Estuvo 45 días confinada, enferma de coronavirus. La pasó mal, sintió que se ahogaba. Y junto al amor de muchos, recibió el odio incomprensible y fue estigmatizada. El 15 de abril le llegó un mail que la hizo feliz: el análisis de PCR le había dado negativo. Pero no pudo abrazarse con nadie: debió esperar 15 días más. Y recién un mes más tarde pudo donar plasma. Y lo hizo cuatro veces: el límite permitido. El 27 de junio, en un vuelo de Aerolíneas Argentinas, Marisol San Román, la “paciente 130″, regresó a Madrid. Al lugar donde el 10 de marzo se contagió de Covid-19 por compartir un lápiz labial con una chica mexicana. Fue a cerrar un ciclo, a completar la Maestría en Administración en la IE University, que pertenece al Instituto de Empresas. A liberarse de todos los fantasmas.
La salida no fue sencilla: volar desde Argentina depende de los vuelos que repatriación de argentinos que disponga la Cancillería. O quizás, de alguna aerolínea -como Iberia o KLM, por ejemplo- que vengan a buscar a sus propios compatriotas a Europa.
“Salir del país es complicado -le cuenta a Infobae desde Madrid-. Hay que conseguir un vuelo y hay pocos. En la embajada de España me recomendaron seguir a su cuenta de twitter. Allí van publicándolos cuando se habilitan. Yo lo compré en la página de Aerolíneas Argentinas. Hay muchas quejas, porque están tres horas y se agotan. No sólo saca el que quiere viajar a España, sino que hay gente que los usa para hacer conexiones con otros países dentro de la Unión Europea. También hay muchos argentinos queriendo volver y europeos que los agarró la pandemia de vacaciones”.
Por supuesto, tener el ticket no significa que el trámite esté terminado. Es apenas el comienzo. “Hay que ser español, o tener la residencia allá. Yo tengo triple nacionalidad -argentina, española y polaca-, residencia en Madrid y el NIE (Número de Identidad Extranjera)”.
Cuando llegó a Ezeiza -dice- “me pareció una ciudad fantasma. No había nadie. Y el control es muy estricto. Primero, hay que estar con barbijo todo el tiempo. Tenés que mostrar que vivís legalmente en otro país. En mi caso tuve que mostrar mi papel de residencia en España, la matrícula de la Universidad, el alquiler del departamento, el seguro médico, los papeles del banco y mi empadronamiento en el ayuntamiento de Madrid”.
Cuando pasó el check-in la aguardaba Migraciones. “Ahí tuve que firmar un papel donde decía que la Argentina no se hacía responsable de repatriarme, que me iba consciente que había una pandemia y bajo mi responsabilidad. Y después entrás al avión”, señala.
Al ingresar a la aeronave sólo le pidieron el ticket. Tomó una bolsita de plástico con snacks y agua -”las azafatas ahora no te llevan la comida”- y debió estar todo el viaje con el barbijo puesto. “No se puede hacer fila para ir al baño y se desciende de a uno”, cuenta.
En España se chocó con la nueva normalidad, y una noticia que la shockeó. Para estar presente por las mañanas en las clases de su universidad debió hacerse un riguroso chequeo médico. “Ellos agrupan a la gente en tres tipos: los que tienen anticuerpos, los que no, y los enfermos o que tengan síntomas compatibles, que pueden cursar online desde la casa”, explica. Y fue toda una novedad para ella saber que ya no tiene anticuerpos. “Cuando doné plasma me hice el estudio que muestra el índice IgG, y estaba en 4. Pasé de eso, que es un buen número, a 0,9, que es negativo. Fue una bomba saber que se habían ido. El médico me dijo que eso puede suceder en un mes, en mi caso fue bastante más. Por eso es súper importante donar plasma en cuanto se pueda”.
Con la noticia volvió el temor y el recuerdo de lo mal que la pasó con el Covid-19. Encima, le sucedía en España, lejos de su casa. “Me sorprendí muchísimo. Yo sabía que podían bajar. Pero no imaginé que me iba a pasar. No te digo que me sentía una superheroína, pero pensé que no podía volver a contagiarme. Fue un shock enorme. Hay casos de recontagio. En teoría, según me dijeron, estar sin anticuerpos es como si no hubiera tenido la enfermedad. Cambia todo y empecé a tener miedo nuevamente. Pienso que puedo pasar por lo mismo”.
