René y Antonia abordaron en Ezeiza una aeronave Douglas DC-6 de Aerolíneas Argentinas que en un vuelo directo de once horas los depositó en el aeropuerto Idlewild de Nueva York. Lo apacible del trayecto les permitió calmar sus temores y disfrutar de su primer viaje en avión. Tras sortear el aterrizaje y el papeleo migratorio, pasaron el resto del día descansando en un hotel próximo a la estación aérea desde donde, a la mañana siguiente, volvieron a volar, completando un trayecto de 750 kilómetros hacia el Oeste, hasta Cleveland.
A principios de febrero de 1962, con 38 años, Favaloro ingresó por la puerta principal del edificio de la Cleveland Clinic Foundation aferrado a una carta de recomendación de su maestro, José María Mainetti, pero sin ninguna certeza de que fuera a ser atendido. Mainetti había solicitado al Jefe del Departamento de Cirugía General, George Crile, que aceptara como residente a su discípulo, pero nunca había recibido respuesta.
Lanzado en busca de su destino, el médico platense decidió insistir en persona y asumió los riesgos de recorrer casi 9000 kilómetros hasta la clínica que lleva el nombre de la ciudad en la que se asienta, en el condado de Cuyahoga, dentro de la zona más poblada del Estado de Ohio y sobre la orilla sur del lago Erie, uno de los más grandes y contaminados del planeta. Fundada en 1921, la Cleveland Clinic había nacido de la iniciativa de un grupo de médicos dedicados a la práctica quirúrgica que desarrollaron la visión de ofrecer una atención “de alto compromiso con el paciente sobre la base de los principios de cooperación, compasión e innovación”, tal como surge de sus principios rectores.
René se dirigió a la recepción y presentó la nota de Mainetti. Minutos después, Crile lo recibió afectuosamente en su despacho y, antes que nada, pidió disculpas por no haber contestado los mensajes enviados por Mainetti. Después de una breve charla, llamó por teléfono a Donald Brian Effler, responsable del Departamento de Cirugía Torácica y Cardiovascular, y lo acompañó hasta su oficina. En el pasillo, antes de despedirlo lo alentó con una palmada en la espalda y soltó:
–¡Buena suerte!
En su inglés rudimentario Favaloro logró explicar los motivos que lo habían llevado hasta allí. Effler mostró muy buena predisposición, pero enseguida le advirtió que, como no contaba con el certificado habilitante del Consejo Educativo de Graduados Médicos Extranjeros, no iba a poder ingresar al régimen de residencias. Pese a todo, le propuso admitirlo condicionalmente en carácter de “médico observador”, una suerte de oyente sin atribuciones ni responsabilidades.
–Solo busco una oportunidad –dijo Favaloro con convicción.
El directivo quedó impactado por la actitud y motivación de su colega sudamericano, al punto de que terminó por ayudarlo a superar un incidente que se suscitó minutos después, cuando fue a inscribirse en la oficina de Educación de la institución. Allí, el responsable del área, Charles Leadham, molesto por la mala dicción del postulante, cuestionó con dureza a la Argentina, a la que calificó como un país de indios salvajes sin educación. Ofendido, René rechazó sus dichos y se retiró sin completar el trámite. Por suerte para él, la intervención de Effler dejó atrás el entredicho, que podría haberle significado el regreso inmediato al país. Había intentado aprender seriamente inglés en Mar del Plata, donde se había instalado casi en secreto durante algunos meses junto con Antonia después de su salida de Jacinto Arauz.
Necesitaba descansar, relajarse y estar tranquilo para recomponerse y aprestarse a enfrentar el gran desafío en el exterior. Los días que pasó en el principal balneario argentino son un verdadero misterio; solo unos pocos miembros de su familia conocieron aquella suerte de retiro, aseguró su primo Mariano Favaloro durante una entrevista para este libro. Al parecer, allí, alguien le recomendó a un australiano de apellido Leach para mejorar sus conocimientos de inglés.
Al cumplirse diez años de la muerte de Favaloro, un grupo de vecinos marplatenses encabezado por Alberto Vittorio Materia, dueño de una tradicional fábrica de jabón y oriundo de la misma isla que los abuelos de René, instaló en la costanera, a la altura de Punta Iglesia, un memorial en homenaje al cardiocirujano nacido en La Plata. La iniciativa había sido impulsada por varios residentes de origen italiano y fue avalada por las autoridades del municipio. En ese momento, entre los presentes, se deslizaron comentarios borrosos sobre aquel tramo secreto de su vida, cuando era un médico desconocido, y se sugirió que el lugar donde se instaló el busto era donde solía ir a mirar el mar en aquellos días.
En Cleveland, René y su esposa pasaron los primeros días de su nueva vida en un hotel céntrico. Una vez que el médico comenzó a concurrir a la clínica, alquilaron una habitación que contaba con heladera y una pequeña cocina en un hospedaje más económico ubicado a pocas cuadras del complejo asistencial. Era un barrio complicado: la mayor parte de los pobladores no tenía empleo fijo y eran comunes los reportes de robos e incidentes callejeros. Si bien al principio extrañaron un poco, la adecuación al nuevo entorno no les costó demasiado. En la familia de René suelen contar que, apenas llegó a Estados Unidos, buscó la manera de enterarse de las noticias de su país y su ciudad y, especialmente, de su amado Gimnasia.
Lo había entusiasmado la remontada del equipo en la parte final del campeonato de 1961 a partir de la llegada del entrenador uruguayo Enrique Fernández Viola. Faltando tres fechas para finalizar el torneo de ese año, el Lobo se había enfrentado en el Bosque con Racing Club, ya consagrado campeón, y lo derrotó por 8 a 1. Fue la mayor goleada en la historia profesional del club. Sin embargo, el comienzo del torneo de 1962 estuvo lejos de ser auspicioso. La derrota en el clásico con Estudiantes determinó el alejamiento de Fernández Viola. Después de un fugaz interinato de Eliseo Prado, el puesto fue asumido por Adolfo Pedernera y, faltando tres fechas, lo suplantó Ricardo Infante. En aquel certamen, que Favaloro intentaba seguir a través de las noticias de los argentinos que pasaban por Cleveland, Gimnasia conservó el invicto durante quince partidos consecutivos y se mantuvo en la punta casi hasta el final, pero un conflicto con varios de sus jugadores echó por tierra todas las expectativas.
