El silencio es tan profundo que si uno se concentra y cierra los ojos reaparecen los sonidos del pasado. El vacío opaco del salón -con las sillas sobre las mesas todavía con manteles- y la quietud fría de la cocina apagada y sin olores contrastan tanto con la historia del lugar que hay que dejar de mirar para recuperar aquel color original. Es lo que hace Miguel Suárez cuando detiene su paso lento. Inspira profundo. Cierra los ojos. Y el tiempo va hacia atrás.
Mientras camina, Miguel roza la yema de sus dedos sobre una servilleta que cuelga de un respaldo. Está bordada con el título en rojo de “El Trapiche”, una especie de segundo apellido para él, el nombre del lugar que fundaron su papá y sus tíos y que la pandemia mató con tiro de gracia. La cantina era un elefante mítico de la gastronomía porteña, anclada en un Palermo que ya tampoco existe. Los últimos años de crisis dejaron al gigante agonizante, y acaba de morir por coronavirus.
Cuando Miguel, de 32 años, anda por su restaurante vacío, que supo ser tan célebre por el sabor y la abundancia de sus platos como por su bullicio vital, El Trapiche recupera momentáneamente la vida florida que tuvo hasta marzo. El joven heredero de los fundadores (casi todos vivos, algunos retirados) resucita con sus evocaciones el alma de esta cantina porteña que fue como un club, un lugar de festejos, reuniones, discusiones de borrachos, futbolistas, jueces, periodistas, políticos, prostitutas, ladrones, músicos, militares, aristócratas, escritores, artistas y tenistas. Con la comida como excusa fue muchas cosas y se convirtió en símbolo de un barrio otrora picante devenido en cool; un pedazo de la historia social del consumo de una ciudad desbordante como Buenos Aires.
El Trapiche nació con una crisis y murió con otra. De la hiperinflación a la pandemia, 31 años son mucho y son nada. El tiempo pasa y es cruel. La vida misma de Miguel, el círculo que se cierra: tiene 32, pero su primer recuerdo aparece cuando él andaba por los 10. “Mi viejo hacía los números de la caja y yo le pedía que me comprara una bici y él me decía que no. ‘Pero pa, mirá la plata que tenés ahí‘. El me decía que no y yo lloraba. Aprendí rápido que era dinero de la cantina, de los dueños pero también de los trabajadores, no era de la familia, fue un gran aprendizaje entre tantos”, se emociona.
Es que hace apenas unos días le tocó ser el vocero de la noticia que jamás creyó que daría. “Fue muy duro cuando les comunicamos a los empleados. Mucho llanto de todos y mucha comprensión de parte de ellos. La familia estuvo presente, dimos la cara y lo valoraron”, cuenta, sentado en una de las típicas mesas de bar sobre las que ya tragará bocado ninguno de los personajes que solía aparecer por El Trapiche.
Miguel hace una pequeña pausa, y como si se disculpara por su entereza, agrega: “Yo lloré mucho días antes, qué te parece, yo nací acá. A mi ex novia Nati, que vino a comprar un pollo a la mostaza, la conocí acá, pero nadie soporta a un gastronómico. Fueron cuatro años. Y mi mamá, mis tíos, todas mis parejas estuvieron acá conmigo, esto es más que un restaurante”.
Corría 1988 y Miguel Suárez padre trabajaba como mozo en restaurantes de Recoleta y de Belgrano. Todos los días su vida de empleado de gastronómico transcurrían igual: del trabajo en barrios acomodados de la ciudad a la casa en la villa y viceversa. Sus hermanos José, Luis y Tomás, más su cuñado Orlando, tenían una frutería en Palermo, justo enfrente de las bodegas Giol, donde hoy hay funciona el Ministerio de Ciencia y Tecnología nacional. Ya habían pasado los peores momentos de la familia. El padre de todos ellos llegó de España a San Juan corrido por la guerra. De la provincia andina salió a Entre Ríos, esta vez corrido por la pobreza. Y de ahí a la Villa 31, donde sus hijos crecieron y se curtieron en la calle e incorporaron -como religión- la cultura del trabajo y la noción de la generosidad y su círculo virtuoso: lo que das lo recibís.
