Si en la rockola del cabaret Elsa, de Quequén, cerca de Necochea, no hubiese comenzado a sonar “Delilah”, en la voz de Tom Jones, quizá hubiese cambiado el destino torcido del marinero yugoslavo Milivoje Pesic, que tomaba un Cuba Libre sentado a una mesa, solo.
Sus tres compañeros se habían ido, en el lugar quedaban dos prostitutas y un grupo de hombres rudos. Pesic prefirió quedarse a escuchar esa canción que acentuó su mirada melancólica (¿pensaba en una mujer o en la lejanía de su tierra natal?) y en cuya letra, imposible saberlo en ese momento, parecía cifrarse su futuro inmediato:
“Estaba perdido como un esclavo a quien nadie podría liberar”, dice parte de la letra.
Después de escucharla, Pesic planeaba volver al barco que los había dejado esa ciudad para llevarse un cargamento de trigo. Pero antes de que ocurrió lo inesperado, hubo una pelea. Vio, en medio de la oscuridad de ese sórdido lugar, a dos hombres que luchaban. Se levantó, se supone que intentó separar, pero lo desmayaron de un golpe.
Cuando despertó, vio a una de las prostitutas asesinadas.
Por un crimen que no cometió ni vio, el marinero estuvo preso cinco años.
La noche del 8 de mayo de 1978 presenció una pelea entre las prostitutas Mirta Godoy, Rafaela Villavicencio y dos clientes. Todo terminó con el asesinato de Godoy, con heridas en la cara y en los brazos, y su compañera que, desesperada, pedía ayuda. Los otros hombres se habían fugado.
La Policía detuvo a Pesic cuando llegó al barco. Pero antes, en la puerta del tugurio donde ocurrió todo, cuatro misteriosos hombres intentaron secuestrarlo en un Rambler, pero el marinero había logrado escapar.
Si bien había llegado como pelapapas del barco Mavro Vetranic (su rol era el de segundo cocinero), en su país había sido agente especial de la Policía. Era culto, hablaba inglés, francés, era inteligente, había viajado por el mundo, desde Occidente al Lejano Oriente, pero necesitaba alejarse de sus familiares.
Había nacido el 24 de agosto de 1954 en un pequeño pueblo de Trebinge, la por entonces Herzegovina serbia. El paisaje de su infancia lo constituían valles y mesetas, cerca del Adriático.
No estaba ajeno a la emoción. Había dejado a sus padres Jana y Jovo y a su novia María, que dos días antes de partir en ese barco, le dijo: “Micky, me gustaría que te rompieras un pie para que te quedaras conmigo”.
En anotaciones que hacía en un cuaderno, en la cárcel, en su idioma, apuntó: “Siempre me sentí diferente a los demás. Me concentro recordándome desde el momento en que nací y comprendo todo con claridad. Pero hubo un momento en que tuve la necesidad espiritual e inevitable de encontrarme con el infinito horizonte de los mares y los cielos, allí donde existe la paz de la naturaleza. Cada vez que mi tiempo me lo permitía, me encontraba cerca del mar. Como si me llamara y me dijera: ‘Ven, ven a mi infinito’. Luchaba conmigo mismo, sintiendo el dolor que había entre mi soledad y mis seres queridos. Pero elegí la paz y el silencio de los mares. Todo eso era más fuerte que el amor de mis familiares y de mi novia”.
Sus seres queridos lucharon para que se hiciera justicia.
El caso fascinó a dos referentes míticos del periodismo policial: Emilio Petcoff y Enrique Sdrech.
“Pienso con nostalgia profesional en el caso Pesic. Hacía rato que el periodismo argentino no se enzarzaba en una porfía tan tenaz en pos de la primicia y la búsqueda de datos”, contó Petcoff. Sdrech se refirió al juicio como un “circo donde declararon 29 personas y la única que no tenía antecedentes penales era Pesic”.
Rafaela Villavicencio, encargada del Elsa, fue golpeada esa noche y sufrió de una extraña “amnesia”. Era quien estaba al lado de Godoy, la mujer asesinada.
Pesic la miró y fue como si esa mirada la hubiese traspasado. Y ella pareció recordar súbitamente, pero no la verdad de los hechos. Y le devolvió la mirada al marinero y le espetó: “Vos sabés que yo sé lo que pasó aquella noche”.
Otro hecho. “Sorpresivamente”, el pescador checoslovaco Juan Vignosky murió mientras ampliaba su declaración en sede policial. La noche del drama, justo pasó por el Elsa y escuchó en perfecto castellano: “Vámonos, esto nos compromete”. Su testimonio, de haber llegado al juicio, quizá hubiese cambiado el rumbo de Pesic.