Desde el primer minuto en la clínica, el médico platense se concentró en dar los pasos indispensables para lograr acceder formalmente a la institución, y comenzó a prepararse a conciencia para el examen que le iba a permitir ejercer la medicina en Estados Unidos. “Sin ninguna duda me sentía feliz. Una vez más estaba frente a un nuevo desafío. Los que me conocen en profundidad –mis colaboradores en particular– saben que no puedo vivir sin desafíos”, escribió. Al principio apenas intercambiaba unas pocas palabras con el personal auxiliar y las enfermeras; pero, poco a poco, a medida que iba interiorizándose en la tarea, fue perdiendo la timidez y no tardó en ganarse el respeto y reconocimiento de sus colegas.
Su función era ordenar el quirófano y cumplir guardias cada 48 horas. En rigor, en aquellos días hizo de todo: trasladar pacientes en camilla, limpiar instrumentos, ayudar a los anestesistas y al operador de la bomba extracorpórea, colocar catéteres y colaborar con el orden general del quirófano. Trabó una muy buena relación con los miembros del staff del área de cirugía, principalmente con el jefe de residentes, el hawaiano Niall Scully, y con Alfonso Parisi, un canadiense con quien compartía el origen siciliano, y cuya esposa se convirtió en una de las mejores amigas de Toni.
En aquellos primeros tiempos, su desempeño como residente consistía básicamente en estar siempre a disposición de los cirujanos para dar una mano en lo que hiciera falta. Trabajó principalmente con casos de enfermedades valvulares y congénitas. Un rasgo de su trabajo que asombró a sus jefes y le valió la consideración de sus pares fue la forma en que se relacionaba con los pacientes, así como sus diagnósticos clínicos en base al contacto directo y prescindiendo de toda aparatología.
Habían pasado apenas unas semanas desde su arribo cuando Effler lo invitó a participar por primera vez en una operación, y su sobrio proceder lo convirtió de inmediato en asistente de Laurence K. Groves, el cirujano de mayor jerarquía después de Effler. Fue un paso determinante para su inserción en el nuevo medio. A medida que fue ganando horas en el quirófano, aprendió en detalle el desempeño esperado para cada uno de los roles. Por entonces se realizaban tres o cuatro operaciones a corazón abierto por semana, generalmente por enfermedades congénitas.
Al regresar del trabajo, Favaloro registraba en un cuaderno todo cuanto había visto, en especial las técnicas quirúrgicas utilizadas. Anotó casi 400 casos de reemplazo de válvulas aórticas instaladas con el procedimiento de Vinerberg por prótesis de Starr Edwards, las primeras producidas en serie. Luego volcó esa información en un informe que presentó ante la Ohio Heart Association, por el que obtuvo uno de los premios instituidos anualmente para médicos residentes.
El progreso en el manejo del idioma le resultó clave al rendir en septiembre de 1962 el primer examen para médicos extranjeros, llamado National Board Certification (NBC), que le otorgó una credencial para acceder a la enseñanza avanzada y lo convirtió en miembro junior fellow de la Cleveland Clinic. La prueba se centró en cuestiones vinculadas con las ciencias básicas como química, fisiología y anatomía, además de hacer un repaso sobre patologías 108 comunes en Estados Unidos. Este paso implicaba, además de un reconocimiento a su esfuerzo, un primer ingreso mensual que le permitía dejar de gastar los poco más de 10 000 dólares con que había viajado. No obstante, para aprovechar la habilitación y mejorar su situación financiera, decidió realizar pasantías en otros servicios de la clínica y también en otros hospitales durante las vacaciones.
Su tarea asignada en la Cleveland como junior fellow implicaba la realización de guardias cada 48 horas y un seguimiento diario de los pacientes desde su ingreso hasta el momento del alta. Acompañaba a los cirujanos en jefe en su recorrida por las habitaciones y evacuaba cualquier duda que tuvieran a partir de los antecedentes y situación de cada internado.
Effler desarrolló un particular cariño por Favaloro y su esposa. Se encargó de ayudarlos a integrarse socialmente invitándolos a reuniones y comidas y, gracias a su gestión, consiguieron mudarse al Palais Royal, un edificio de departamentos integrado al complejo de la clínica. Hasta llegó a recomendarles un vendedor para adquirir su primer auto estadounidense: un Valiant rojo por el que pagaron 1100 dólares en cuotas. Con el tiempo, Effler también influyó para que fuera aceptado en algunas instituciones de la especialidad, como el Colegio Estadounidense de Cirujanos y la Asociación Estadounidense de Cirugía Torácica, aunque no contaba con todos los requisitos estipulados.
La vida de la pareja orbitó inicialmente alrededor del mundo del centro asistencial. Una de las primeras relaciones que establecieron fue con el galeno cordobés Martín Atdjian, que promediaba una residencia en reumatología y vivía en el mismo piso del edificio. Los sábados solían ir juntos a hacer las compras.
René y Toni pasaron su primera Navidad estadounidense en la casa de Vicente Profeta, un italiano que había vivido varios años en la Argentina y trabajaba como electricista en el área de Mantenimiento de la clínica. El médico se hizo cargo del menú de aquella Nochebuena: un bacalao con polenta y salsa de tomate, y resultó tan sabroso que le hizo ganar fama de buen cocinero. Con el tiempo, varios de sus compañeros empezaron a pedirle que les preparara sus 109 especialidades, sobre todo el tradicional asado, que se podía conseguir en un mercado cercano al departamento. Los fines de semana acostumbraban reunirse con un grupo de argentinos con los que coronaban la velada enfrascados en interminables partidas de truco.
De a poco, comenzaron a desplegar otros lazos. Iban a comer seguido a un restaurante que les había recomendado Effler, propiedad de una familia de apellido Guarino, descendientes de sicilianos. El vínculo con ellos se volvió tan fuerte que terminaron por ser padrinos de uno de los nietos del dueño. Incluso, en algún momento durante los primeros tiempos en Cleveland, René llegó a pensar que, si las cosas no funcionaban como esperaba, hasta podía llegar a asociarse con los Guarino para fabricar pastas, que eran su fuerte en el aspecto culinario.
En ocasiones pasaban el día en alguno de los numerosos parques públicos de la ciudad. Junto al lago Erie se podía pescar, cocinar y comer cómodamente a la sombra de frondosos árboles. Otra de las salidas preferidas de los Favaloro era concurrir a las funciones de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, una de las más importantes del país. Era común que algunos pacientes dejaran entradas de cortesía para los profesionales y empleados de la clínica. René también jugó al fútbol en equipos que disputaban torneos de comunidades y descubrió el tenis, deporte que lo fascinó y terminó por adoptar para siempre.
