Norma Jeane Mortenson Baker nació el 1 de junio de 1926 en los Angeles, California. Su madre, Gladys Baker, le había ocultado la identidad de su progenitor y desatendido su crianza. Su niñez transcurrió en la casa de un matrimonio cercano a su madre. Ella, sin recursos y con diagnóstico de esquizofrenia paranoide, la recogió a los siete años. En esa convivencia, “un amigo de la casa” abusó de la niña. Al año internaron a Gladys en un sanatorio psiquiátrico: Norma Jeane pasó a la tutela del órgano estatal, un inventario de orfanatos y familias adoptivas. Rehén de una infancia rota y turbulenta, murió a los 36 años desnuda en su bañera con un frasco de barbitúricos vacío y el teléfono descolgado. Se había cambiado el nombre: la bautizaron “la sonrisa más triste de Hollywood” y la depositaron en el altar de la mujer más deseada del siglo XX.
“Ella fue una niña abusada por su padrastro y abandonada por su misma madre. Fue la mujer que detuvo la guerra de Vietnam y se fue a entretener a los marinos”. Graciela Alfano pidió perdón por la comparación con Marilyn Monroe, pero el paralelismo es válido. Sus historias tienen conflictos en común. Esconden el contraste invisible entre lo real y lo aparente -lo íntimo y lo comercializable- e interpelan la convención de que la fama y el dinero curan, lo pueden todo: incluso sanar las miserias y las heridas de la niñez, ese tiempo vivido antes de que llegaran la fama y el dinero.
Graciela Alfano tuvo que inventar su infancia: “Porque era mejor, porque me parecía que era más lindo, que iba a gustar más que lo otro. Era muy difícil para mí. Yo no estaba preparada para hablar de temas tan duros”. Era una adolescente de 18 años cuando se coronó “Miss Siete Días” el 14 de marzo de 1971. Antes había sido portada de las revistas Gente y Siete Días Ilustrados. Después, al año, fue elegida “Miss Belleza Panamericana” en Colombia. En las entrevistas, fantaseaba: decía que tenía una familia funcional maravillosa y cuando le preguntaban sobre su vida íntima, se limitaba a describir el nombre y oficio de sus padres. “Después rápidamente pasaba al colegio donde había sido medalla de oro, la mejor alumna. Más que mentir, omitía”.
“Empezar a hablar de estas cosas no habiéndolas madurado lo suficiente, no habiendo pasado por todas las terapias y distintos caminos por los que transité para entender más profundamente todo esto, era imposible. La negación y el invento quizás eran las herramientas que yo tenía para seguir adelante. Mientras otros podían contar una infancia mejor, ponerle algún aditamento, yo tenía que dar vuelta todo. Tenía que inventar una determinada madre, un determinado padre”, relató.
Graciela Alfano siguió adelante: se considera una sobreviviente, una persona sobreadaptada. Asume haber recurrido a una máscara para sobrellevar sus traumas. Fue una niña infeliz, abusada, abandonada, y una mujer inteligente, exitosa, un ícono del erotismo. A sus 67 años (“en verdad tengo 20 años con 47 de experiencia”, aclaró) rememoró su primera vez en vida, su primer recuerdo. Es un ejercicio inspirado en el libro Me acuerdo (Ediciones Godot) de Martín Kohan, a la vez basado en escritos del norteamericano Joe Brainard y el francés Georges Perec: supone la selección arbitraria y antojadiza de postales de la niñez. Un ensayo de rememoración con predilección por la nostalgia y con un relato construido sobre un esquema de inventario. Infobae emprenderá un ciclo de notas relativas a esta temática: la infancia como el principio de todo y el recuerdo como canal de liberación.
La vedette enhebra su historia desde su recuerdo más primitivo. La primera vez de Graciela Alfano para Graciela Alfano es a los ocho meses: “Tengo una imagen de una edad muy temprana. Estaba en la cuna. Tengo la visión desde el interior del moisés. Era el pasillo de entrada de mi casa donde fuimos a vivir cuando yo nací, más o menos a esa edad, siete u ocho meses. Y no es un recuerdo impuesto, como algo que te cuentan, al contrario es un recuerdo muy vivo. Es curioso. Es más: cierro los ojos y es como si lo pudiera ver”.
