La historia detrás del Documento Final: cuando la dictadura intentó cerrar la discusión sobre “la lucha antisubversiva”

Después de la guerra de Malvinas, todos los temas que habían estado latentes durante años le explotaron en la cara a la Junta Militar: la normalización democrática, la institucionalización, la crisis económica y "el problema de los desaparecidos". Tardaron un año en elaborar un largo escrito que buscaba zanjar la discusión sobre la represión ilegal. Las internas, las peleas y cómo buscaron tapar la verdad

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¿Qué fue el Documento Final? Un larguísimo escrito con el que las autoridades militares intentaron zanjar la discusión sobre la lucha antisubversiva y la represión estatal
¿Qué fue el Documento Final? Un larguísimo escrito con el que las autoridades militares intentaron zanjar la discusión sobre la lucha antisubversiva y la represión estatal

El 28 de abril de 1983, después de un año de elaboración, de idas y venidas, de que muchos interesados agregaran y quitaran párrafos enteros, frases aisladas o hasta pelearan meses por cambiar un adjetivo, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional emitió el llamado Documento Final de la Junta Militar sobre guerra contra la subversión y el terrorismo.

¿Qué fue ese Documento Final? Un larguísimo escrito con el que las autoridades militares intentaron zanjar la discusión sobre la lucha antisubversiva y la represión estatal.

Un chiste de la revista Humor resume en una pequeña viñeta cuál fue la recepción. Un subordinado, con un diario en la mano, entra corriendo y sonriente a la oficina de un alto mando del ejército y le dice: "Lo conseguimos, General. Por fin todos están de acuerdo: ninguno está a favor del Documento Final".

La derrota bélica de Malvinas en 1982 mostró definitivamente la vulnerabilidad de los militares argentinos. La prensa, antes oficialista, pasó a ser flamante oposición. Las armas se dividieron y el gobierno quedó sólo a cargo del Ejército. Y la sociedad comenzó a plantear demandas y a exigir respuestas que antes no exigía. Si Malvinas había logrado poner entre paréntesis algunas cuestiones candentes, luego del fin de la guerra todos esos temas explotaron en la cara de los militares. La normalización democrática, la institucionalización, la crisis económica y "el problema de los desaparecidos".

Así se lo llamaba: El problema de los desaparecidos. ¿Qué había pasado con ellos? ¿Dónde estaban sus cuerpos? ¿Quiénes y en qué circunstancias los habían matado? ¿Por qué no se le daba una respuesta a esas madres y familiares desesperados?

La relación de la sociedad argentina con el tema de los Derechos Humanos (más estrictamente: con las violaciones a los derechos humanos) no tenía las características actuales. Faltaba mucho camino por recorrer. Hasta la manera de nombrar a las cosas era diferente. Imperaban palabras como la lucha antisubversiva, la subversión, los excesos. Faltaba un tiempo para que se instalaran las nociones de represión ilegal o terrorismo de Estado. Suelen suceder estos procesos, estas construcciones semánticas que con el correr del tiempo (y la militancia y difusión) se incorporan términos y otros se cargan de sentido o se renuevan. Algunos quedan rezagados no tanto por su imprecisión sino por quién hizo uso de ellos en su momento.

Leopoldo Galtieri y Mario Benjamín Menéndez durante la guerra de Malvinas. La derrota hizo que el militar tuviera que dejar el poder: la sociedad ya no soportaba lo que había soportado durante los oscuros años de la dictadura
Leopoldo Galtieri y Mario Benjamín Menéndez durante la guerra de Malvinas. La derrota hizo que el militar tuviera que dejar el poder: la sociedad ya no soportaba lo que había soportado durante los oscuros años de la dictadura

En 1983, a pesar de la derrota en Malvinas, si bien Leopoldo Fortunato Galtieri tuvo que dejar la presidencia de inmediato, el gobierno militar se mantuvo un año y medio en el poder. Esa transición es un período algo oscuro, poco estudiado. Las variables económicas empeoraban, el descontento social también. A su vez, mientras la Multipartidaria negociaba con los funcionarios de Reynaldo Bignone, el último militar en el poder, y se hablaba de concertación, los militares pensaban cómo salir indemnes. Las exigencias de los familiares de los desaparecidos y de las organizaciones de derechos humanos cada vez eran mayores (la Multipartidaria no hacía tanto hincapié en esta cuestión como sí lo hacía respecto al cronograma de las elecciones o el plan económico).

La dictadura sabía que se les exigía una respuesta. El Documento Final, esa necesidad de expedirse, fue fruto de esas tensiones y necesidades. El problema fundamental que enfrentaban los militares era que cualquier cosa que dijeran que se acercara a la verdad los autoincriminaba. Las dificultades no eran sólo frente a la sociedad sino también propias. Debían atender la interna militar.

El sueño del gobierno de facto era blindar a sus hombres, que en el futuro no tuvieran problemas judiciales por, utilizando términos de la época, “lo actuado en esos años”: en realidad por sus crímenes y violaciones a los derechos humanos. En ese sentido, el movimiento se completó con el siguiente (e infructuoso) paso dado por el gobierno de Bignone: la ley de amnistía. Desde junio del 82, la ilusión de perpetuarse en el poder -tal vez la única solución, la única manera de asegurarse la impunidad- se había derrumbado. Pero seguían pretendiendo conservar una dosis (muy) alta de poder e influencia. La apertura política, democrática, era inevitable, no se podía detener. A lo que aspiraban era a controlar algunos de esos efectos. Los militares hablaban de que era inviable -casi inimaginable- un Nüremberg. Ese argumento se convertía casi en una confesión cuando pensamos que en el banquillo de Nüremberg sólo estuvieron sentado criminales de guerra.

