: madre soltera, la niña era su única hija. Rosario falleció el domingo 12 a las seis de la tarde. Su mamá nunca más la vio. Ni viva, ni muerta.
“Esta es la enfermedad de la soledad”, escribió en su diario Marisol San Román, una paciente recuperada de coronavirus. Lo saben, mejor que nadie, quienes no pueden ni siquiera besar por última vez a quien amaron. Ya hubo, en nuestro país, 2.050 muertos. Los números se precipitan: pasaron 103 días hasta alcanzar las primeras mil víctimas por el Covid-19. Apenas 24 jornadas consumió, desde aquel 21 de junio, al segundo millar. El denominador común es ese: parten sin una mano tibia diciéndoles adiós. La de los hijos despidiendo a sus padres (los más, porque así debe ser) como debería haber sido con Oscar Farías, pero también la que consuela al que se va demasiado pronto como Rosario.
Pasaron tres días desde su chiquita cerró sus ojos negros y achinados. Y Alicia (23, Gendarme, hasta hace poco en pareja con Andrea, “la otra mamá de Rosario”), le cuenta a Infobae que su hija “tenía una patología preexistente. Había nacido prematura, a los ocho meses del embarazo, con parálisis cerebral y EPOC”. Su papá le dió el apellido, Zamudio, y eso fue todo lo que hizo. “Me hice cargo de todo. ¡No sabés lo que luchó mi hija por vivir! Por cómo había nacido, no le daban ni dos semanas de expectativa de vida. Le hablabas y ella se conectaba, se sonreía. La peleó hasta lo último. Siempre fuimos muy fuertes porque estábamos juntas. Nunca nos separamos: en las internaciones (en 2016 estuvo 15 días en terapia), donde ella estaba, yo también. Fue muy amada, muy querida por su familia y todos quienes la conocieron, los médicos, los enfermeros”. A veces, el relato de Alicia se detiene. Se siente, al otro lado de la línea, la emoción que quiebra su voz. De este lado también.
“Dentro de la normalidad que puede haber para una nena con esa discapacidad, siempre quisimos que la pase bien -continúa la mamá-. Aunque era como una bebé grande, que no caminaba y estaba en la cama o en su sillón, bailaba. La intención era que fuera a la escuela, pero su condición empeoró y no pudo. Con todo, tuvimos buenos momentos. Pude llevarla a un cine, a un parque, le encantaba la calesita. Nos fuimos de vacaciones. Intenté darle la mejor vida. Ella no jugaba, no hablaba, pero tuve una hija maravillosa”.
Y luego, sí, resume el fin de semana que le heló el pecho: “Ingresamos al sanatorio el día viernes. Fue por una obstrucción respiratoria producto de una bacteria, la klebsiella, que ya le había colonizado los pulmones. Veníamos de años con eso, pero no habíamos tenido mayores problemas. No era por Covid que la llevé, nada de eso, pero en Jujuy, cada enfermedad respiratoria se trata como si fuera coronavirus hasta que se demuestre lo contrario. Le hicieron el hisopado y otros estudios. Ella se estabilizó en lo que era su enfermedad. Así estuvo el resto del viernes y el sábado. Los estudios que le hicieron dieron normales, dentro de lo que tenía. No había más que una infección urinaria por hongos”.
Pero a última hora de ese sábado llegó el anuncio tan temido. “Le avisaron a la guardia que mi hija había dado positivo por Covid y se activó el protocolo. A mi me tenían que hisopar, pero no lo hicieron porque la enfermera no estaba ni había cómo trasladar los hisopos porque no estaba la cápsula. Yo soy asintomática, nunca tuve nada. Me mandaron a mi casa y a ella la llevaron al hospital Materno Infantil, donde hay un sector para chicos con Covid. Ahí la vi por última vez con vida. La despedí pensando que la iba a volver a ver, porque estaba estable. La trasladaron compensada. Yo no podía ir al hospital, ningún padre puede…”
Aún hoy Alicia no sabe cómo se contagió Rosario. Sospecha que fue en la clínica. Ella aún no tiene su propio resultado. Y van tres días desde que hizo su testeo. El primer parte sobre la salud de Rosario le llegó el domingo a la mañana y la alivió: “Me dijeron que estaba igual, estable”. Apenas horas después recibió un mazazo. “Un médico de guardia llamó para decirme que había desmejorado su parte nerviosa. Que estaban esperando que haga un paro en cualquier momento, que yo tenía que estar preparada para todo. Y que me iban a llamar si se producía el deceso”. Así, separada de su hija, sin piedad, Alicia iba siguiendo un derrotero inevitable. “El domingo a las seis de la tarde mi hija falleció. Me lo comunicaron a las siete. Yo no la podía ir a ver. Mi mamá llegó a alcanzar ropa hasta el hospital, porque estaba en pijama cuando la llevaron. No me dejaron ni acercarme para ir a vestir a mi hija. Ya estaban preparando todo para bajarla a la morgue”.