El pasillo vestía lámparas de estilo art nouveau. La luz era de tono amarillento y las paredes estaban pintadas en un color maíz. Recuerda con especial precisión e intimidad el paso por ese corredor, acceso obligado en su casa del barrio de Palermo sobre la calle Aráoz, donde vivió hasta los siete años sola junto a su madre, Matilde Cassanova, una mujer culta e ilustrada. Carmelo Alfano, un ingeniero civil de profesión, era su padre. Estuvieron catorce años de casados hasta su nacimiento: él se había ido a vivir a Resistencia, Chaco, por motivos laborales y su madre se había quedado en Buenos Aires.
“Al residir en Resistencia, al estar tanto tiempo ahí, ya había desarrollado un vínculo con otra mujer. Y mi madre también se había puesto de novia con otra persona. Pero ella tenía una cosa manipulativa muy fuerte y quedó embarazada de mí. Yo fui un instrumento para la manipulación y el uso de esa relación, que ya había terminado cuando yo nací”, contó Graciela. La hija como recurso para ejercer un sometimiento psicológico y, tal vez, económico. Bajo ese artilugio, nació y creció una de las divas más emblemáticas del país.
Sus padres pasaban juntos un mes en la playa en cada verano: cada uno dejaba su pareja y simulaban la convención de una familia feliz. Pero no había felicidad. “Había muchas peleas, eran permanente porque mi madre le recriminaba tener otra pareja. El tipo de manipulación que ella manejaba era maligna”, asignó. Lilly era narcisista, cruel, ególatra. “Había un amor de mi madre hacia mí. Pero era un amor muy particular, porque ella estaba en simbiosis conmigo, estábamos tan unidas que ella no me veía como una persona separada. Mis necesidades eran sus necesidades, y sus necesidades eran las únicas que importaban”.
Alguien le contó una metáfora que adoptó. Le dijeron que una relación tóxica es como una bicicleta: cada uno ocupa un pie del pedal, pero el manubrio lo lleva una sola persona. “En este caso, mi madre. Mis necesidades no existían. Yo era un artículo, un objeto de uso, de manipulación. Entonces cuando se tenía que ir un fin de semana con su pareja, por ejemplo, se iba y yo me quedaba en mi casa siendo muy chiquitita. No éramos pobres, no sufrí abandono de recursos, yo padecí abandono de persona”.
Era una niña de cuatro años cuando su mamá se iba de su casa. No quedaba a cargo de nadie -su padre seguía en Resistencia- y nadie podía saber que ella se había quedado sola. “Es ahí donde recuerdo la heladera y buscar esa latita de leche condensada que estaba abierta. Recuerdo que estaba abierta y que tenía que tener cuidado para no cortarme. Me comía una lata de leche condensada en un fin de semana. Y trataba de ver cómo comer un huevo. Me acuerdo que se me caían al piso y se me rompían hasta que aprendí a hacerles un agujerito con un cuchillito y me los chupaba, me los comía crudos”.
Era solo una niña de cuatro años. De noche sentía mucho miedo. A veces se levantaba y salía a la calle para ver si su madre regresaba. Lo hizo hasta que un día se le cerró la puerta y quedó afuera. “Fui a tocarle la puerta a dos hermanas. Creo que me tuvieron todo el fin de semana hasta que volvió mi mamá. Recuerdo que me fue a buscar ahí porque yo no estaba en la casa. Recibí la paliza de mi vida. ¿Por qué? Había que esconder lo que ella hacía, tenía que tapar su inconducta. Me convertí en su madre en ese momento. Tenía que dejar nuevamente mis necesidades en un segundo plano porque eran más importantes sus ganas de salir, de pasarla bien, de hacer su vida. Y después de esa paliza aprendí a manejar el miedo a la noche. Me la tenía que bancar como fuese”.
De esa falta construyó una heroína. En el jardín y en la primaria, narraba historias de una súper niña. La soledad y el miedo habían estimulado su fantasía e imaginación. “Fue algo que me cubrió, me permitía crear situaciones y lograba olvidarme. Mis compañeras se acuerdan que inventaba que era súper niña y que había salvado, ponele, a alguien que iba a ser robado, a alguien que iban a matar, y yo salía volando y lo salvaba. Ellas esperaban esa historia y a mí también me gustaba contarla”.