Por entonces, interrogaba la Policía de la dictadura y las torturas eran moneda corriente aún para los casos donde no había militantes. La aplicaban hasta en casos comunes. Cuando ocurrió el crimen, el dictador Jorge Rafael Videla además de ordenar todo tipo de crímenes horrorosos, mantenía un entusiasmo por la proximidad del Mundial de 1978.
“Todos protegieron a una mafia que vendía droga, ofrecía prostitutas y manejaba negocios turbios con la Policía y las altas esferas”, declaró años después Hugo Trogu, el abogado defensor de Pesic.
Eso no es todo, aparecieron dos testigos falsos, que probablemente actuaron en connivencia con los verdaderos asesinos. Uno de ellos era un “ratero y folclorista” -así se definió ante los jueces- que acusó a Pesic por el asesinato. Dijo que estaba en un reservado mientras espiaba a través de un cortinado cómo el marinero atacaba a las prostitutas.
El otro testigo, más inverosímil, fue llamado “El fisgón”. Dijo que su fetiche era espiar por los agujeros del techo del lugar y justo esa noche vio a un hombre alto y rubio, que coincide con la descripción de Pesic, con “su miembro erguido y una cuchilla en la mano mientras se abalanzaba a una mujer para matarla”. Lo más escandaloso es que los jueces no descartaron estos testimonios. Argumentaron: “Cabe señalar que los que viven una en situación de drama o tragedia no pueden proceder con razonamiento y reflexión cartesianos, asimismo, su percepción de lo que ocurre no siempre es capturada con precisión matemática”. Más que jueces, parecían abogados de esos hombres.
Petcoff, en su famosa columna en la que dejaba volar la imaginación de su personaje, “el licenciado J. Pechblenda”, se mofó del falso testigo mirón. “Yo diría que los señores magistrados sí aplicaron los métodos de Renato Descartes, tanto en las vertientes psicológicas como en las geométricas (…) El que piensa, existe. Pero no exageremos, porque si se incluye a ‘El fisgón’ en el drama o la tragedia, que nos queda para Pesic, a quien no se le perdonaría al derribar en su caso la lógica y coherencia propias del normal acaecimiento de los hechos humanos”.
Lo cierto es que “El fisgón” no estuvo esa noche en el cabaret. Habría aparecido cuando ocurrieron los hechos. Y justamente no para darle una mano al marinero.
En su libro El diablo en la whiskería, sobre ese hecho policial, Amílcar Romero escribe: “En ese suceso hubo de todo. Sangre. Derechos Humanos. Sexo. Sensacionalismo periodístico. Perversión. Cine. Truculencia. Hampa. Suspenso. Prostitución. Jefes de Estado. Hijos y entenados. Dólares. Extranjeros. Guerra. Amenazas. El Vaticano. Falcon. Miedo. Alta Policía. Personajes funambulescos. Amor. Tensión. Angustia. Las Naciones Unidas. Clamor ante la alternativa de crucificar a un inocente. Televisión. Gángsters de carne y hueso. Espionaje”.
Hasta un grupo de cineastas franceses viajó a Quequén con la intención de filmar una película. La misma idea tenía Adolfo Aristaraín, pero ninguno de los proyectos prosperó.
En la cárcel de Dolores, donde fue trasladado después de pasar meses en la prisión de Azul, fue torturado y golpeado por los guardias. Apenas podía moverse. Sus compañeros de pabellón le daban de comer en la boca, lo ayudaban a cambiarse y a levantarse para ir al baño. Sintieron compasión por ese hombre parco que sentía un sufrimiento silencioso y una nostalgia que ocultaba en su silencio.
En el juicio, que comenzó el 3 de julio, los jueces le preguntaron si había tenido buen trato del personal policial y penitenciario. “Los golpes que recibí fueron dentro del cabaret. He sido tratado correctamente por la Policía. Por los diarios he leído y por lo que he podido ver mientras estaba detenido, que en la Argentina se mata y se tortura, pero a mí no me han tocado”, declaró.
Hasta la versión de Pesic tenía lagunas. Hablaba que dos hombres lo habían llevado a él y a las prostitutas a una terraza para desnudarlos, que él le había aplicado un golpe de karate a uno de ellos (sabía artes marciales), pero que el otro sacó un arma y lo golpeó. Pero en otro testimonio dijo que podía haber sido una paleta. Y que fue obligado por los mafiosos, así los llamó según el traductor, a saltar sobre el cuerpo inerte de la víctima.
“El tiempo desdibuja personajes y circunstancias y estamos ante una conjura para perder a Pesic”, escribió Petcoff. Y reflejó como pocos la figura del melancólico pero rudo Pesic: “Aquel marinero, desembarcando en un puerto desconocido para lanzarse a la alegre caza de emociones y distracción, parecía una estampa surgida de un libro de Joseph Conrad. Y era taciturno y reflexivo, como los personajes del talentoso escritor polaco-inglés”.
