El derrocamiento de Illia, el hecho político que abrió la puerta a la violencia setentista

El 28 de junio de 1966 un golpe militar quita del gobierno a Arturo Illia y asume el teniente general Juan Carlos Onganía. Y la posición de Perón sobre la asonada militar, que dejó plasmada en un memorándum (reproducido aquí en exclusiva), una carta y una entrevista en Madrid

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Se va Illia del gobierno,
Se va Illia del gobierno, lo reemplazará Onganía.

El domingo 14 de marzo de 1965 se realizaron comicios en 20 distritos de la Argentina, para elegir 99 diputados nacionales, autoridades municipales, e integrantes en las legislaturas provinciales. El peronismo concurrió bajo el nombre de Unión Popular y obtuvo 2.833.528 votos. La boleta oficialista (Unión Cívica Radical del Pueblo), 2.724.259. Si a los sufragios de la Unión Popular se les sumaban los logrados por los diferentes partidos provinciales “neoperonistas”, el peronismo en su conjunto alcanzaba el 37,8%. A diez años de su derrocamiento, continuaba siendo el partido mayoritario y pasó de tener 8 a 52 diputados nacionales. La revista Panorama Nº 27 observó: “El oficialismo contempla con pánico la posibilidad de un triunfo peronista en 1967 (se eligen gobernadores de provincia: esos comicios serán la antesala directa de las elecciones presidenciales de 1969. Además, nadie puede asegurar que la estabilidad institucional no peligre en caso de una derrota gubernativa)”.

El clima de insatisfacción crecía en la Argentina. En julio, en una de las habituales reuniones de los comandantes en jefe de las tres fuerzas armadas, el teniente general Juan Carlos Onganía, sorpresivamente, rompió su habitual mudez. Dijo que, así como la Iglesia luego del Concilio Vaticano II se aggiornó, a la Argentina le hacía falta un “aggiornamento nacional”. No se trataba de un golpe de Estado, aclaró, sino de una “gran revolución”, una modificación de la actitud mental del país. Y siguió: “Esa revolución debe hacerla el presidente, o de lo contrario es imprescindible que la lleven a cabo las fuerzas armadas”. Onganía se preguntó en voz alta: “¿Es capaz el presidente de hacer esa revolución?”. Y, con un tono de voz más bajo, dijo y se dijo: “Creo que no”.

A fines de julio el gobierno radical reincorpora a personal militar “derrotado” por los azules en los enfrentamientos de 1962 y 1963. Entre otros el coronel Luis Perlinger, que pasaría a la historia por el destrato que le infligió al presidente Arturo Illia la noche de su derrocamiento y a su supuesta relación con el PRT-ERP, según fuentes castrenses de la época (estuvo preso entre 1976 y 1983).

En julio de 1965, el coronel Manuel Laprida, destinado en la Secretaría de Guerra -un hombre cercano al gobierno que tenía buenas relaciones con los generales Onganía y Lanusse- escribió un informe para el Secretario de Guerra, general Ignacio Ávalos: Problema: ¿Qué es necesario hacer para preservar la continuidad institucional? El trabajo contenía un listado de problemas sobre los que había que prestar especial atención: a) El vigor electoral del peronismo y las elecciones de 1967; b) la influencia peronista en el sindicalismo y los excesos de éste; c) las deficiencias de la Administración Pública y su continua pérdida de prestigio; d) la falta de decisión en política exterior y la subordinación del gobierno a la política comiteril. También trataba sobre la relevancia de la figura de Juan Carlos Onganía. A fines de julio las relaciones entre Ávalos y Onganía se habían tornado insoportables.

A medio siglo de la escritura del siguiente Memorándum Confidencial queda claro que Juan Domingo Perón –siempre bien informado—sabía que el Ejército preparaba una hipótesis de reemplazo del gobierno constitucional. Si no estaba seguro, la letra del documento dice “de acuerdo a lo conversado”, por lo tanto un enviado lo puso al tanto de lo que se hablaba en el Tercer piso del Edificio Libertador. Como hemos observado, en la intimidad, Juan Carlos Onganía y algunos Altos Mandos analizaban la hipótesis de asunción de las responsabilidades del Poder Ejecutivo. Alguien lo consultó a Perón y desde Madrid envió su Memorándum con algunas ideas, en las que el peronismo y especialmente el gremialismo, su Columna Vertebral, debía jugar un papel primordial. El mensaje llegó y decía lo siguiente:

El número de octubre de la revista Panorama trae en la tapa la foto de una tortuga que se desliza sobre el mapa de la República Argentina: “Al cabo de dos años en el poder, la inocente tortuga creada por la malicia popular, simbolizaba para la opinión pública la imagen de la gestión seguida por el gobierno del Presidente Arturo Illia”. “Lentitud”, “Indecisión”, “Inmovilismo”, “Ineficiencia”, “Vacío de autoridad”, eran palabras, conceptos, que repiqueteaban hasta el cansancio por la mayoría de las redacciones.

El 22 de noviembre de 1965, Juan Carlos Onganía decidió solicitar su pase a situación de retiro y, en su lugar, fue nombrado el teniente general Pascual Pistarini, un oficial cercano a su predecesor, hijo de otro general que había sido ministro de Obras Públicas del general Juan Domingo Perón. Dentro de una desarrollada crónica sobre la nueva jefatura del teniente general Pistarini, el semanario Primera Plana del 14 de diciembre de 1965 les decía a sus lectores que los días del nuevo comandante del Ejército no serían plácidos:

“El momento clave será la segunda mitad del año próximo, cuando sea más visible el deterioro económico y haya una perspectiva menos confusa y enigmática sobre el panorama comicial. Un 65 por ciento de los jefes militares entienden que debe propinarse un golpe preventivo... Creen, en realidad, que el peronismo ganará esa consulta y tendrá en sus manos las provincias “grandes”.

Lector de los clásicos, profesor de Historia Militar en la Escuela Superior de Guerra y con una envidiable información de lo que sucedía en la Argentina, el ex presidente Juan Domingo Perón, parafraseando a Hamlet y su “algo está podrido en Dinamarca”, el 22 de diciembre le escribió desde Puerta de Hierro al abogado cordobés Teodoro Funes: “Yo creo que los días de decisión se acercan rápidamente. Para esos días es que debemos estar preparados y la mejor preparación se llama unión y solidaridad justicialista”.

En el archivo de Juan Domingo Perón encontré una suerte de cuadernillo de varias páginas, todas unidas por broches en su margen izquierdo. Son memorándums escritos por él como resultado de consultas de aquellos días, sobre cómo terminar con el estado de cosas. No se sugiere nada, aunque se habla claramente del próximo golpe militar:

El cuadernillo se cierra con un largo Memorándum de 8 carillas, con fecha Octubre de 1965, en el que trata más ampliamente la triste situación argentina, advirtiendo que “no pongo ni acepto condiciones para mí retorno al país”. Aclara que su colaboración se debe que la Argentina marcha peligrosamente hacia el abismo como consecuencia de estos diez años sin gobierno. Expone crudamente, en la irreversible letra de un Memorándum, la necesidad previa de pacificar a la población argentina en latente estado de lucha enconada, producida desde 1955 y provocada por la intemperancia. Lo hace un lustro antes de que su Movimiento se vea infectado por la penetración castrista, aunque también advierte sobre el negativo papel de Washington en la Argentina y el continente. En la lista de los males que azotan la Argentina, Perón sostiene que “se suma hoy uno no menos peligroso: el comunismo” y les imputa a los militares “el libre acceso que se ha dado a los verdaderos dirigentes embozados del comunismo a las funciones públicas, especialmente a las universidades, en las que han actuado desde 1955 los principales agentes argentinos del comunismo internacional. Al combatir la doctrina peronista se ha dado un impulso inusitado al comunismo en el país.”

Como bien se observa en el documento, mecanografiado y corregido a mano por Perón, está escrito en octubre de 1965 y la violenta década del 70 estaba a la vuelta de la esquina. Está fechado el mismo mes en que Isabel vino como Delegada y se quedó más de medio año. Me permito preguntar: ¿Trajo Isabel el Memorándum? ¿Quién lo pidió y a quién se lo entregó?