A poco de haber cumplido un año en su nuevo trabajo, hizo méritos para ascender a la categoría de residente senior. Se destacaba entre sus pares por la contracción al trabajo y fundamentalmente por su trato con los enfermos y sus familiares. Tenía gestos que eran agradecidos por los pacientes, como mostrarles los pasos y el sentido de la operación a que debían someterse con diagramas sencillos dibujados en un papel, para que pudieran comprender fácilmente.
Puede decirse que Favaloro llegó al lugar indicado en el momento justo para ser protagonista de una gran transformación de la cirugía coronaria, con técnicas que abrieron una nueva expectativa de vida para cientos de miles de personas que padecían afecciones del corazón. Por entonces, se avanzaba en el desarrollo de estudios de las arterias mediante aparatos de radiología 110 convencional que permitían observar la anatomía coronaria y sus posibles obstrucciones para identificar con precisión las necesidades de cada paciente. El análisis de las arteriografías (o angiografías) y sus correlaciones con las historias clínicas mejoraban notablemente el diagnóstico y proporcionaba información valiosa para dirigir los procedimientos dentro del quirófano.
Los cirujanos de la Cleveland aplicaban una técnica desarrollada por el canadiense Arthur Martin Vineberg –uno de los más grandes cirujanos de la época– para los casos de taponamiento de las arterias coronarias, que son las encargadas de llevar oxígeno y nutrientes a distintas zonas del corazón. Esos vasos sanguíneos pueden obstruirse con partículas de grasa, colesterol y otras sustancias debido a factores como la hipertensión, la obesidad o el tabaquismo. Es lo que técnicamente se llama arterioesclerosis coronaria o cardiopatía isquémica. Tras años de ensayos con animales, Vineberg había concebido un procedimiento quirúrgico para subsanar el déficit de flujo cardíaco, ya fuera por calificación, inflamación o pérdida de elasticidad provocadas por las oclusiones; pero su trabajo no había generado la confianza suficiente en el mundo médico, ya que, si bien en ocasiones lograba restablecer el flujo sanguíneo, los resultados no eran generalizables, es decir que se volvían inconsistentes y, por lo tanto, impredecibles.
Al repasar la historia de la cirugía de revascularización coronaria suele señalarse como un hito la intervención realizada el 2 de mayo de 1960 en el Colegio de Medicina Albert Einstein, de Nueva York: un equipo liderado por el cirujano Robert Hans Goetz insertó un anillo de titanio para ligar los vasos sin realizar suturas. El paciente, de 38 años, logró sobrevivir durante doce meses, pero la falta de asiento de la intervención hizo que ese equipo no recibiera el crédito correspondiente sino hasta muchos años después. Por entonces, los riesgos de la experimentación llevaban a los médicos a no informar inmediatamente sobre algunas de sus prácticas.
A lo largo de esa década, varios otros cirujanos también iban a realizar derivaciones cardíacas. David Coston Sabiston, de la 111 Universidad de Duke, efectuó en 1962 el primer puente aorto-coronario en un ser humano, y dos años más tarde lo hizo Edward Harvey Garrett, por entonces asociado con el reconocido Michael Ellis DeBakey. En ambos casos, las operaciones se habían realizado en respuesta a alguna emergencia surgida cuando los pacientes ya se hallaban en la mesa de operaciones. Ninguno de esos procedimientos fue reportado sino hasta varios años después.
Como fuera, se trataba de un proceso indetenible, y no solo en los Estados Unidos sino en otros puntos del planeta. En ese contexto, el doctor ruso Vasilii Ivanovich Kolesov llevó a cabo en 1964 la primera anastomosis o revascularización coronaria exitosa con sutura utilizando como injerto la arteria mamaria interna, y más tarde ese mismo año practicó la primera derivación con sutura estándar.
Más tarde, en diciembre de 1967, el sudafricano Christiaan Neethling Barnard marcó otro hito al reemplazar el corazón desahuciado del comerciante Louis Washkansky por el de Dénise Darvall, una joven de 25 años que había perdido la vida en un accidente vial. La operación, realizada en el Hospital Groote Schuur de Ciudad del Cabo, demandó nueve horas y la participación de veinte cirujanos comandados por Barnard. Washkansky sobrevivió dieciocho días, pero murió afectado por una neumonía.
La revolución estaba en marcha y Favaloro iba a saber sacar provecho de esos progresos al explorar nuevas posibilidades quirúrgicas.
Uno de los rincones de la Cleveland Clinic que rápidamente despertó la curiosidad del médico argentino fue, precisamente, el Laboratorio de Cineangiografía, ubicado en el subsuelo. Allí se almacenaban rigurosamente los angiogramas coronarios junto a las fichas clínicas de cada paciente. El área estaba a cargo del cirujano Frank Mason Sones Jr., un cardiólogo infantil considerado el padre de la coronariografía. René le pidió ayuda para interpretar las imágenes y comenzó a visitarlo con frecuencia. Fue el comienzo de una fecunda amistad. Cada día, al terminar la jornada, el argentino bajaba al sótano para revisar diapositivas.
Creado en 1950, el laboratorio albergaba la colección más importante de cineangiografías de los Estados Unidos. Favaloro relevaba en detalle el estado de las arterias coronarias de cada paciente, y cuando le surgían dudas consultaba a Sones o concurría a la biblioteca de la institución, donde pasaba largas horas leyendo revistas médicas o libros de la especialidad cardiovascular.
Sones era un personaje muy particular, que actuaba guiado por una serie de principios rectores orientados por la búsqueda constante de la excelencia, la honestidad, la conciencia en las limitaciones de los aparatos y las estadísticas y, sobre todo, la actitud de olvidarse del reloj mientras estaba trabajando. Según revela el cirujano Fernando Boullon en su libro Favaloro. El corazón en las manos, Sones ensayó la primera coronariografía sobre su propio cuerpo sin autorización de la clínica: “Fuera del horario del trabajo y con anestesia local, se disecó la arteria del brazo izquierdo, se puso un catéter y se inyectó yodo”. La historia oficial indica que en 1958, mientras estudiaba a un paciente, se le desplazó el catéter e inyectó sin querer la coronaria derecha, hecho que dio origen a la técnica.