Romero lo define como un personaje de Melville, el de Billy Bud, marinero. “Y Pesic tenía un andar indolente, caminaba con las puntas de los dos dedos en los bolsillos laterales del blue jean. Los brazos le colgaban con cierta flacidez y sus codos se balanceaban. Miraba todo. Como buen forastero, iba fijando algunas señales que le permitieron luego orientarse y reconocer ese territorio extraño”. Para cualquier recién llegado -dice Romero- siempre la primera visión de una ciudad es algo lleno de encantos y misterios a descubrir. “Las gentes y las cosas lo están aguardando”:
A Pesic lo aguardaba una tragedia que injustamente lo pondría en el lugar de villano.
“No parecía ser la intención del acusado el acceso carnal para cometer ese crimen inútil”, alegó el fiscal Juan Carlos Ferrara
Pesic estaba rodeado, en medio de un naufragio en la tierra. Sin escapatoria. Los jueces, el fiscal, los testigos, algunos medios, la policía, los guardias, hasta el barco que lo había trasladado lo había dejado solo.
Pesic fue condenado a 16 años.
Pese a que desde antes del juicio (a cargo de un Tribunal Oral en lo Penal presidido por el juez Guillermo Vallejo), en su celda, como una revelación, dibujó el identikit de los dos hombres que recordó ver aquella noche en que perdió el conocimiento de un golpe. “En el calabozo, sin hablar más de unas pocas palabras en castellano, hizo un dibujo con los rostros de Carlos Franos y de Juan Hankel, que luego se comprobaría que eran los verdaderos asesinos de la chica. Son apresados en Sevilla, donde confiesan el crimen. Pesic se comió seis años y medio de cárcel siendo inocente. Fue torturado y castigado”, recordó Sdrech años más tarde en una entrevista con La Nación.
¿Quiénes eran esos hombres?
Los ribetes literarios del caso llevaron a que el fenomenal escritor -además de teórico del cuento policial, entre otros temas- Ricardo Piglia lo incorporara en las emblemáticas investigaciones del comisario Di Croce, su personaje de ficción.
Escribió un cuento fabuloso, llamado “La música”, inspirado en la triste historia del marinero.
“El yugoeslavo era un chico rubio, de cara flaca y ojos celestes, tendría dieciocho años, calculó Croce, diecinueve cuanto más, y estaba sentado en el catre, con la espalda apoyada en la pared. En el hueco de la ventana había puesto una foto donde se lo veía sonriendo y tocando el acordeón a piano al lado de una muchacha con el pelo suelto que lo besaba en la mejilla. Le había puesto una vela y unas flores a la fotografía, como si fuera un altar”, dice en un fragmento del relato.
Por la detención de Pesic hubo presión del Vaticano, de Yugoslavia, de Naciones Unidas y de organismos de Derechos Humanos. El gobernador Jorge Aguado le bajó la pena a ocho años.
Pero el “milagro” para el marinero llegó cuando en 1983 detuvieron en España a una banda de mafiosos argentinos. Entre ellos se encontraban Carlos Farnos y Juan Hankel, que confesaron haber matado a la copera del Elsa. Eran dos pistoleros mafiosos con contactos políticos. Uno de ellos, con los años, terminó como guardaespaldas de un sindicalista de peso que murió hace pocos años. Aprovecharon sus contactos con la Policía de la dictadura para usar a Pesic de chivo expiatorio o “perejil del caso”, por eso esa noche no lo mataron. Les servía vivo, como culpable perfecto, no como una víctima más.
Pesic decía la verdad y esa verdad no estaba en sus palabras, sino en los dibujos de esos rostros que hizo en la cárcel.
No se sabe si los jueces y el fiscal le pidieron perdón.
Lo único que quería al salir en liberar era llegar cuanto antes a su pueblo natal, Trebinje, en Yugoeslavia.
¿Allí lo esperaría su novia María? La mujer por la que quizá decidió quedarse a escuchar la canción cantada por Tom Jones.
Era 1985 y en Ezeiza lo fueron a despedir los medios. El marinero no parecía tener rencor, como esos hombres o mujeres que enfrentan el destino y no luchan contra él, como si fuera la marea o la corriente que un barco debe acompañar.
Emocionado, Sdrech le dio un abrazo.
Pesic, en su pobre castellano, le dijo:
“Adios, mi hermano argentino”.
Nunca más volvió a la Argentina.
Su ex abogado, Hugo Trogu, cree que Pesic murió hace más de veinte años. Le dice a Infobae: “Me llegó esa versión. Cuando se fue de acá me llamó algunas veces. Se dice que se casó, que tuvo un hijo, que abrió un restaurante en los Estados Unidos y que murió en combate en la guerra de Bosnia. Si fue así, ese fue un final a la altura de su vida. Una vida de película”.
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