No sabe qué edad tenía en ese entonces. En un momento de la entrevista dijo que ya había cumplido cuatro años, después pensó con retrospectiva que era tal vez un niño de tres. No recuerda con exactitud cuánto tiempo de vida llevaba. Pero la escena la recupera, fresca y precisa: “Había un sillón blanco que se hacía cama en el living. Blanco, como de cuero, tejido. Yo estaba parado ahí cuando ellos llegaron y me lo dijeron”. Se describió “chocho”, saltando, lleno de alegría, feliz, encantado por haber recibido la noticia: iba a estar en la televisión; sí, pero iba a estar en la televisión con dos de sus hermanos.
Sus padres, Benjamín y Susana, habían vuelto tarde a su casa. Vivían en Moreno, sobre la calle Chiclana, lejos de los estudios de Canal 13. Cuando entraron lo encontraron en el sillón, ese blanco de cuero, como tejido. Le informaron que sí, que había quedado. Guido Martín Kaczka se paró y se puso a saltar empujado por el éxtasis: iba jugar a ser otra persona, iba a jugar lo que ya jugaban Emiliano y Analía.
Esa imagen la consiguió nítida en los resquicios de su memoria. Es su primera vez en vida. Lo que lo confunde a veces es la configuración del recuerdo: si se trata de un retrato artificial, idealizado o putativo, algo construido sobre la base de un testimonio ajeno, o una huella natural de su evocación.
“Siempre que pienso en mi primera imagen de la infancia tengo ese recuerdo. Con el tiempo, de grande, me hice la idea de que esto fue así. Siempre llego a la conclusión de que es mi recuerdo porque también lo sé por mis papás, que me lo contaron”, expresó. Guido tenía a veces tres y a veces cuatro años cuando interpretó a Joaquín en Pelito, una telecomedia argentina pensada para preadolescentes, una idea de Máximo Soto y Eduardo Thomas, que compartió cartel con Señorita maestra, otra popular serie de televisión infantil de mediados de los ochenta.
Todo empieza en el legado de Harold Lincoln Gray, un célebre historietista estadounidense que publicó durante 45 años la vida de Little Orphan Annie, “la pequeña huérfana Annie”. La creación concibió un musical de Broadway en 1977 y una adaptación al cine dirigida por John Huston y estrenada en 1982. Ese mismo año, recaló en el país una de las primeras superproducciones extranjeras. Annie fue un suceso global: mientras en Argentina lo protagonizaba Noelia Noto en el Lola Membrives, en Broadway lo hacía Sarah Jessica Parker.
Analía, la hermana mayor de Guido, se había obsesionado con participar del casting. Se presentaron cerca de 2.500 niñas pelirrojas, ella no. “Quería ir, quería ir. Se lo pidió a mi papá y a mi mamá. Le dijeron no, no, no. Me acuerdo que ella lloraba y mi mamá, para tranquilizarla, le dijo que al próximo casting que hubiera la iba a llevar, pensando que no iba a aparecer ninguno más”. Pero apareció Pelito, al año siguiente. Los padres se resistieron, pero la promesa de Susana los había condicionado. La televisión era un universo absolutamente ajeno y foráneo para la familia Kaczka. Pero Analía insistió. Emiliano, quien por entonces jugaba al rugby y la actuación le despertaba indiferencia, también los acompañó. De curioso, tal vez.
“Bueno, vayan y traten de meterse adelante porque yo ya me voy de acá”, le ordenó Benjamín a sus hijos, según consignó la reminiscencia de Guido. Había muchos postulantes y el padre se había comprado un auto nuevo y tenía miedo de que le pasara algo -o sencillamente la excusa para acelerar la cosa-. Los niños se colaron en la fila y resolvieron el trámite rápido. Quedaron los dos: Emiliano interpretó a Jorge y Analía a Bichi, una de las protagonistas de la historia y hermana de Martín, el personaje de Adrián Suar.
Pelito se estrenó en 1983 en Canal 13. Comenzó a transmitirse los sábados hasta que pasó a ocupar el horario central de las seis de la tarde, de lunes a viernes. Fue una novela pionera, ícono para una generación, y plataforma de despegue de actores del calibre de Suar, Gustavo Bermúdez, Lorena Paola, Pepe Monje y Julián Weich.
Guido Kaczka entró tiempo después a la tira juvenil: los productos le habían adivinado pasta de actor. Sus primeros recuerdos quedaron atravesados por la televisión: de saltar sobre el sillón blanco de cuero, como tejido, a correr por los estudios de grabación. La selección caprichosa y emotiva de las imágenes más puras de la infancia es un género abordado por la literatura. Martín Kohan lo hizo en su libro Me acuerdo (Ediciones Godot), antes ya lo habían propuesto el norteamericano Joe Brainard y el francés Georges Perec.
Infobae invitó al hoy conductor y productor a rescatar sus primeras veces. Como la primera palabra que dijo en televisión.
“Yo hacía de un nene al que tenían que cuidar. Me tenían que buscar por la casa porque me perdía y yo estaba encerrado en un lugar con una pelela. Me decían ‘Joaquín, ¿qué estás haciendo?’. Y yo tenía que decir ‘caca’. Tenía que estudiarlo. Me hicieron dos o tres tomas, me acuerdo perfecto”. Lo que le sorprende, aún hoy, era la seguridad de sus deseos, a tan corta edad: a veces traza el paralelismo con sus hijos, coteja madurez y perspectivas, y no alcanza a comprender su clarividencia a los tres o cuatro años. La tele era, para su familia y por entonces, un circo al que no pertenecían.