El jueves 23 de junio, en su edición Nº 34, el semanario Confirmado (director: Juan José Güiraldes; subdirector: Félix Garzón Maceda; editor: Jacobo Timerman; jefe de redacción: Horacio Verbitsky) realizó, con inusual certeza, periodismo de anticipación:

El viernes 1º de julio (1966), a las 8 de la mañana, Buenos Aires reiteraba su imagen de todos los días… A las 11, los comunicados fueron reemplazados por una proclama: Frente a la ineficacia de un gobierno que, luego de estancar el país, lo había llevado a la más grave crisis económica y financiera de su historia, promoviendo el caos social y quebrando la solidaridad nacional, las fuerzas armadas se habían hecho cargo del poder para asegurar la existencia misma de la Nación. Finalmente, a las dos de la tarde, se informaba escuetamente que un prestigioso jefe, retirado desde hace unos meses del servicio activo, había sido invitado por las autoridades militares a ocupar la jefatura del Estado. Los hechos, en realidad, podrán tener algunas variantes de detalle, pero una historia similar a ésa puede cortar en dos a 1966”. El semanario erró por tres días. Como veremos, Arturo Illia fue derrocado el 28 de junio de 1966.

Los diarios de esos días informaban que el costo de vida había aumentado un 7,2% y que en el mismo mes del año anterior había sido de 8,7%. También se comentaba la “excepcional cosecha de trigo” del período 1964/1965. Dio 9.150.000 toneladas, sólo superada por las de 1929/29 (9.499.718) y 1938/39 (10.318.860 toneladas). En esta ocasión fue tercera pero con menos de 3 millones de hectáreas sembradas. A principios de enero de 1966 se dio a conocer la Circular 205 del Banco Central de la República Argentina que limitaba a 400 dólares las disponibilidades de cada ciudadano para cubrir sus gastos de viaje a países no limítrofes y de 200 dólares a menores de 18 años.

La caída del gobierno de Arturo Illia fue uno de los actos más inevitables de la historia argentina. Sí, inevitable, porque fueron contados con los dedos de una sola mano aquellos argentinos que rechazaron la idea de que se derrocara a otro gobierno semi-constitucional por la proscripción del peronismo. De alguna manera, los referentes más importantes de la dirigencia argentina lo aceptaron. Y, es bueno reconocerlo, a Illia le faltó potestad, templanza y muñeca para impedirlo. El gobierno radical, que había asumido con el respaldo del 25% del electorado, pese a sus buenos deseos -y la proscripción electoral del peronismo-, nunca pudo hacer pie. Como bien observaría Roberto Roth -quien llegaría a ser Secretario Legal y Técnico de Onganía- ”el Gobierno (de Illia) vivía en un mundo y el país en otro”.

La salida de Illia de
La salida de Illia de la Casa Rosada

El rumor de un golpe militar era cada más fuerte en el primer semestre de 1966. Quizás la frase que mejor refleje el estado de ánimo de algunos políticos la pronunció Enrique de Vedia: “El gobierno se merece un golpe, pero el país no”. El ex presidente Arturo Frondizi fue más contundente que De Vedia, cuando afirmó sobre los rumores de un golpe: “Lo que está por ocurrir es mucho más que un evento de esa naturaleza, ya que un golpe de Estado equivale a un cambio de hombres en el gobierno, mientras que lo que se avecina en mi país es una revolución nacional, que no será concretada exclusivamente por las Fuerzas Armadas, sino juntamente con todos los sectores de la vida nacional.” Y días más tarde, cuando asumió Onganía, declaró: “Esta revolución ha nacido con los objetivos establecidos por las nuevas generaciones.”

“La Historia secreta de la revolución”, contada por la revista Atlántida en agosto de 1965, señala la responsabilidad del golpe en “los ocho conjurados”, los jefes del Ejército más activos que provocaron la ruptura institucional, y eso, analizado décadas más tarde, no es enteramente cierto. Faltan: Perón (y sus memorándums); Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio; el nacionalismo clerical; los empresarios; jerarcas de la CGT, etc.