Los políticos empezaban sus campañas electorales. Los que tenían posibilidades de ganar las elecciones estaban preocupados por esta cuestión. Los analistas consideraban que si los militares no proporcionaban algún tipo de solución plausible a la cuestión de los desaparecidos, la gobernabilidad del futuro democrático se vería muy comprometida.

Reynaldo Bignone, el último militar en el poder, hablaba de concertación y los militares pensaban cómo salir indemnes. Las exigencias de los familiares de los desaparecidos y de las organizaciones de derechos humanos cada vez eran mayores
Reynaldo Bignone, el último militar en el poder, hablaba de concertación y los militares pensaban cómo salir indemnes. Las exigencias de los familiares de los desaparecidos y de las organizaciones de derechos humanos cada vez eran mayores

Tres grandes factores de poder abandonaron al Proceso en esos días: la Iglesia, la prensa y la justicia. Estas modificaciones eran perceptibles. El humor social había cambiado en esos tiempos predemocráticos y se había convertido en antidictatorial. Los militares reaccionaron de la manera previsible pero menos inteligente: endurecieron su posición. Cerraron toda posibilidad de juzgamiento o de revisión de lo que sucedió en esos oscuros años. Los movía la convicción de que no tenían que rendir cuentas ante nadie y que sólo debían recibir gratitud de la población.

El Documento Final se elaboró a lo largo de una año. Desde los primeros borradores hasta su publicación sufrió cientos de modificaciones (hasta algunos obispos dejaron su marca en algunos párrafos). El 28 de abril de 1983 finalmente se dio a conocer.

El enfoque fue el esperado. Centrar la atención en las organizaciones armadas, hacer una historia de la acción subversiva en el país, y fechar el origen de la actuación estatal en el tema en 1975 bajo el gobierno peronista. Previsiblemente, el gobierno militar no se arrepentía por lo actuado y hasta subía la apuesta: ratificaban que si se repitieran las circunstancias, actuarían de la misma forma. Se reconocía, como una posibilidad cierta, que se cometieron errores pero sin especificarlos ni darles demasiada entidad (esto concuerda con lo que se sostenía hasta ese momento: los “excesos”, otro término de época). Al mismo tiempo, declaraba muertos a todos los desaparecidos que no estuvieran en el exilio ni clandestinos. Así el Proceso cristalizaba su discurso con sus armas argumentales favoritas: responsabilidad de las organizaciones armadas, existencia de una guerra ganada con gloria, algún tipo de excesos y no mucho más.

Mientras se elaboraba, este documento tuvo un nombre secreto: Documento Delta. En el largo año de escritura, en algún momento, se consideró incorporar listas de caídos, detenidos y desaparecidos. Pero esa opción fue desechada. Tantas personas intervinieron en su redacción que el documento consiguió la hazaña de no contentar a nadie. Un frankestein textual, con discurso alambicado, con argumentos enmarañados y poco de verdad.

El Documento Final se dio a conocer en abril de 1983
El Documento Final se dio a conocer en abril de 1983

Para mejorar la recepción del Documento Final el gobierno de Bignone pensó en dos estrategias complementarias. Por un lado reavivó el temor de la agresión subversiva. Así instaló, durante los días previos, en las tapas de los diarios noticias sobre atentados, detenciones y amenazas. Por el otro lado, el gran golpe de efecto, era un programa televisivo de 45 minutos, emitido por cadena nacional, en el que una voz en off leía el mamotreto sobre imágenes documentales de acciones de organizaciones armadas, movimientos militares, planos de amaneceres cuando se refería al Proceso, tomas de la calle Florida y hasta algún paupérrimo efecto especial en el que una argentina de cartón se termina incendiando como burda metáfora de los efectos de las actividades de los grupos guerrilleros. El programa soporífero y bastante bizarro no tuvo el menor efecto.

Los militares preveían un rechazo inicial agitado por las organizaciones de derechos humanos, pero luego vendría la aceptación casi por omisión cuando se hiciera evidente que era la única solución. Equivocaron, una vez más, el cálculo.

La recepción, ya se dijo fue unánime. Todos denostaron el contenido del documento. No conformó a nadie. Ni a los propios militares. Y contribuyó a cambiar la percepción de muchas personas sobre el tema. Al dar por cerrados los hechos y sus consecuencias eliminó las esperanzas de alguna respuesta militar satisfactoria. Lo que hubiera parecido aceptable un año atrás, en abril del 83 era insoportable. Los militares no tenían entidad para brindar la versión final de lo sucedido ni para clausurar las instancias.

Los principales atributos del Documento Final (la falta de respuestas, la ausencia de verdad, la voluntad de ocultamiento y el encubrimiento de sus hombres) hicieron que su efecto sobre la sociedad haya sido exactamente el opuesto al que se buscó. Los silencios del Documento, sus carencias, sus ocultamientos, consiguieron poner en evidencia un nuevo reclamo de la sociedad. La gente pedía respuestas que hasta hacía poco no buscaba (excepto, claro está, familiares y organizaciones de derechos humanos): quería saber, necesitaba saber qué había ocurrido con los desaparecidos.

El siguiente paso de la dictadura cerró el círculo: la Ley de amnistía que pretendía exonerar a sus hombres de las consecuencias de sus crímenes. Fue un gesto final, un estertor, una formalidad que nació muerta, sin esperanzas de triunfo. La recepción del Documento Final ya había demostrado unos meses antes que la Historia se escribiría de otra manera y no por un decreto apoyado en un alambicado documental televisivo.

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