En julio de 1621, hace exactamente 399 años, la ciudad de Buenos Aires se encontraba en condiciones semejantes a las de hoy: una epidemia de viruela y tabardillo (fiebre tifoidea) azotaba Buenos Aires. Los porteños entraron en alerta por la cantidad de personas que se vieron afectadas y el alto número de muertos.
Si bien no era la primera peste que sacudía la ciudad, las autoridades se alarmaron a tal punto que dejaron registro del acontecimiento en varias actas, preservadas en los archivos del antiguo Cabildo. A lo largo del 1600, la salud y la economía de los porteños se vieron afectadas por 14 brotes epidémicos.
Tal como relatan los investigadores Guillermo Martín Santos y Hernán Thomas, en 1585 la Corona Española otorgó la primera autorización para el comercio de esclavos africanos, cuyo destino era la ciudad de Buenos Aires. En aquella época se atribuyó la instalación de estas pandemias a los buques esclavistas que ingresaban al puerto de Buenos Aires. A diferencia de lo que ocurrió entonces, en 2020 el coronavirus llegó vía aérea y aterrizó en Ezeiza.
Como ocurre en el presente, el comercio fue la primera actividad que se vio afectada en la ciudad, ya que gran parte de la población vivía de ella. En la Plaza del Fuerte, actual mitad este de la Plaza de Mayo, se montaba diariamente la venta de mercaderías que consumían los porteños en su mesa diaria: carne vacuna, carne de codorniz, vizcachas, grasa para la preparación del pan, cerdos, aves, ovejas, miel, aguardiente, jabón, alma de ají. Unos marineros extranjeros se encargaban de la venta de pescado; como el puerto no estaba habilitado para este tipo de comercio, lo ofrecían por las calles. El tocino era utilizado para el “mantenimiento de los esclavos negros”, para abastecer los barcos, y también se vendía en las pulperías.
Que la epidemia haya afectado el comercio y el movimiento de la ciudad se haya visto detenido, generando un clima de desolación, no es la única coincidencia con nuestro presente. En aquellos tiempos también se produjeron invasiones de langostas en las afueras de la ciudad. Los habitantes de pueblos originarios dejaban que se situaran en el pasto, luego las quemaban y usaban el producto como harina, para hacer pan.
16 cadáveres por día
Si bien la viruela de 1621 se inició con los esclavos, la cadena de contagios se instaló luego entre los pueblos originarios y los niños, y rápidamente afectó al resto de la población local. Según el Dr. Nicolás Besio Moreno, académico del siglo XIX, es difícil precisar la magnitud de esta peste y las vidas que se cobró; sin embargo, él mismo comenta que algunos testigos llegaron a contar 16 cadáveres diarios. Por su parte, varios historiadores sostienen que fueron 700 las personas que fallecieron; otros afirman que llegaron a 1.000, dato que llama la atención, ya que la población en aquella época no llegaba a los 2.000 habitantes.
Sí puede asegurarse que la población fue diezmada: en las actas del Cabildo quedó registrada la escasez de personal para el servicio doméstico y que tampoco se contaba con suficientes hombres para la defensa del puerto. Fue tan extrema la situación que las autoridades del Cabildo le pidieron al gobernador Diego de Góngora que no abandonara la ciudad en medio de la pandemia.
Ante los estragos de la viruela, los cabildantes propusieron distintas medidas. Una fue aislar a los negros en toldos, en las afueras de la ciudad, para que hicieran cuarentena. Esta fue una de las primeras veces que se implementó como medida sanitaria en el territorio. Otra propuesta provino del teniente general y Justicia Mayor don Gil de Oscaris Carabaxal, quien apeló a su fe católica y propuso una “procesión de sangre” para el Señor con la intención de pedir el fin de la pandemia. También pensó en los pobres y solicitó que la limosna que se recaudara durante la procesión fuera destinada a los más necesitados de la ciudad.