El 29 de mayo, durante el discurso del Día del Ejército, el teniente general Pascual Pistarini pre-anunció grandes cambios y, para los observadores y la dirigencia, no pasaron inadvertidas algunas líneas de su alocución. En especial, para el presidente Illia, allí presente: “La libertad es una declamación cuando no está avalada por el ejercicio de la autoridad”, una virtud que no se le reconocía al mandatario radical. También dijo que “en un Estado cualquiera no existe libertad cuando no se proporcionan a los hombres las posibilidades mínimas de lograr su destino trascendente […] No son los hombres ni los intereses de partidos o facciones los que señalarán rumbos a la institución que la República armó como garantía de su existencia”. Cuando terminó de hablar el silencio reinó entre los escasos asistentes que estaban en el palco y, según el relato de la revista Atlántida, el Presidente de la Nación se limitó a decirle a Pistarini: “General, después me va a explicar usted esto de falta de autoridad”. Debo decir que, llevado por lo que escuchaba de mis hermanos mayores, yo estaba entre la gente que observaba el acto y nunca olvidaré que entre el escaso público primaba una palpable sensación de indiferencia. El ministro de Defensa aconsejó pasar a retiro a Pistarini y reemplazarlo por el general Carlos Augusto Caro, pero el primer mandatario volvió a dudar. Frente a la inacción, una revista de la época expresó que “ahora resulta que Pistarini no se refirió a Illia sino a Mobutu”, el dictador del Zaire.

En las semanas previas al golpe se tanteó al embajador de los Estados Unidos, Edwin Martin, sobre cuál sería la reacción de Washington frente a un golpe militar. El diplomático habría respondido que el gobierno de Arturo Illia era constitucional y que, en caso contrario, “tendría que revisar sus políticas programadas con la Argentina” (telegrama del 12 de mayo de 1966 a la Secretaría de Estado). De todas maneras, los planificadores del acontecimiento castrense imaginaban un enfriamiento de relaciones por seis meses. Cuando se estuvo sobre la fecha del golpe, Martin viajó a su país por consejo del dirigente nacionalista Mario Amadeo, con el objeto de no avalar con su presencia lo que habría de ocurrir. Las relaciones fueron suspendidas por 18 días y Amadeo resultó embajador del golpe en Brasil.

Illia sale de la casa
Illia sale de la casa de Gobierno, derrocado.

El último mes del gobierno de Illia comenzó con una mala noticia para el peronismo: el jueves 2 de junio, La Nación publicó que “al justicialismo le fue revocada la personería jurídica”. La Cámara Electoral, en consonancia con la Corte Suprema de la Nación, sostuvo que “no es posible admitir en la vida democrática partidos que no incorporen a sus propias estructuras los mismos principios representativos que públicamente defienden” y que “hacer lo contrario sería invitar a los enemigos del sistema a gozar de sus beneficios para destruirlos desde adentro”.

El sábado 4, la Federación de Partidos del Centro (algunos de sus dirigentes votaron por Illia en el Colegio Electoral y otros colaboraban con su gobierno) advirtió: “El gobierno debe advertir que no se puede ya realizar un gobierno de partido, pues esto lo ha llevado a un aislamiento creciente que ya no satisface ni a sus propios correligionarios. O gobierna con lo que al país le queda de responsable, serio y eficiente, o la crisis lo destruirá. Y con él a las instituciones, y ésta será su tremenda responsabilidad histórica, el porvenir de varias generaciones”.

En la medianoche del lunes 6 comenzó una huelga intersindical por razones salariales, el alza del costo de vida y problemas en las cajas de jubilaciones. Como bien observó un analista, frente a la posibilidad del golpe los sindicatos intentaron “achicar la grieta que los había separado de la cúpula del Ejército en la última década” y “proteger” a sus organizaciones.

El jueves 23 se conoció que el juez en lo Criminal y Correccional Luis María Rodríguez había rechazado una denuncia presentada por el ministro de Educación, Carlos Alconada Aramburu, con el fin de interrumpir las publicaciones de las revistas Confirmado, Primera Plana, Atlántida e Imagen por violar el artículo 209 del Código Penal, al crear “un clima psicológico” propicio para una interrupción del orden constitucional. Durante la última semana del presidente Arturo Illia se sucedieron los cónclaves castrenses a la vista y paciencia de la sociedad. Nadie se movilizó para defenderlo. A menos de una semana del golpe, Confirmado (año II, Nº 53, del 23 de junio de 1966) publicó un recuadro titulado “Los cinco tópicos”:

“Un gobierno que no hizo nada en casi tres años, ¿cómo puede cumplir con este memorándum en nueve días?; uno de los generales de división que participó en la confección del documento no pudo menos que definir de este modo la inexorabilidad de un proceso. Los nueve días se cumplen mañana, viernes 24, en que los generales de división vuelven a reunirse en Buenos Aires para discutir el fin de la etapa llamada de “espera”, y considerar los pasos siguientes”.