Su relato, durante la entrevista colorido, detallado y fluido, se condensó en dos preguntas. Su infancia no asocia comidas ni sabores a ningún recuerdo. “Si no tenía nadie que me cocinara”, respondió. Su voz se volvió plomiza y descorazonada cuando repasó sus primeros cumpleaños. No hubo festejo, no existieron. “Mirá, si tuviera que contestar, te diría que mi mamá cumplía en noviembre y yo en diciembre, solo festejábamos el cumpleaños de ella. Hay que entender lo especial que era”.
Tan especial que hizo que su hija ingresara tres veces al quirófano antes de que cumpliera siete años: “A los cuatro me extirparon el apéndice. A los cinco las amígdalas. Sin anestesia eh, sentada, te las sacaban así. Y a los siete fue lo de la pierna”, recordó. El apéndice que le extrajeron era un apéndice sano, las amígdalas no estaban infectadas y su pierna izquierda estuvo a punto de ser amputada por una supuesta inflamación severa. En cada cirugía o internación había un común denominador: la aparición de su padre. La hipótesis que sostiene Graciela Alfano procura comprender la psiquis de Lilly, su madre.
“Yo calculo que lo hacía para llamar a mi papá -sospechó-. Él venía del Chaco a ver lo que estaba pasando. Eso era lo grave: yo era un objeto de manipulación para hacer que él viajara. Y desde ahí fue realmente muy doloroso. Muchas veces me decían ‘entraste al quirófano para hacerte una cirugía plástica’. Ojalá. ¿Sabés cuándo entré a un quirófano? A los cuatro años. ¿Sabés lo que era un quirófano? Te ponían una máscara, no sabías qué iba a pasar, no tenías idea, y cuando te despertabas tenías un dolor espantoso que no paraba”.
Graciela cree que el poder y el convencimiento de su madre se imponía al diagnóstico clínico. Los médicos, por alguna razón, la obedecían. Salvo en la amputación de su pierna, cuando finalmente un cirujano intervino a tiempo. “Creo que tiene un nombre esa enfermedad: tiene que ver con sentir que tiene una hija enferma, discapacitada, para sentirse importante”, estimó. Tal vez se refería al síndrome de Munchausen por poder. La Sociedad Argentina de Pediatría lo describe como “una de las formas más sutiles y enigmáticas de maltrato infantil, en donde una madre en aparente posición de preocupación y ocupación devota, provoca o simula repetitivamente la enfermedad en su hijo, manipulando a los médicos tratantes, hasta convertirlos en protagonistas involuntarios de maltrato, a través del abuso de técnicas médicas intrusivas”.
Su madre le recitaba en francés El cuervo de Edgar Allan Poe. Era una mujer refinada, culta. Le explicaba Don Quijote de La Mancha cuando tenía seis años, le contaba quién era Don Quijote, quién era Sancho Panza, qué significaban los molinos de viento. “Ella me hablaba como si yo fuera un adulto”, comprendió. Graciela le preguntaba quién era Dios y su madre respondía Mozart. “Había todo el tiempo música clásica en mi casa. Lilly tenía un oído muy fino. Con pocos compases reconocía las notas musicales. Estábamos en una mesa y quería que yo hiciera un gesto con la manito cuando escuchara, por ejemplo, La. Jugábamos a eso y era un momento realmente mágico”.
Enfrente de su casa en Palermo había un colegio y un jardín de infantes. Su madre, muchas veces, no iba a buscarla a la salida. Lo hacía un vecino, que vivía en la casa de al lado. Él tenía llaves. La retiraba y la dejaba en su casa hasta que volviera la madre. La acompañaba en la espera. Durante tres años, abusó de ella. Tenía cuatro años cuando comenzó el calvario: “Pasó de las caricias, los mimos en la cabeza, los cariños que se le pueden hacer a un niño, a la genitalidad, a tocarme de la manera que quisiera”. En sus traumas, que le demandaron cuarenta años de terapia, convivieron el color maíz del pasillo y el olor a cebolla. El olfato es un conductor de memorias: las suyas, evocadas en su infancia corrompida, tienen mal sabor.