Después de meses de estudio, Favaloro aprendió a realizar diagnósticos certeros y comenzó a darle forma a la idea de sortear las obstrucciones en las arterias mediante un puente que permitiera restablecer la irrigación sanguínea del músculo cardíaco. Logró distinguir dos grupos de enfermos: los que tenían una afección difusa que alcanzaba a la mayoría de las ramas coronarias y los que presentaban obstrucciones localizadas en los segmentos proximales de las arterias, aunque con buen drenaje distal. Trabajar directamente en las arterias coronarias del segundo grupo mediante un dispositivo que permitiera saltear las obstrucciones empezó a transformarse en su obsesión.
Años después, Favaloro dedicó su libro De La Pampa a los Estados Unidos, publicado en 1992, a “la memoria de Mason Sones”, quien había fallecido el 28 de agosto de 1985. Allí desliza, junto a las anécdotas de trabajo, su propia mirada sobre el país del Norte: elogia la buena organización y modernidad al tiempo que cuestiona el consumismo desenfrenado, la pobreza de amplios sectores de la población, el problema racial y la contaminación generada por el polo industrial recostado a orillas del Erie. Respecto de la forma en que se ejercía “la medicina americana”, objeta la despersonalización en la relación médico-paciente, excesivamente intermediada por la tecnología según su opinión.
Por lo pronto, en las primeras vacaciones que tuvo decidió manejar 1000 kilómetros en auto hasta Boston junto a Toni para conocer el trabajo de Dwigth Emary Harken, una verdadera leyenda de los quirófanos por sus intervenciones para extraerles proyectiles del corazón a soldados heridos durante la Segunda Guerra Mundial. Harken no solo le permitió asistir a una operación en Harvard, sino que luego lo invitó a almorzar a su casa.
Con empeño y dedicación, Favaloro seguía progresando y en 1964 llegó a ser Jefe de Residentes de la Cleveland Clinic. En ese tiempo acostumbraba a dormir en su departamento con la ropa de cirugía puesta y, aunque no tenía obligación, había dejado en la Unidad de Terapia Intensiva del segundo piso la instrucción de llamarlo durante la noche si se presentaba una complicación con algún paciente. No era extraño que ante una emergencia llegara a la sala antes que los residentes que dormían en el octavo piso.
Al poco tiempo de su ascenso le asignaron la misión de realizar un informe sobre los nuevos equipos para oxigenación que se utilizaban en The Texas Heart Institute, en Houston. Allí conoció a Denton Arthur Cooley, un cirujano al que admiraba por su destreza y rapidez de resolución. “Su habilidad manual le permitía transformar los gestos quirúrgicos más complejos en maniobras sencillas”, señaló alguna vez. Cooley y Favaloro tenían algo en común muy valorado y poco frecuente entre los cirujanos: eran ambidiestros.
En esa etapa René ganó gran experiencia en una amplia gama de intervenciones, y a mediados de 1965, al completar el período 114 de formación en la Cleveland Clinic, se convenció de que ya había aprendido lo suficiente como para volver a la Argentina y contribuir al desarrollo de la cirugía torácica. Entonces le adelantó a Effler su intención de hacer un viaje para interiorizarse de la situación, en vistas a radicarse en su país.
Lo entusiasmaban algunas de las medidas adoptadas por el gobierno de Arturo Illia, como la ley que instauró el salario mínimo vital y móvil o el refuerzo al presupuesto educativo. En materia sanitaria, veía con buenos ojos el control de los precios de los medicamentos, el lanzamiento de un servicio nacional de agua potable y la reforma del régimen técnico administrativo de los hospitales públicos. Pero, sobre todo, guardaba grandes expectativas por un programa para facilitar el regreso de científicos radicados en el exterior impulsado desde el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), presidido por el médico y premio Nobel Bernardo Alberto Houssay. El plan incluía subsidios para cubrir desde los gastos de transporte y radicación para el investigador y su familia hasta la mudanza de pertenencias, además de la provisión de equipamiento y el fortale- cimiento de laboratorios y bibliotecas.
Sin embargo, una vez en La Plata comprendió que las cosas estaban lejos de ser como se las había imaginado. Además de palpar la inestabilidad política y comprobar que los militares confabulaban contra el gobierno de Illia junto con sectores del poder concentrado, casi no recibió ofertas concretas para reinsertarse, e incluso muchos de los colegas con los que charlaba le sugirieron que no volviera. A partir de algunas conversaciones previas, se había esperanzado con el proyecto de montar un servicio de cardiocirugía en el Hospital de Niños de La Plata, un centro de referencia nacional que recibía pacientes de distintas provincias. Sin embargo, luego de analizar su propuesta, las autoridades terminaron por considerarla inviable ante el apremio de otras urgencias.
En octubre asistió en Mar del Plata al Congreso Argentino de Cardiología, un ámbito ideal para buscar alternativas que le permitieran una repatriación. Sin embargo, allí tampoco tuvo suerte. Allí conoció al cardiólogo riojano Luis Mansueto de la Fuente, que, como él, residía en Estados Unidos y también quería volver para hacer pie en el país. Quedaron en comunicación con la idea de poder trabajar juntos en la Argentina, cosa que iban a hacer años más tarde. Lo cierto es que Favaloro volvió a Cleveland con las manos vacías. Fue a ver a Effler, quien le había propuesto incorporarse en el rol de assistant staff, una categoría creada para los que buscaban extender el período de entrenamiento más de lo estipulado para adquirir mayores conocimientos y experiencia. Dicho estatus le iba a permitir tener sus propios pacientes y disponer de una oficina propia con secretaria.
Hasta entonces, si bien operaba por su cuenta, en los registros siempre figuraba el nombre de otros médicos junto al suyo: era una forma de cubrir la ausencia de permisos como la acreditación State Board, obligatoria en esta instancia. Se trataba de un examen muy exigente que otorgaba licencia para ejercer en el estado de Ohio, donde solo habilitaban a médicos estadounidenses, por lo que le recomendaron a Favaloro que rindiera en otro distrito y luego hiciera uso de los convenios de reciprocidad. Después de tres meses de estudiar varias horas por día y los fines de semana a tiempo completo, aprobó casi en simultáneo las pruebas en Virginia y Nueva York. Las autoridades de la clínica se hicieron cargo de los trámites para su habilitación local.
En 1966, Favaloro fue formalmente incorporado como miembro pleno del staff de la clínica. En esta nueva etapa, si bien operó casos en todo el espectro de las patologías torácicas, lo más requerido era el recambio de válvulas. Ensayó nuevas técnicas en las incisiones que permitían mejorar la tarea quirúrgica, así como aliviar dolores posoperatorios, y exploró la combinación de procedimientos.