Una de las primeras cosas que hizo, temblando y llorando, fue hablar con el doctor Gustavo Villar, que la trató en Argentina. “Él me calmó, me tranquilizó. En el hospital de acá me dijeron que era normal, que los anticuerpos duran entre dos y tres meses y que habían tenido como dos mil casos así. Apenas me enteré, durante dos días no quise ir ni al supermercado. Pero tengo que perder el miedo a volver a contagiarme, adaptarme a la nueva normalidad”.
Y una de esas cosas fue empezar a cursar en forma presencial. “Para entrar al edificio de la Universidad hay que presentar un pasaporte de salud, con la aplicación de seguimiento diario. Se debe pasar por una enfermería para mostrarlo, y dan el ok… o no. Por ejemplo, si tenés enfermedades preexistentes, como asma, no vas a poder ir. Tenés que estar bien sano. Para tener el pasaporte, además de los análisis y llevar el test de anticuerpos, hay que completar un formulario larguísimo, con un montón de datos. Para ir al aula, si querés tomar el ascensor, vas a tener que esperar, porque se entra de a uno. Todo el tiempo te dicen que uses las escaleras, aunque tengas que subir al séptimo piso. Y hay cámaras de calor por todos lados”, cuenta.
Una vez en el aula, descubrió que no sería más como era antes de la pandemia. “Estamos en un aula para 40, pero somos 18. En la primera fila no se sienta nadie. Y tenemos separadores: un lugar sí, un lugar no. Además, hay que estar con un barbijo puesto para estar en clase y entrar a la Universidad. Y tener alcohol en gel”.
En agosto, la Universidad cerrará por el mes más caluroso del verano. Cuando abra en septiembre, a todos les volverán a hacer el test de anticuerpos.
En la calle, la nueva normalidad -como se llama al estilo de vida de los países que relajaron la cuarentena- la impactó. Desde el 22 de junio, España -con 250.545 infectados y 28.395 muertos- dejó atrás el confinamiento. “Es completamente distinto a lo que conocía. Es fuerte que a pesar de la cantidad de muertos que hubo en España, muy poca gente usa barbijos. Serán cuatro de cada diez. En Argentina aprendimos muy bien el uso del tapabocas. Creo que maduramos un montón”.
Aunque al principio no quería salir del departamento que alquila (y no por la obligación de hacer cuarentena al llegar desde el extranjero, que caducó en España junto al fin del confinamiento), con el devenir de los días, junto a sus amigos Santiago Sainato y Viviana Palacio comenzó a frecuentar los bares. “Están abiertos como si nada. Adentro la gente está sin barbijo. Eso sí, en todos lados tienen alcohol en gel para desinfectar y los meseros con barbijo y guantes descartables. La primera vez que fui, mi amiga me decía que no paraba de temblar. En las tiendas, o el súper, se entra con barbijo puesto y tienen desinfectante para el changuito y guantes descartables, que tirás al salir”, describe.
De todos modos, algo le hace ruido al ver todo el movimiento que existe en Madrid. “La pandemia no terminó. Acá hay entre 300 y 500 casos por día. El virus sigue estando. No me siento cómoda ni con ganas de juntarme con grupos donde haya muchas personas. Mi amiga me invitó a un cumpleaños y le dije ‘gracias pero no quiero’. Un amigo me dijo de juntarnos en la Plaza de España para comer. Y también lo rechacé. Ellos ya empezaron a viajar a Marbella y Valencia, por el verano. Mi amiga dice ‘disfrutemos la libertad mientras dure’, porque saben que en China hay un rebrote y va a llegar acá tarde o temprano. Creo que tiene razón.”
Marisol sabe que el coronavirus no es apenas una gripecita. Los 45 días que padeció la enfermedad son una experiencia que no olvidará jamás. Tanto que, para el final, larga una confesión que guardaba después contagiarse por compartir un lápiz labial: “tiré todos mis maquillajes”.
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