“Me obligaba a tocar su sexo blando, porque afortunadamente -si puede existir alguna suerte en esto- era un hombre impotente. Yo recuerdo su sexo blando en mi mano chiquita, tocándolo. Y la lengua. No puedo olvidarme lo que era la penetración en mi boca por esa lengua con olor a cebolla. Eso tampoco me lo puedo sacar. Así como decía el color, ese color maíz, ese color amarillo que recuerdo del pasillo, ese olor realmente lo tengo. Tanto que si me concentro un poco lo puedo volver a oler ahora”.
El señor le mostraba revistas pornográficas y le enseñaba poses sexuales: la lesión psíquica fue tal que se acuerda las formas y el contenido. En esos fines de semana sola, recuerda estar jugando, escuchar el ruido que hace una llave al entrar en una cerradura y verlo ingresar a él. Esos encuentros perversos fueron una práctica sostenida durante su niñez: “Se agrava cuando me doy cuenta que eso que me hacía no estaba bien y se agrava más aún cuando noto que no tengo salida”. Percibió desesperación y angustia. Se sentía un monstruo porque le hacía lo mismo a sus compañeros en el jardín y en el colegio. “Los maestros primero se sorprendían, me sacaban, y después llamaban a mi mamá. Le hablaban pestes de mí, sentía que me estaban acusando de algo”, apuntó. Ya se lo había dicho a su madre: ella lo negaba, la desoía, le decía que eran inventos suyos.
Pero su padre era diferente. Carmelo -también un hombre culto a instruido- fue crucial para que cesara el abuso a su hija. En una de sus visitas a Buenos Aires, Graciela le contó lo que pasaba. Nunca más dormiría en esa casa del barrio de Palermo. “Tenía siete años y le dije cómo me tocaba el vecino. En ese momento, me acuerdo que me agarró del brazo, me subió al auto y nos fuimos a un hotel esa misma noche. Creo que pasó una semana o diez días y ya estábamos viviendo en Belgrano”. Su padre la había rescatado del infierno. Lo recuerda con felicidad: fue como si le abrieran la jaula, una suerte de liberación. Lo que no sabe es lo que pasó después: si su padre emprendió una represalia. No lo descarta.
Su padre murió en Resistencia el 14 de mayo de 1965. Estaba trabajando en el catastro de la ciudad capital de Chaco. Calificaron el caso como suicidio. Según las sospechas y los registros de época, había sido diagnosticado con un desorden mental caracterizado por una depresión endógena severa. Sin embargo, ella asegura que fue un asesinato: el calibre de las balas que provocaron su muerte no coincidían con el de las armas que encontraron en la escena del crimen ni con las que había en su casa -solía cazar en las inmediaciones de su propiedad, decorada con cabezas de animales embalsamadas-. Cuando fueron a recoger el cadáver con su madre, desde el juzgado le aconsejaron: “Señora, usted tiene una hija. Por favor, olvídese de esto y llévese a su marido muerto”.
En el expediente judicial también hay cartas suicidas teóricamente escritas por Carmelo Alfano. En ellas pedía “aliviar de toda implicancia a los que me rodean” y hasta acusaba a su hija -de solo doce años- de haberla ignorado en una misiva dirigida a su pareja de entonces: “Te ruego me perdones este mal trance y olvides esta amargura que te ocasiono. Fuiste la gran compañera de mi vida y lo único que me quedaba, pues ya sabes que hasta mi hijita me olvidó. No puedo luchar más”. Graciela jura que la caligrafía no coincide, que las letras “G” y “L” son radicalmente distintas y que hay errores ortográficos impropios de su padre. La muerte de Carmelo es una causa archivada y un misterio perpetuo.
El final de su madre, en cambio, presenta otra connotación, otro aura. El adiós de la narcisista culpable del abandono y maltrato infantil de su hija escribe un final feliz. “Aunque parezca increíble, muy feliz”, destacó Graciela. Significó la sanación o lo que ella define como su acceso a la sabiduría. “Mi madre enfermó de cáncer. Ya le habían extirpado el estómago, ya había tenido metástasis, pero su cabeza estaba perfecta. El médico le había dado entre treinta y sesenta días de vida. Me propuse que mi madre muriera en mi casa porque así lo quería como hija. Esto es lo que sentía. Yo la iba a atender. ¿Qué fue lo que pasó? Vivió un año y medio, no fueron treinta ó sesenta días. Hice todo lo que tuve a mano para que se sintiera de la mejor manera posible”, relató.