“No era lo que es hoy, que parece ser una puerta a la fama”, acreditó Guido. La televisión era otra cosa. No había tanto regulación, y menos para los menores: él recuerda que vivía ahí adentro y que había días que se quedaba catorce horas seguidas grabando. Era, también, ese lugar al que sus padres los llevaban en tren de Moreno a Constitución. Era tal la incertidumbre y el desconocimiento que Susana preguntó, cuando sus hijos empezaron a actuar, dónde había que pagar: “Porque no entendía que nosotros cobrábamos por hacerlo. Imaginate lo que era meterte ahí donde estaban Badía, Sofovich. No sabíamos bien qué onda era todo eso y recién ahí se enteró que era un trabajo por el que nos pagaban. Entonces ella preguntó ‘¿cuánto hay que pagar y dónde hay que pagar?’”.
En 1986 no había una programación florida como la oferta actual. Ver niños actuando en una tira de comedia sugería un cambio de paradigma. Estaba la grilla de Canal 13 y la de Canal 9 de Alejandro Romay, pero la televisión -explicó Guido- era un universo más reducido y reservado. Los integrantes de la familia Kaczka, sin linaje ni tradición en cámara, eran turistas, y respondían a la fama incipiente con un orgullo solapado. Por entonces, Benjamín fundaba una mueblería en frente del Hospital Mariano y Luciano de la Vega, en Moreno, sobre la Avenida Libertador. El hombre que se había negado a llevar a sus hijos al casting de actores había cambiado el semblante: “Le puso a la mueblería Stars, por sus hijos estrellas. Nosotros empezamos a apodarlo a mi viejo ‘Star’ porque un poco nos daba ternura que haya hecho eso y otro poco para cargarlo. ‘Dale, cómo le vas a poner Stars por nosotros, que éramos actores de una novela infantil’. Era como muy ambicioso...”.
De Moreno se fueron a los pocos años. Su papá había comprado un departamento en Villa Luro a través de un remate judicial. Pero como no se lo entregaban, tuvieron que irse a vivir a la casa de sus abuelos Felisa y Marcos en el barrio Villa General Mitre, en la esquina de Bufano y Camarones, a tres cuadras del estadio Diego Armando Maradona de Argentinos Juniors. La educación primaria la hizo en el Colegio Jorge Newbery, a seis cuadras de su casa, en la intersección de San Blas y avenida Nazca, barrio de Villa Santa Rita.
No cambió de colegio cuando se mudó a Villa Luro. No se volvió a mudar cuando cursó la secundaria en La Paternal. No le importaba tomarse un colectivo ni demorar 25 minutos en llegar: los lugares donde era feliz le inspiraban sentimientos de pertenencia. Recuerda los veranos en la pileta del club Amigos de Villa Luro y los clásicos contra Stentor tanto como las extensas jornadas de filmación. Guido Kaczka -nacido el jueves 2 de febrero de 1978- divide su identidad de infancia entre el barrio y los canales de televisión.
“Siempre fui de jugar en la calle, en la vereda, en el barrio. Pero también estuve mucho en los estudios. Jugaba ahí adentro con pelotas de papel en Canal 13, con muchos de los técnicos que hoy trabajan conmigo. En esos pasillos anchos cuando bajás la escalera. Siempre andaba por ahí y siempre lo sentí así. Por eso me gusta estar en los estudios, con los faroles, los techos altos, las parrillas por donde caminan los iluminadores, las puertas del frigorífico que tenemos para aislar el sonido. Mi infancia estuvo ahí, por eso me siento tan cómodo”.
La reminiscencia de los sentidos lo transporta a la infancia, remite a esos años dorados. El recuerdo del sabor lo devuelve a la mano de su mamá Susana. En su casa eran siete: sus padres, él y sus cuatro hermanos. Había que resolver las cenas con comidas populares: “Mi vieja hacía pollo a la cacerola. Me quedó siempre ese gustito. Lo sigue haciendo y todavía me sigue gustando mucho cuando voy a comer a su casa”. El resabio del olor -ese poderoso catalizador de recuerdos- lo orienta hacia las inmediaciones de Mar del Plata: “Ese olor a mar cuando estás entrando por el lado sur a la ciudad lo recuerdo muy bien. Porque no solo he ido en vacaciones familiares, sino también cuando grabábamos Pelito o Clave de Sol”.
Su primer recuerdo no feliz lo descubrió cuando perdió la inocencia, cuando entendió que la vida también le prometía los otros ratos, los feos. Su abuelo José murió y él lo describió como una epifanía, como el germen de su comprensión existencial. “Cuando sentís la finitud, la sensación de la debilidad, la enfermedad, darte cuenta que la vida no es eterna y saber que nos podemos morir, que inevitablemente en algún momento voy a tener tristeza y que alguna vez alguien se va a morir y voy a estar triste”.
El retazo no grato de su infancia fue cuando detectó que no todo es alegría: se desilusionó. Sintió algo feo, pero no tan feo. Una reversión de su frase convertida en meme “está mal pero no tan mal”: la desilusión fue un sentimiento desagradable, pero lo fortaleció.
Guido Kaczka fue, en síntesis, un niño feliz. “Tuve una infancia divertida, muy de charlas y de chistes, de códigos internos”. Estuvo contenido por sus dos padres, sus abuelos, sus cuatro hermanos, la casa siempre llena, la mesa poblada, los cumpleaños concurridos. “Disfrutábamos mucho las cenas, los almuerzos. Éramos picantes, nos cargábamos mucho”.
Cuando Teté Coustarot fue a su último casamiento y conoció a los Kaczka, comprendió la génesis de su éxito. “Ahora entiendo por qué sos así -me dijo-: ‘Qué habladores son todos en tu familia’”.
Los cimientos del conductor de prime time de la televisión argentina residen en esa vez que, escondido en un placard, le preguntaron qué estaba haciendo y él respondió “caca” arriba de una pelela. Tenía tres o cuatro años.
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