A partir de entonces, comenzó a producir hitos en la historia de la cirugía cardiovascular. Llevó a cabo la primera embolectomía pulmonar con éxito e inauguró el doble implante de arteria mamaria, para el cual diseñó un estabilizador especial. Este instrumento, que aísla los tejidos y permite visualizar la arteria mamaria en toda su extensión, se utiliza hoy rutinariamente en los quirófanos de todo el mundo y se lo conoce como separador de mamaria o Favaloro retractor. También comenzó a colaborar con Willem Johan Kolff en el Departamento de Órganos Artificiales, en el por entonces embrionario proyecto del corazón artificial. Dentro de la sala de operaciones imponía un respeto reverencial. Hablaba mucho y, cuando las cosas se complicaban, lanzaba insultos a granel. En Cleveland, al producirse un recambio de residentes de quirófano, los que ingresaban solían preguntar: “¿Cuántos ‘puta madre’ ha dicho hasta ahora?”. De ese modo tenían una idea de cómo venía la operación. Por esos años, Vineberg manifestó su admiración por el tamaño de sus manos.
–Ah, otra cosa –le dijo Effler–. Como miembro de la Cleveland no podés seguir viviendo en esa pocilga ni en este barrio; tendrías que buscarte una vivienda más digna.
Siguiendo su consejo, René y Antonia se mudaron a un amplio chalet de tres plantas en el barrio Pepper Pike, en las afueras de la ciudad, que adquirieron mediante un préstamo bancario. Era una típica edificación de estilo californiano con mucha madera, un jardín en el frente y un espacioso parque arbolado de casi una hectárea en la parte de atrás, que culminaba en un arroyuelo. Desde los amplios ventanales del living comedor podían verse el parque y el curso de agua. Era un lugar relajado y apacible, ideal para la contemplación, donde René solía entregarse a la lectura.
Allí, además de estudiar casos médicos y producir sus informes para congresos o reuniones profesionales, releyó obras emblemáticas como el Martín Fierro y el Quijote; profundizó su conocimiento de autores que admiraba, como Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones o los españoles Antonio Machado, Miguel de Unamuno y Federico García Lorca, y descubrió las plumas diversas y comprometidas de Luis Franco, Julio Irazusta, Guillermo Enrique Hudson y Eduardo Mallea. En el sosiego de ese living también sonaba música folclórica argentina. Entre sus preferidos estaban Atahualpa Yupanqui, Eduardo Falú, Jaime Torres y Ariel Ramírez. A muchos de sus invitados les hacía escuchar con orgullo y emoción la Misa criolla de Ramírez.
Tras horas de estar enclaustrado en el quirófano, René se solazaba en los atardeceres en su jardín, que con Toni acondicionaron con una amplia diversidad de flores. Pese al clima, que incluía unos cuatro meses de nevadas al año, René instaló la infaltable huerta. Entusiasmado, en la primera siembra puso, sobre una capa de abono natural, semillas que había llevado desde La Plata. Brotaron plantas de tomates, morrones, berenjenas, zanahorias, chauchas, albahacas, achicorias, perejiles y zapallos. Antes de terminar el año, quiso agasajar en su nueva casa a sus jefes y compañeros de trabajo con un gran asado argentino para todo el staff. En total, unos cien invitados. Con permiso de las autoridades armó en el subsuelo de la clínica una parrilla y varios asadores con restos de fierros y un armazón metálico en desuso. Consiguió bifes de ternera y corderos, chorizos y mollejas. Todo salió perfecto. Toni había preparado ensaladas para acompañar las carnes y alfajores y palmeritas para el café. En los pasillos de la Cleveland Clinic se habló de aquel almuerzo durante largo tiempo.
También a fines de 1966, un informe en el que Favaloro resumía toda su experiencia en la clínica fue seleccionado para inaugurar el encuentro anual de la Asociación Estadounidense de Cirugía Torácica, con sede en Beverly, estado de Massachusetts. Allí expuso por primera vez ante un selecto y nutrido auditorio de cirujanos provenientes de distintas partes del mundo. Fue una experiencia estresante que logró sortear en forma satisfactoria y que se iba a volver frecuente de ahí en más.
Tras años de estudio y experimentación, Favaloro había llegado a la conclusión de que, en las cirugías de pacientes que llegaban de urgencia con angina de pecho o ataque cardíaco, se podía extraer un trozo de la vena que recorre las piernas, llamada safena, y usarla como puente entre la aorta y la arteria coronaria obstruida. En 1965 lo había experimentado con perros, cerdos y 118 otros animales, con resultados disímiles. Luego de darle vueltas al asunto se convenció de que no había mucho por perder. Hasta entonces, los enfermos con infarto agudo de miocardio morían irremediablemente porque el corazón se quedaba sin sangre suficiente.
“A principios de 1967, pensé que tal vez el problema podría resolverse mediante el uso de segmentos de vena safena. En la Clínica Cleveland, habíamos reunido una amplia experiencia en la reconstrucción de arterias periféricas y renales con ese tipo de injerto. ¿Por qué no usarlo a nivel coronario?”, escribió. Los nuevos diagnósticos y las técnicas quirúrgicas de avanzada suponían un alto grado de experimentación, lo cual generaba objeciones y, muchas veces, exponía a los médicos a soportar problemas legales. Los juicios contra médicos por mala praxis recién empezaban a surgir como una herramienta de defensa de los pacientes, y un negocio sustantivo para los abogados. Favaloro soportó al menos dos en aquella época. Durante una de las audiencias en los tribunales, el abogado querellante planteó, entre sus argumentos, que su capacitación era deficiente por el hecho de haberse formado en la Argentina.
–¡Señor juez, estamos ante un abogado que es un buen hijo de puta! –exclamó Favaloro poniéndose de pie.
–¡Por favor, señor juez, tome nota! –respondió el letrado.
–¡Sí, que se tome nota dos veces! –retrucó René.
En aquella instancia, el jurado le impuso un resarcimiento para los familiares de una paciente fallecida en la mesa de operaciones que corrió por cuenta de la clínica. Gajes del oficio. Además del monitoreo exhaustivo de las historias clínicas, Sones y Favaloro se cubrían pidiendo a los enfermos y sus familiares el consentimiento para la intervención que iban a realizar. Por eso, se preocupaban en explicar con lujo de detalles todo el procedimiento y también sus eventuales riesgos.