Era el ocaso de la primavera alfonsinista y a dos cuadras de la frutería de los Suárez, el dueño de un pequeño restaurante ubicado en la esquina de Humboldt y Paraguay llamado “El Rey del Vino”, en un Palermo que todavía era zona de talleres mecánicos, familias gitanas, prostitución callejera nocturna e inundaciones, estaba harto de dos cosas: la situación económica del país, con una moneda en caída libre, y la conducta de un célebre habitué, el campeón del mundo Carlos Monzón, que bebía de más y tenía la costumbre de hostigar al dueño del boliche quien, por supuesto, nunca se animó a dirimir el bullying con los puños. Pocos meses antes de asesinar a Alicia Muniz en Mar del Plata, Monzón le ganó al dueño de “El Rey del Vino” por abandono. El restaurante bajó la persiana y el campeón terminó en la cárcel.
“Era bravo el barrio en esa época, un cliente me contó que el parrillero de aquel entonces mató a un cliente con el cuchillo de la carne. Cuestión que lo cerró. Y aparecieron mi viejo y sus hermanos. Primero alquilaron la esquinita nada más, entraba más gente en las mesas de la vereda que adentro, pero les empezó a ir muy bien. Mi tío Luis puso un toldo y la vereda era furor. En la frutería les dejaban a los clientes una tarjetita para que fueran a El Trapiche y así arrancaron”, relata Miguel.
A base de platos abundantes de la típica comida porteña, que no es más que una mezcla de la italiana, la española y el asado, y una relación casi de amistad entre los dueños, los mozos y los clientes, El Trapiche multiplicó sus panes y sus peces y al poco tiempo, gracias a las astucia de Miguel padre, fueron comprando las propiedades que rodeaban a la pequeña cantina hasta que ya a mediados de los 90 tuvieron capacidad para 400 platos.
Miguel sintetiza el secreto del éxito. Buena mercadería, porciones grandes y mozos piolas. Y buenos cocineros. “Ahí estaba la clave. Nuestros clientes siempre fueron fantásticos, siempre volvieron. Ahora que cerramos nos escriben nuestros clientes, sus hijos, sus padres, los nietos. Hemos terminado con grandes relaciones con todos y nos pone muy contentos”, remarca Suárez hijo. “La pobreza que han pasado mis padres, que fue mucha, se ve en la abundancia que hay en los platos. Es eso de ‘que nunca falte comida'. Vos veías los platos y decías no se puede creer”, agrega. Y es cierto. Cada porción de El Trapiche evocaba aquella frase: “donde come uno comen dos”. También tres.
Los Suárez no son de jactarse. Más bien prefieren el perfil bajo, que el ruido lo hiciera el griterío de la clientela. Pero la verdad, ahora que todo pasó hay que admitirlo, que en la inmensa cocina de cientos de metros cuadrados se cocinaron verdaderos manjares de la gastronomía mundana. Las tortillas de papa y las rabas, del marisquero Checho. Las pastas caseras amasadas ahí mismo sobre un marmol impecable. Y un descubrimiento que se hizo tendencia nacional y que, los Suárez, que nunca alardearon, dicen por lo bajo: nació en esta esquina mítica.
“Yo creo que la entraña que hacía El Trapiche con morrón asado... porque la entraña ahora la venden en todos lados pero la entraña de El Trapiche, no quiero quedar como un soberbio, pero era superior. Y lo digo por lo que dicen los clientes. Antes te la tiraban por la cabeza, valía dos mangos y El Trapiche le puso un morrón asado, un poquito de salsa criolla, papas fritas y salía diferente. Que no se enoje nadie pero El Trapiche reinventó la entraña y ahora te la cobran cara en cualquier carnicería”, ríe Miguel.
Fanático de River, Miguel vio comer de su plato a muchos de sus ídolos. “Alonso, Alzamendi, Tarantini. Acá hay mucho fútbol, no sólo de River. Venían todos. Bochini venía mucho, se hizo amigo de un mozo y se iban juntos al casino. Maradona también, cuando andaba mucho con su ex cuñado, que vive acá a la vuelta. Los de ahora también, varios, el Laucha Acosta por ejemplo”, enumera el dueño de El Trapiche, que se convirtió en un destino turístico y por eso su dueño puede jactarse de que tuvo varios clientes fanáticos de cartel internacional: desde Wiliem Dafoe y Adrien Brody hasta el DJ inglés Paul Oakenfold, con quien todavía se manda mensajes. “El loco siempre me manda fotos desde allá con la remera de ‘El Trapi’ puesta, un genio, hablamos mucho de fútbol, del Liverpool y del Tottenham”, cuenta Miguel.