Con el correr de los días, los contagios y los muertos siguieron aumentando. Las autoridades se reunieron nuevamente para tomar medidas más efectivas, aunque estaban convencidas de que la más eficaz sería hacerle una procesión a un santo. En la antigua sociedad colonial, antes de iniciar la procesión por las calles de la ciudad, se estilaba elegir el santo al que se invocaría como intercesor y abogado ante Dios. Durante varios días, todos los ciudadanos debían implorarle con rezos y misas y ofrecer limosna; quienes no participaban de este acto colectivo eran mal vistos y señalados como herejes. Cabe recordar que, en aquella época, la sociedad en su conjunto percibía la enfermedad como una advertencia; se interpretaba como un castigo que enviaba Dios a la población por los pecados cometidos.
En julio de 1621, los cabildantes informaron al gobernador que el santo elegido con la misión de terminar con la viruela era San Roque, el santo francés, protector ante la peste y las enfermedades contagiosas. Acto seguido, el gobernador Góngora dio las órdenes necesarias para la realización de la procesión.
Los efectos de la pandemia empezaron a desaparecer gradualmente hacia fines de julio y en agosto terminaron los contagios en la Buenos Aires colonial. En agradecimiento a que la ciudad había recuperado la salud, el 9 de agosto se acordó en sesión del Cabildo ofrecer una procesión. En sesiones posteriores, el gobernador Diego de Góngora ordenó edificar una ermita y fundar una cofradía en honor a San Roque. En la actualidad, es una capilla; está ubicada en las calles Alsina y Defensa del microcentro porteño.
Años más tarde, cuando en sucesivas oportunidades la peste azotó Buenos Aires, los cabildantes dispusieron recurrir al mismo santo.
“San Roque, San Roque, que este perro no me mire ni me toque”
A San Roque se lo conoce como protector ante las enfermedades, las pestes, los males del ganado y las plagas. Nacido en Montpellier, en el siglo XIV, Roque abandonó su riqueza para dedicarse a la ayuda de los más pobres. Llegó a Italia como peregrino, desde Francia. Cuando en Roma se desató la peste, se ofreció como voluntario para ayudar a los enfermos y, de manera inevitable, se contagió. Desahuciado, decidió aislarse en una caverna para dejarse morir, porque la enfermedad había avanzado por todo su cuerpo, produciéndole úlceras y manchas negras. Inesperadamente, un perro de caza se acercó a él y le lamió las heridas hasta curárselas; todos los días le llevaba un pedazo de pan que robaba de la casa de su amo.
Tras curarse, Roque regresó a su ciudad natal, que en ese tiempo estaba en guerra, y lo confundieron con un espía. Injustamente acusado, murió en la prisión. Por ello, también se lo invoca como protector de las acusaciones falsas.
En la iconografía se lo representa señalando con un dedo sus llagas, y con un perro al lado. En la Argentina, se lo reconoce, en particular, como el santo protector de las mascotas. En muchas provincias del norte, cada 16 de agosto, durante la fiesta de San Roque, las familias se acercan con sus mascotas a la iglesia y, después de la misa, los animales reciben la bendición del santo. Además, se recurre a San Roque cuando un perro se acerca con la intención de atacar. Tal como decían las abuelas, se repite: “San Roque, ata a este perro con tu cadena de oro”. Y si un animal está en peligro, se lo invoca diciendo: “San Roquito, protege a ese perrito”.
En Santiago del Estero, al principio de la pandemia de coronavirus, el padre Marcelo Trejo, de la iglesia de San Roque, retomó la antigua tradición de 1621. En marzo de 2020, sacó del altar al santo patrono y lo expuso tras las rejas, junto a una plegaria, para que los fieles pudieran rezar y pedir el fin de la enfermedad. Como se suele decir, “creer o reventar”, ya que esta provincia no cuenta con víctimas fatales por la pandemia.
Tal vez, también hoy necesitamos recurrir en el resto del país a lo intangible e invocar nuevamente a San Roque para que todo este padecimiento que estamos viviendo termine.