En la mañana del martes 9 de mayo de 1967, el cirujano platense René Favaloro recibió en la mesa de operaciones de la Sala 17 de la Cleveland Clinic a una mujer de 57 años que había sido estudiada por el cardiólogo David Fergusson. Tenía una obstrucción 119 en la arteria coronaria derecha. Con el tórax abierto y el corazón detenido, se le mantuvo el paso y la oxigenación de la sangre a través de una máquina de circulación extracorpórea durante poco más de sesenta minutos. El tapón de la arteria fue abierto para luego restaurar el flujo mediante un injerto de vena safena con un empalme que se extendía desde la aorta hasta el extremo libre de la arteria taponada.
En esa jornada se escribió una de las páginas más importantes en la historia de la cardiología mundial. Fue la primera cirugía programada de revascularización miocárdica que utilizó la técnica luego bautizada con el término bypass, vocablo inglés que significa derivación o puenteo. “Aquel día me sentí como si fuera un plomero que entraba en una casa donde los caños estaban tapados. Puse caños nuevos y, de pronto, un torrente de linda sangre oxigenada fluyó al corazón”, rememoró Favaloro más de una vez. Sones estaba exultante. Al estudiar la evolución del caso, ocho días después de la intervención, advirtió que la arteria afectada se hallaba totalmente reconstruida y presentaba una buena escorrentía distal.
Sin embargo, René era plenamente consciente de que el procedimiento tenía sus limitaciones y debía ser perfeccionado. En base a una selección minuciosa de pacientes, se fueron realizando nuevas operaciones en las que se ensayaron diferentes alternativas. Cada caso fue minuciosamente documentado hasta encontrar, en la operación número 15, la técnica más segura y, por tanto, duradera.
Alguna vez, el reportero del New York Times Eric Nagourney describió así el procedimiento: “Después de detener el corazón, el doctor Favaloro tomó una sección de la vena de la pierna del paciente y le cosió un extremo a la aorta. Luego, de la misma manera en que un conductor podría usar un camino lateral para rodear un atasco de tráfico, conectó el otro extremo a la arteria bloqueada, más allá del bloqueo”. A partir de 1968 fue el principal trabajo de su carrera, ya que gracias a ello cambió radicalmente la cura de la enfermedad coronaria y posibilitó salvar la vida de millones de personas que habían sufrido un infarto agudo.
Durante largo tiempo se discutió la paternidad del bypass. En el mundo médico norteamericano no fue fácil aceptar el reconocimiento para un extranjero, y menos para un latinoamericano. La controversia se originó apenas Favaloro dio cuenta de sus experiencias y resultados. Entonces, los ya mencionados Sabiston y Garrett alegaron que habían usado la misma técnica con anterioridad.
Por su parte, cada vez que fue consultado, Favaloro relativizó la idea de haber protagonizado un descubrimiento. En cambio, destacaba la existencia de un proceso evolutivo que permitió a sus antecesores avanzar con distintos aportes. “En medicina nadie inventa nada, todo es evolución”, repetía. “La idea del puente aortocoronario viene desde lejos y empezó nada menos que con las contribuciones de Alexis Carrel a principios de este siglo”, señaló, en referencia a los experimentos en animales realizados por el médico francés galardonado con el premio Nobel en 1912. A su vez, siempre subrayó la contribución esencial de su amigo Sones por haberlo instruido en la lectura y análisis de cinecoronarioangiografías y, sobre todo, por haber sostenido en el tiempo esos estudios.
Por lo pronto, el trabajo del Departamento de Cirugía Torácica y Cardiovascular de la Cleveland Clinic se multiplicó. A medida que los resultados del bypass se iban haciendo conocidos, la lista de espera comenzó a engrosarse y los pacientes tardaban hasta tres meses para poder concretar una operación. Las instalaciones no daban abasto, de modo que muchos enfermos debían permanecer en un hotel cercano a la expectativa de que se liberara una plaza. Effler y Favaloro pensaron en crear un departamento específico de cirugía cardiovascular, para lo cual era imperativo conseguir más espacio. Favaloro les propuso a las autoridades de la clínica desplazar la maternidad del sexto piso para dar lugar a nuevas salas de cirugía, instrumental quirúrgico y anestesia.
–Y díganos, Favaloro, ¿usted puede asegurar que esto funcionará? –preguntó uno de los directivos.
–No solo vamos a llenar todas las camas, sino que pronto necesitaremos más espacio –alardeó el platense.
La contundencia de aquella respuesta, sumada al aporte de datos y proyecciones elaborados con gran esmero, hizo que el proyecto quedara aprobado. Inmediatamente se puso manos a la obra. Favaloro se ocupó personalmente de la organización del Departamento de Cirugía Cardiovascular con miras a elevar al máximo su productividad. En los nuevos quirófanos se llegaban a realizar diez bypass por día, con lo que los cirujanos adquirieron una experiencia muy difícil de igualar y que, como siempre, René se encargó de asentar en un registro.
El bypass significó la cura de una enfermedad que terminaba en la muerte de más del 80 % de los pacientes y redujo ese guarismo a solo el 5 %. Pese a mostrar resultados tan contundentes, la técnica enfrentó durante varios años una fuerte resistencia que, poco a poco, fue cediendo hasta a ser universalmente considerada como un procedimiento estándar para este tipo de patologías. El amplio reconocimiento en el mundo científico hizo que la Cleveland Clinic se convirtiera en una verdadera meca de la cirugía de revascularización de miocardio. Hubo que ampliar sus instalaciones quirúrgicas e incluso construir un nuevo edificio. Así, su técnica también movilizó en el mercado médico un negocio multimillonario.
Las contribuciones acerca de los casos de insuficiencia coronaria aguda fueron sus últimos trabajos en Estados Unidos. Hasta que dejó la Cleveland, alrededor de 520 pacientes habían recibido bypass múltiples. En su libro De La Pampa a los Estados Unidos reveló que llegó a realizar hasta un máximo de seis simultáneos en un mismo paciente.
“El verdadero médico sufre la profesión, particularmente el cirujano. Si el paciente fallece después de una operación hay una relación directa entre el cirujano y la muerte mucho más marcada que la del clínico. Después de ejercer mi profesión por más de 40 años, la pérdida de cada uno de mis pacientes me golpea igual que la del primero. No puedo acostumbrarme y mis colaboradores son testigos de que en la sala de cirugía sigo luchando y luchando aunque a veces los hechos demuestren que todo está perdido desde hace largo rato. La muerte es mi principal enemiga pero sabe que debe esperar, a veces, hasta mi total agotamiento antes de llevarse a uno de mis pacientes. El día que deje de sufrir habrá llegado el momento de dejar que el bisturí caiga de mis manos”.