“Hay clientes no famosos que son los que más me importan”, aclara para bajar el entusiasmo de la anécdota. En la fachada del restaurante hay dos cartas de clientes que los recuerdan de manera anónima. “En estas mesas comí delicioso, reí, lloré, me emborraché, soñé”, le escribió una mujer que también recordó la vez que le regalaron la cena al descubrir que le habían robado la cartera. “Siempre dije que mis hijos aprendieron a comer carne en ‘El Trapiche’”, dice el otro texto.
“Me mandaron mensajes para que no cierre. Claro, ellos no tienen la información financiera y me da mucha pena. Hay uno que me dice ‘una juntada más'. Y yo pienso a veces. Ellos dicen que nosotros somos muy generosos, yo creo que somos generosos. Estoy pensando cuando pase todo esto, comprar cuatro o cinco choperas, ponerlas en la vereda, con unos parlantes y pedir permiso y cortar la calle y hacer una gran fiesta de despedida del Trapiche, la última”, sonríe Miguel sin rastros de melancolía.
Fueron 18 años de cúspide. Una vida. Entre 1990 y 2008, El Trapiche vivió un tiempo de esplendor, mesas completas y todos contentos. Miguel se sumó a la troupe de la cantina a los 16 años. Era 2004. “Recuerdo que hasta 2008 había gente todos los días, a los mozos les iba bien. A nosotros nos iba bien, a los proveedores les iba bien. La verdad que a todos nos iba bien. En los ’90 fue lo mismo. Lo que te da la pauta de que cuando le va bien a uno nos va bien a todos. Qué pena que no nos pueda volver a suceder a todos. Qué lástima”, se lamenta.
El Trapiche venía golpeado por la crisis económica de los últimos cinco años. Tarifazos, baja en el consumo, la historia se empezó a enturbiar. El freno de la actividad por la pandemia precipitó una decisión que pendía de un hilo cada vez más fino. “Es algo que está pasando en todo el mundo. Quizá se hizo largo pero cómo me voy a enojar con la cuarentena. No encuentro razón para enojarme con eso. Estoy muy lejos de ser anticuarentena. No es el camino tampoco”, comenta Miguel Suárez.
Se queda pensando en una palabra. Y retoma: “Enojo... es un sentimiento personal con la situación de que se termine un negocio que era nuestra vida. No, no solo un negocio. Pasó y ya está. Esto no se hubiera cerrado si no hubiera existido la pandemia. Han pasado crisis y se les puso el pecho. Se pusieron ahorros. La gastronomía es un rubro complicado y nosotros siempre elegimos tener registrados a todos nuestros trabajadores, eran 42 empelados, mis papás y mis tíos saben lo que es un trabajo informal y nunca quisieron eso para los demás. Pero es difícil hacer las cosas bien en este país, cuesta el doble”.
Miguel dice que no. Recuerda el esfuerzo de su viejo, de sus tíos, especialmente de Luis, “el Marangoni de este equipo”, el esfuerzo de José, el más trabajador. “La suma de todos esos animales del trabajo hizo este monstruo”, dice emocionado. Todos ellos ya no quisieron volver una vez puesto el candado. La imagen de la cantina vacía es una escena injusta para ellos. A Miguel le tocó la peor parte de la película de la vida familiar. El epílogo, el drama, el capítulo final. Muchos amigos y clientes le piden que lo piense, que hay mucha gente que se queda sin su sede social. A él le duele, pero no. Ya no volverá a ser.
“No hay chances, la verdad que no. Por mi parte no veo posible volver a un restaurante. Yo me doy por vencido. Es el final de un capítulo de mi vida, que duró 16 años. Se acabó por lo pronto, no se pudo más. De verdad que no se pudo más”, anuncia con el esfuerzo de a quien le cuesta decir que no.
Detrás suyo, una mesa sola, la única de todo el inmenso salón que está preparada para los comensales, como si hubiera quedado suspendida en algún momento de aquel 19 de marzo en que terminó una época y empezó otra. La mesa está servida, pero los comensales no van a venir. Entonces Miguel vuelve a decir algo, lo último, mientras sus ojos sobrevuelan el escenario de El Trapiche: “Y sí. Se va a extrañar un montón la mesa con mis amigos. La he pasado muy bien”.
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