El único consuelo que puede quedar, cuando se consuma una muerte, es la despedida. Ese es el sentido de un funeral, de un entierro. Acompañar. La dejaron hasta sin eso. “Me comuniqué con el COE, el ente que regula todo lo que tiene que ver con el Covid acá en la provincia y les expuse mi caso. Me autorizaron a esperar el féretro afuera de la morgue del hospital y e ir al entierro. ¡Soy madre soltera y ella era mi única hija! Lo único que me quedaba era enterrar su cuerpo. Pero desde la funeraria y del cementerio Jardín del Castilllo, donde está mi hija ahora, me dijeron que no podía ir. Que no me iban a permitir la entrada. Les dije que el COE me dejaba, incluso me una camioneta con medidas de seguridad para ir”.
Alicia esperó el féretro de su hija, estoica, parada a la salida de la morgue. Cuando llegó la van que trasladaría a Rosario, la hicieron firmar papeles. “Era lo único que les interesaba. Les pedí acercarme al cajón, la gente de seguridad del hospital le decían al chofer y otro empleado que era mi única hija. Nosotros teníamos todo el equipo de protección, bata quirúrgica, guantes, barbijo. Lo único que quería era poder despedirme. De mala gana me abrieron la puerta de atrás. Había dos cajones. No querían que toque el de mi hija, que tenía una funda encima. Yo igual me acerqué. Fue como si llevaran un desecho. Tuvieron poca delicadeza. Seguí la camioneta hasta el cementerio. Y le supliqué al chofer que me dejara acercarme de nuevo al cajón. ‘Otra vez’, me dijo. Pero me dejó estar un minuto. Toqué el cajón y le dije que la amaba. Adentro autorizaron a que una tía acompañara al cajón hasta una fosa. Es irónico, porque la misma gente que estaba dentro no tenía ni barbijo ni guantes, excepto el hombre que tiraba la tierra… Hubo falta de humanidad. Y no hay un protocolo. A mi nadie me dijo que no podía ir. Estaba procesando la muerte, algo imposible porque no sé si voy a poder hacerlo alguna vez. Y que te digan que no podés decirle adiós es incomprensible. Sentí que para el cementerio, mi hija era como un desecho que había que enterrar. Yo sabía que esto en algún momento podía pasar, no soy una mamá que ignora lo que tenía su hija. Pero no merecía el trato que tuvo en su último momento, no se lo merecía”
De hijos a padres
La última vez que Mónica Farías vio a su papá fue el 17 de abril. Fueron, calcula, “unos 10 minutos. Él estaba en la camilla bajando de la ambulancia en la guardia del hospital a la espera de que lo ingresen. Solo pude acomodarle el pelo y acariciarle la mano”. Diez días más tarde, esta doctora en Geografía y becaria posdoctoral del Conicet recibió el llamado que no quería: Oscar Antonio Farías, su papá, había muerto. Tenía 81 años. “Se fue de este mundo como vino, sin mucha pompa”, le contó a Infobae.
El recuerdo de la vida de Oscar llega fácil. Le ponen palabras Mónica y su hermano Ruy, también investigador. “Era sencillo, un tipo de vino con soda”, definen. “Una persona con una hermosa capacidad de compartir lo poco que tenía. A pesar de no haberme criado con él, siempre estuvo presente. Se complacía con las cosas mínimas de la vida, acariciar una mascota, comer una pizza en un bar, tomar café con leche y medialunas o cantar tango….”