Su prestigio profesional se expandió por todo el mundo y llegaban comitivas de médicos solo para verlo operar. En esa época, René Favaloro realizó el primer trasplante de corazón en la Cleveland Clinic. Pese al estricto secreto con el que se realizó todo el operativo, la noticia se filtró al periodismo, que al informar al respecto atribuyó el trasplante a Effler. Días después, se realizó en el Departamento de Educación una reunión plenaria presidida por el jefe de Cirugía, Stanley Obermann Hoerr. En cierto momento, Effler tomó la palabra para destacar la trascendencia de las contribuciones de su colega argentino tanto con el bypass como con el reciente trasplante cardíaco. En tono de broma, recordó sus serias dificultades iniciales para hablar en inglés y arriesgó que era mejor asador que cirujano, para terminar por lanzar la propuesta de rebautizar a la clínica con el nombre de Favaloro. Sus palabras, efusivamente festejadas por los presentes, hicieron llorar al halagado.
A fines de ese año, la revista especializada The Journal of Thoracic and Cardiovascular Surgery publicó un informe en el cual el cirujano platense expuso el conocimiento y la experticia acumulados en una serie de pacientes, describiendo con precisión varios de esos casos y las alternativas aplicadas en cada situación. A medida que los adelantos y comprobaciones eran difundidos y presentados en distintos encuentros internacionales de cardiología, el cirujano platense fue elevado a la categoría de celebridad y empezó a recibir ofrecimientos para operar en distintos países. Empresarios, políticos encumbrados, estrellas de cine y grandes deportistas conformaron el selecto universo de los que requerían sus servicios y estaban dispuestos a pagar fortunas.
Le quedaba poco tiempo para otras cosas que no fueran el trabajo. No obstante, durante las vacaciones de 1968 se las arregló para organizar una visita de sus sobrinos. Les hizo conocer la clínica y disfrutaron de la casa de Pepper Pike. Los llevó a Los Ángeles en auto. Roberto, Juan José, Liliana y Gustavo, que aún eran pequeños, quedaron fascinados y guardan en su memoria de aquel viaje una imagen de su tío cariñoso y alegre. René quiso a los hijos de su hermano como si fueran suyos. Si bien siempre deseó tener su propia descendencia, la naturaleza se lo había negado. Durante algún tiempo pensó en adoptar, pero no se dieron las circunstancias. Sus sobrinos lo idolatraban. Cada vez que el tío volvía al país era todo un acontecimiento y se planificaba la ida a Ezeiza para ir a buscarlo o despedirlo. René siempre traía regalos para todos: cosas raras que no se conseguían en la Argentina y deslumbraban a los pequeños.
Para entonces, ya regresaba al menos tres veces al año a la Argentina con agenda de trabajo programada en el Hospital Italiano y el Sanatorio Güemes. La mayoría de sus pacientes eran derivados por el cardiólogo Luis de la Fuente que, a mediados de la década de los 60, había instalado allí uno de los primeros equipos de coronariografía del país. Fundado en 1954 por un grupo de médicos ligados a la comunidad judía, el Güemes contaba con profesionales de renombre e infraestructura de vanguardia para el tratamiento de diversas patologías. Mario Kaplan, uno de los accionistas de ese nosocomio, había sido tratado en la Cleveland, y a partir de entonces buscó tentar a Favaloro. Las conversaciones se hicieron frecuentes, y poco a poco la idea de volver fue cobrando cuerpo. Él meditó el asunto con detenimiento y total reserva. Sabía que su decisión podía generar un cisma en la Cleveland, así que, en silencio, se ocupó de preparar especialmente a los mejores residentes del servicio.
Es necesario detenerse en la personalidad de Favaloro para entender este paso. “Yo diría que he vivido creando, planeando, proyectando desde siempre. ¡El día que se terminen los desafíos habré muerto! –escribió en Recuerdos... y agregó–: No podría vivir si no tuviera por delante algún desafío basado en ideales y utopías”. René seguía de cerca la situación política que se vivía en el país, donde en junio de 1966 un nuevo golpe de Estado había derrocado al presidente Illia. La autodenominada Revolución Argentina dejó al mando del gobierno de facto al general Juan Carlos Onganía. De pensamiento nacionalista católico, el militar tenía en sus planes gobernar durante dos décadas e impedir cualquier posibilidad de regreso al poder del peronismo, algo que, en cierta medida, tranquilizaba al cirujano.
Durante una de sus visitas a Estados Unidos, el director del Güemes, Mauricio Barón, le hizo una propuesta formal de trabajo y le dio garantías de continuidad. Le habló de la construcción de una nueva torre para albergar al sanatorio (que efectivamente se construyó poco después en la avenida Córdoba y Francisco Acuña de Figueroa) y hasta alardeó con la instalación de un servicio similar al de la Cleveland Clinic, que iba a estar a su cargo. El ofrecimiento contemplaba la puesta en marcha de cinco salas de cirugía y toda la tecnología necesaria. Lo convenció.
Para cuando Favaloro asistió al VIII Congreso Argentino de Cardiología en Río Tercero, Córdoba, en octubre de 1969, ya había tomado la decisión de volver al país y así se lo adelantó a varios conocidos, aunque en forma reservada. A principios de 1970 pasó una prueba de fuego: operó con éxito a más de treinta pacientes en el Güemes. Ese mismo año se publicó su libro Surgical Treatment of Coronary Arteriosclerosis, en el que resumió toda la experiencia de ese período, una contribución académica que sentó las bases teóricas y prácticas de la técnica del bypass aortocoronario. En ese momento, el procedimiento generaba un fortísimo impacto en la profesión médica, con decenas de miles de operaciones mensuales.
En septiembre, Favaloro se erigió en una de las figuras más rutilantes del VI Congreso Mundial de Cardiología celebrado en Londres. En esa ocasión, participó de un simposio junto con los cirujanos canadienses Arthur Vineberg y Raymond Heimbecker y el experimentado cardiólogo estadounidense Charles Kaye Friedberg. La capacidad del salón donde se hizo la presentación quedó superada debido al gran interés que despertaban los disertantes. Los presentes, entre ellos una eminencia de la especialidad como Paul Dudley White, tuvieron que seguir la charla de pie. En un momento, decenas de médicos que habían quedado afuera sin localidades entraron por la fuerza y la actividad estuvo a punto de suspenderse, pero finalmente se decidió seguir adelante.