Era mediados de 2014. Graciela vivía una vida ambigua: mientras forzaba un cuento mediático escondía un drama familiar. “En esos casi dos años estuve haciendo el papel de jurado en el Bailando. Tenía que hacer distintos personajes: que estaba loca, que estaba enferma, que estaba esto, que estaba lo otro. Todas esas cosas que pasan en el Bailando, todo ese drama. Eso pasaba en mi trabajo. Pero en mi vida yo tenía a mi madre muriéndose, agonizando, y tal vez en su peor versión. Porque estaba asustada y dolida. Realmente se había puesto muy difícil. Sus agresiones, sus denigraciones, sus humillaciones, realmente era muy negativa. Era una persona brillante, muy inteligente, y sabía dónde golpear. Pero yo me mantuve. Me mantuve. Me mantuve. Dije no me va a ganar. Por más que haya tenido ideas, ¿no? La veía vulnerable. La venganza formó parte en algún momento de alguna idea mía, pero no sucumbí”.
El primero de septiembre fue lunes. Matilde Cassanova sentía un dolor agudo e integral. Pesaba 28 kilos. Estaba en su lecho de muerte. La indujeron al coma. “Entonces yo me acuesto con ella y pongo mi cabeza en su pecho y mirándola a los ojos le cuento todo lo que habíamos pasado. Es como que ella veía toda su vida y yo veía toda nuestra vida. Yo le dije que nunca perdí el amor por ella, nunca. La amé toda la vida. Le dije ‘pensá que tus ojos fueron lo primero que vi cuando nací’. Ella me dijo ‘y tus ojos van a ser lo último que voy a ver, gracias hija querida’. Y me besó. Y ese beso fue la reconciliación, fue mi carta a la sabiduría. Ahí me di vuelta. La sabiduría tiene que ver con saber discriminar lo que es importante de lo que no. Y eso es lo que aprendí ahí”.
Se quedó con ella hasta que dejó de respirar. “Se acostó una persona, pero la que se levantó fue otra”. En sus redes sociales la despidió como una mujer “bella, alegre, generosa, honesta y sabia”, “un nuevo ángel en el cielo”. Dijo que no le quedó nada por decirle: “Fue un final perfecto. Lo cuento y no puedo dejar de emocionarme. Fue algo muy profundo, como si hubiera pasado a otra etapa, como si hubiese adquirido sabiduría. Todo lo que había vivido y pasado, en ese momento se coaguló. Se prendió la luz”.
Develó el manto de su pasado, las miserias de su infancia, las falencias de su madre, el abuso que sufrió antes del 25 de diciembre de 2019, la Navidad que nació Nina, su única nieta, hija de su Gonzalo Capozzolo, uno de sus tres hijos varones. En sus años de terapia, entendió que los secretos familiares que no se hablan se repiten por generaciones. Lo hizo para limpiar su árbol genealógico y para promover la generación de conciencia: “El hecho de ser madre y padre no significa nada, hay padres malos, padres abandónicos, hay gente maligna y perversa que también es madre y padre. En este momento también hay niños que están pasando por estas situaciones de abuso y abandono”. Graciela espera que su confesión pueda iluminar la vida de muchos chicos que atraviesas situaciones similares a las que soportó.
Marilyn Monroe dijo que su nacimiento fue un error, una desgracia que se había interpuesto en el camino de su madre. Milton Green, fotógrafo y amigo íntimo de la actriz, rescató en 1974 un manuscrito que permaneció oculto en un cajón. El libro My Story: Memorias de Marilyn Monroe, publicado doce años después de su muerte, recupera un recuerdo de Gladys Baker, su madre: “Era una mujer muy guapa que nunca sonreía. La había visto algunas veces, pero no sabía exactamente quién era. Nunca me había dado un beso, nunca me había sostenido en sus brazos y apenas me había hablado”. Graciela Alfano pidió perdón por la comparación. Pero la historia de abuso, el desamparo como método y la infancia robada son analogías más reales que el pelo rubio, las curvas y el símbolo del deseo.
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