Durante los años que vivió en los Estados Unidos, Mónica ponía como ejemplo a su padre para contar la historia argentina. “Hijo de un padre que no lo reconoció, hijo de una madre inmigrante del interior que tuvo que negarlo para poder conservar su trabajo con cama adentro, pasó una larga temporada en un internado en Maschwitz durante el primer peronismo –años que recordaba con mucho cariño porque ‘no faltaba nada ni hacía frío’ y porque la educación era buena–. Estudió en una escuela técnica de Capital, trabajó en numerosos talleres metalúrgicos. Pasó de ser un obrero calificado en los 60 y 70, taxista en los 80, a desempleado, un buscavidas…. eso fue un golpe duro a su integridad”. En 2017 la docente decidió volver al país. “No quería estar lejos si papá se enfermaba…”.
Es que la baldosa floja de Oscar era su salud. Aún así, puso knock out a la muerte un par de veces: le ganó al cáncer de próstata y no aflojó contra un grave enfisema pulmonar que redujo su capacidad respiratoria. “Decíamos que era como Highlander porque tenía una vida sin cuidados, pero una salud atípica. Se alimentaba mal y no tenía colesterol ni tenía presión alta... y dejó de fumar recién hace unos años. Con la llegada de la pandemia, sabíamos que era carne de cañón pero, un poco por negación otro poco por sus características, pensamos que sería inmortal”, cuentan sus hijos.
Se sabe: la muerte siempre gana en los desquites, el pitazo final, la campanada última. Oscar tropezó con el coronavirus en el geriátrico donde vivía desde el 2009. “Supimos que una auxiliar de enfermería tenía síntomas compatibles, que enmascaró con medicación y siguió yendo a trabajar. Además, de mi papá, hubo otros 30 pacientes enfermos y varios muertos”.
Como una forma de desahogo, Mónica contó el desenlace de su padre en un posteo de Facebook. Allí narró que Oscar fue internado en el Hospital Piñero, y debido al estricto protocolo, debió permanecer solo, sin visitas, casi sin contacto con el personal médico y de enfermería. Su única compañía era un celular para comunicarse con sus dos hijos. “Los primeros días estuvo muy bien, solo un par de molestias, estábamos esperanzados. Sin poder visitarlo, iba a diario para sentirme cerca”. Su angustia se explicaba: “Me desesperaba saber que se sintiera solo en una habitación de hospital y que se fuera sin que pudiéramos despedirlo”.
El viernes 24 de abril recibieron la noticia de una cierta desmejora de su padre. También les informaron que, como consecuencia de su condición respiratoria, no sería intubado. Mónica intuyó el final. “Pregunté si nos podíamos despedir, y la doctora me dijo que no. Me puse a llorar... se iba a morir solo. Le pedí entonces si alguien le podía decir todo lo que lo queríamos”.
Habría que pensar -y debe ser cierto- que el amor es como el agua entre las piedras, siempre encuentra los resquicios para llegar. Mónica y Ruy lo creen. “Dicen que antes de fallecer las personas tienen una leve mejoría, ese mismo 24 él me llamó por teléfono, hablamos un poco de todo, incluso de planes a futuro... estaba bien. Para animarlo le dije que se quedara tranquilo, que cuando dejara el hospital y todo esto pasara íbamos a comer una pizza todos juntos. Aproveché y le avisé a mi hermano que lo llamara, que charle con sus nietas, creo que algo intuí. A la media hora traté de comunicarme para hablar y no respondió. A las 72 horas había muerto”.
En tiempos de distanciamiento social, de zoom, de escasos o nulos abrazos, Mónica eligió una red social para hacer catarsis. Necesitaba el “reconocimiento público a una vida que se va, es un acto de justicia frente a la falta de humanidad. El Covid me negó el último adiós. Fui directo al crematorio de la Chacarita, donde tuve que firmar que daba fe de algo que no vi, que mi papá estuviera dentro de ese cajón. Quiero que la gente entienda, sobre todo los que quieren levantar la cuarentena, que la vida se va y no vuelve. Si te toca morir, te morís solo... y eso es terrible”.
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