Favaloro se abocó a explicar en detalle el procedimiento del bypass aortocoronario. Después de que expusiera sobre el número de intervenciones realizadas y la baja tasa de mortalidad, Friedberg expresó sus reparos. El médico argentino le respondió con solvencia y lo invitó a revisar los registros de la Cleveland Clinic, donde a mediados de 1970 el número de operaciones de bypass era superior a mil, incluyendo cerca de doscientas derivaciones dobles, triples o cuádruples, con una tasa de mortalidad de un 4,2 %.
Uno de los organizadores del evento, Donald Ross, había programado por fuera de la agenda del congreso varias operaciones de bypass en el National Heart Hospital, donde los más encumbrados cirujanos del mundo no perdieron la oportunidad para ver operar a René Favaloro, quien, de paso, se ganó un espacio en la historia de la medicina británica al llevar a cabo la primera derivación de la arteria coronaria realizada en el Reino Unido.
En aquel encuentro hubo una extraordinaria presencia de galenos argentinos: 147. Varios de ellos le acercaron propuestas de trabajo y Favaloro tomó nota. Para entonces, su retorno al país natal tenía fecha ya definida para mediados de 1971. Sin embargo, todavía era casi un secreto de Estado. Sabía que tenía que dar aviso con suficiente antelación en la Cleveland Clinic, pero temía las reacciones de sus jefes y compañeros. También le preocupaba la segura resistencia de su esposa, a quien había notado reacia a la idea cada vez que se la había sugerido. Estaba muy cómoda en Cleveland, donde disfrutaba del cuidado de su casa y de un pequeño grupo de amigas, así como de acompañar a su marido en sus frecuentes viajes por el mundo.
Una tarde de octubre, a poco de regresar de Inglaterra, se sentó frente a una máquina de escribir en su oficina y buscó las palabras justas para dar a conocer su decisión. Con la vista nublada dejó la nota en el despacho de Effler, que ya se había retirado, y caminó hasta su casa. Había rechazado una oferta millonaria para quedarse en Estados Unidos.
Querido doctor Effler: Como usted sabe, no existe cirugía cardiovascular de calidad en Buenos Aires. Los pacientes se van a diario a San Pablo o a los Estados Unidos. Algunos tienen suficiente dinero para viajar, pero otros deben realizar tremendos esfuerzos económicos (un paciente tuvo que vender su casa). La mayoría no puede siquiera pensar en venir. Mueren lenta pero inexorablemente sin acceder al tratamiento adecuado. Médicos brillantes vienen a este país en busca de educación de posgrado. Después de dos o tres años de excelente entrenamiento vuelven a la Argentina para encontrar solo indiferencia. Los maestros no pueden aceptar nuevas ideas. Algunos regresan a los Estados Unidos y otros permanecen aletargados, rodeados de frustración. Una vez más el destino ha puesto sobre mis hombros una tarea difícil. Voy a dedicar el último tercio de mi vida a construir un centro torácico y cardiovascular en Buenos Aires. En este momento en particular, las circunstancias indican que soy el único con la posibilidad de hacerlo. Ese departamento estará dedicado, además de la asistencia médica, a la educación de posgrado con residentes y becarios, a cursos de posgrado en Buenos Aires y ciudades más importantes del país, y a la investigación clínica. Como usted puede ver, seguiremos los principios de la Cleveland Clinic. El dinero no es la razón de mi partida. Si así lo fuera, tomaría en consideración las ofertas que de continuo recibo de diferentes lugares de Estados Unidos. El propósito principal es desarrollar un departamento bien organizado donde pueda entrenar a cirujanos para el futuro. Créame, yo seré el hombre más feliz del mundo si puedo ver en los años por venir una nueva generación de argentinos que trabajen en distintos centros del país resolviendo los problemas a nivel comunitario y dotados de conocimientos médicos de excelencia. Yo sé de todas las dificultades que afrontaré porque ejercí la profesión anteriormente en la Argentina. A los 47 años, lo lógico y realista sería permanecer en la Cleveland Clinic. Yo sé que estoy emprendiendo un camino dificultoso. Usted tal vez recuerde que Don Quijote fue español. Si yo no aceptara liderar ese Departamento en Buenos Aires, viviría el resto de mi vida pensando que soy un buen hijo de puta. Mi conciencia constantemente me diría: “elegiste el camino fácil”.
Effler no tardó en responder por la misma vía epistolar. Dijo no estar sorprendido sino profundamente desilusionado. No obstante, luego de destacar sus virtudes profesionales, señaló: “Creo que has tomado la decisión correcta y desde aquí te apoyaré en todo lo que sea posible. Será interesante ver si una flor argentina que fue trasplantada al Estado de Cuyahoga puede ser retrasplantada en su origen. Es posible que haya ciertos fenómenos de rechazo que tendrás que enfrentar pero reitero mi total confianza en ti y en tu futuro profesional”. Subrayó que la pérdida para la Cleveland Clinic iba a ser tremenda y “lamentada por la mayoría de nosotros”.
René hizo copias de su dimisión y se las entregó a Crile y a Sones. El primero expresó su pesar por la decisión, aunque celebró “las razones que han decidido tu regreso”. Sones, en cambio, le dijo que estaba loco e intentó infructuosamente convencerlo de que se quedara. Semanas después de que Effler comunicara la novedad a las autoridades, estas solicitaron al médico argentino que reconsiderara su postura. El titular de la fundación, Erwin Wasmuth, le ofreció un ingreso de casi un millón de dólares al año, además de otros jugosos beneficios.
–Mi decisión es definitiva –respondió–. Lo lamento.
Pocas semanas después, la renuncia de Favaloro fue informada internamente a través de un memorándum. Inmediatamente la noticia circuló alrededor del mundo. Llovieron propuestas de trabajo, que rechazó una a una. “Dejaba una parte importante de mi vida en Cleveland. Solo sé que trabajé en un lugar honesto con absoluta libertad académica y lo que habíamos logrado era consecuencia de que, en realidad, éramos como una sola familia”, escribió. Como quería evitar una despedida lacrimógena, mantuvo en secreto la fecha de su partida. Aceptó una invitación para dar una conferencia en Boston y organizó el modo de volar desde allí directamente a Buenos Aires.
–No puedo entenderte amigo; estás cambiando un Cadillac por un Ford a bigotes –le había dicho uno de sus habituales compañeros de quirófano, intentando hacerle ver el menoscabo al que lo llevaría su decisión.
–¿Sabés qué pasa? –le contestó–. Ese Ford es mi patria.