Unos pocos acólitos fueron a
Unos pocos acólitos fueron a despedir al presidente radical tras su destitución.

Extrañamente, las portadas del domingo 26 y el lunes 27 de junio de La Nación no llevaron ningún título sobre la situación nacional. Sin embargo, a las 10 de la mañana del martes 28, Pistarini tomó la decisión de terminar con la presidencia de Arturo Umberto Illia. Previamente, relevó al comandante del Cuerpo II, general Caro, al enterarse que ese fin de semana había mantenido una reunión con los dirigentes peronistas Tecera del Franco, Serú García y su hermano Armando Caro, legislador salteño. El general Carlos A. Caro era cercano a los radicales y su detención -más el rumor de que Illia pensaba utilizar la cadena nacional para presentar su renuncia “al pueblo” y no “a los militares”- adelanta en dos o tres días la fecha del golpe (como predecía el semanario Confirmado de diciembre de 1965).

Las radios fueron tomadas por tropas del Ejército, lo mismo que los puntos neurálgicos del país. En la madrugada, en su tercera edición, La Nación publicó: “Para asegurar la tranquilidad pública ocupa el Ejército diversos lugares estratégicos”; “El Comando en Jefe informó que el doctor Illia ofreció la renuncia” y “Habrían emplazado al Poder Ejecutivo las fuerzas armadas”.

El presidente Illia terminó siendo desalojado de la Casa de Gobierno por la Infantería de la Policía Federal y se fue en un taxi a la casa de su hermano Ricardo, en la localidad bonaerense de Martínez. Tras él, se abría una nueva etapa que muchos observaron con esperanza y que terminó en una gran tragedia.

Muy lejos del lugar de los acontecimientos, en Madrid, Juan Domingo Perón hizo llamar a un periodista del semanario Primera Plana, para formular unas declaraciones. El 26 de junio, dos días antes del golpe, en una larga conversación que se realizó en la oficina de Jorge Antonio, en Paseo de la Castellana, el dirigente político argentino más importante dijo a Tomás Eloy Martínez entre otros conceptos:

“Para mí, éste es un movimiento simpático porque se acortó una situación que ya no podía continuar. Cada argentino sentía eso. Onganía puso término a una etapa de verdadera corrupción. Illia había detenido al país […] Si el nuevo gobierno procede bien, triunfará. Es la última oportunidad de la Argentina para evitar que la guerra civil se transforme en la única salida. Simpatizo con el movimiento militar porque el nuevo gobierno puso coto a una situación catastrófica. Como argentino hubiera apoyado a todo hombre que pusiera fin a la corrupción del gobierno Illia”.

El acto de asunción de
El acto de asunción de Onganía

El miércoles 29 los matutinos anunciaron que el teniente general Juan Carlos Onganía prestaría juramento como jefe del Estado, y en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, el mayor Ramón J. Camps leyó un comunicado que anunciaba que “las fuerzas armadas vienen a ocupar un vacío de autoridad”. El acto de asunción de Onganía fue presenciado por decenas de representantes políticos, empresariales, sindicales, militares y diplomáticos. Parecía no faltar nadie. Estuvo hasta el general Edelmiro J. Farrel, el ex presidente de facto entre 1944 y 1946, de quien Perón fue su vicepresidente.

El 30 de junio de 1966, en una carta dirigida al mayor Pablo Vicente, Perón le diría:

“Nosotros, de acuerdo con el consejo criollo, hemos desensillado hasta que aclare. Estamos a la expectativa y observando. Si los militares que llegan al gobierno con la oposición cerrada del radicalismo, del conservadorismo y las izquierdas, no aciertan a resolver el problema político como debe ser, no pasará mucho tiempo en estar frente a todo el país y muchos perros hacen al final la muerte del ciervo.”

“Las primeras medidas son, en general, buenas: disolución del Congreso, de la Corte Suprema, de los gobiernos y legislaturas provinciales, etc. Sobre los partidos políticos también ha sido buena su disolución, lo que nos favorece a nosotros que no siendo un partido seguiremos viviendo como movimiento nacional. Sin existencia legal pero sí con existencia real. Sobre los hombres hasta ahora designados, me parece que han comenzado a fallar y, en esta etapa, los hombres son todo un augurio un tanto negativo.”

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