René Gerónimo Favaloro recibió la carta de su tío doctor, Arturo Cándido Favaloro, que vivía en Jacinto Aráuz, un pueblo del departamento de Hucal, provincia de La Pampa, a la vera de la Ruta Nacional 35 y a pocos kilómetros del límite provincial con Buenos Aires. Era 1949 y a su trayectoria profesional le esperaba un giro sorpresivo. Él tenía por entonces 26 años -había nacido el 12 de julio de 1923-. Criado en el barrio el Mondongo de La Plata, que debe su nombre al origen de su población: trabajadores de frigoríficos que cobraban con mondongo parte de su sueldo, su padre era ebanista, su madre modista. Hizo la educación primaria en la humilde Escuela 45 y la secundaria en el prestigioso Colegio Nacional de La Plata.
Desde los diez años, en sus vacaciones escolares se convertía en obrero cuando su padre le enseñaba y lo guiaba en el oficio de carpintería. Años más tarde diría en uno de sus libros: “Cuando escuchaba al profesor (Federico) Christmann decir que para ser un buen cirujano había que ser un buen carpintero yo pensaba que había realizado mi aprendizaje en aquel viejo taller”. Estudió medicina en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de La Plata y en tercer año comenzó con el período de residencias en el Hospital Policlínico, donde tejió un vínculo fraternal con los pacientes, la mayoría en condiciones de vulnerabilidad social.
Su preparación profesional en el centro de salud que recibía casos complicados de casi toda la provincia de Buenos Aires, según consigna la biografía de su fundación, duró dos años. Se recibió en 1949: el curso normal de su carrera lo orientaba hacia el Policlínico, donde habían trabajado sus profesores universitarios. Se abrió una vacante para médico auxiliar: se postuló y quedó en carácter de interno. Cuando quisieron confirmarlo, su destino confrontó contra su honestidad. Una tarjeta con sus datos tenía como última condición firmar su aprobación del gobierno de turno. Interpretaría ese requisito como humillante y desleal a sus principios y convicciones democráticas.
En 1949, entonces, llegó la solicitud de su tío. El doctor Dardo Rachou Vega, el único médico del pueblo, tenía cáncer de pulmón y debía internarse en Buenos Aires para realizar el tratamiento. Iba a ser un reemplazo temporario de menos de tres meses: la experiencia y la extensión del compromiso lo habían convencido. Llegó a Jacinto Aráuz en mayo de 1950. Se fue doce años después. Rachou moriría a los pocos meses, cuando su relevo ya se había involucrado en las peripecias de un punto recóndito del mapa. “La vida de los pobladores era muy dura. Los caminos eran intransitables los días de lluvia; el calor, el viento y la arenisca eran insoportables en verano y el frío de las noches de invierno no perdonaba ni al cuerpo más resistente. Comenzó a interesarse por cada uno de sus pacientes, en los que procuraba ver su alma. De esa forma pudo llegar a conocer la causa profunda de sus padecimientos”, relata la Fundación Favaloro.
Juan José, su hermano también médico, se integró a su causa. Juntos fundaron un centro asistencial y elevaron el nivel social y educacional de la región. Lo asumieron como un desafío. Convocaron a maestros, empleados, madres, padres y representantes de las iglesias para promover un cambio de paradigma en conciencia sanitaria: enseñaron pautas de salud y prevención. La sala de primeros auxilios inaugurada en 1940 se transformó en una clínica con 23 camas, una sala de cirugía y un banco de sangre viviente con donantes a disposición. El resultado: una reducción notable de la mortalidad infantil, la desnutrición y las infecciones en los partos.
En su libro Recuerdos de un médico rural, el célebre cirujano argentino recordó: “Jacinto Aráuz tenía solamente unas diez manzanas desparramadas a lo largo de las vías. Es la primera población en territorio pampeano yendo por la ruta 35. Una zona difícil, donde todo había sido conseguido con esfuerzo. Servía para demostrar cómo el hombre, con esfuerzo, puede desarrollarse y contribuir al engrandecimiento de nuestra patria”.
“Estuve doce años como médico rural en Jacinto Aráuz, La Pampa, donde aprendí el profundo sentido social de la vida. Sin compromiso social, mejor no vivir”, dijo en diálogo con la Revista Gente en 1999, un año antes de que se suicidara de un disparo al corazón, el 29 de julio de 2000, angustiado por la falta de respuestas de las autoridades y agobiado por la crisis de su fundación. Por aquellos años, Favaloro reflexionó sobre su paso por el pueblito pampeano. Creía que se había desempeñado con honestidad y ética profesional porque, tal como absorbió en su formación académica, “el acto médico debe estar rodeado de dignidad, igualdad, piedad cristiana, sacrificio, abnegación y renunciamiento”.
En 1962, decidió continuar su camino. Se había interesado en los avances de las intervenciones cardiovasculares. Su entusiasmo por la cirugía torácica no comulgaba con su trabajo devoto en Jacinto Aráuz. Maduró la idea de una especialización en el exterior: quería involucrarse en la revolución de la medicina cardiovascular. Un profesor de la Universidad de La Plata le recomendó perfeccionarse en la Cleveland Clinic. El final de la historia es harto conocido: el 9 de mayo de 1967 René Favaloro operaría a una mujer de 51 años con la técnica de bypass, una bisagra en la cardiología global.
Atrás quedaba su legado en un humilde pueblo de la estepa pampeana y sus años como médico rural. Cada 4 de julio se celebra en Argentina el Día Nacional del Médico Rural, fecha instituida por la ley Nº 25448, en conmemoración al nacimiento del doctor Esteban Laureano Maradona, y “en recuerdo de su vida ejemplar, que se une a la de todos los médicos rurales argentinos cuyas historias anónimas nos esconden sus nombres y sus desvelos”. Como René Favaloro, un prohombre argentino, que dedicó doce años de su vida a la salud de pobladores rurales.
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