Desde que supo que había contraído coronavirus, no bien el análisis de PCR sentenció el temido “positivo”, Marisol San Román, que tiene apenas 25 años, , supo que no sólo debía ponerle el cuerpo a la enfermedad, sino contar cada momento de la evolución, desnudar cómo el Covid-19 la iba atacando. Pero, por sobre todas las cosas, dejar testimonio de cómo ella se iba defendiendo con la ayuda de médicos y enfermeras.
Marisol es Licenciada en Ciencias Sociales de la Universidad Di Tella, realizó cursos de historia y cultura en la Universidad de Berlín, humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid y en artes plásticasen la Accademia d’Arte Firenze, pero es más conocida como “la paciente 130”. Era lógico, entonces, que bautizara así al libro que terminó de escribir. 158 páginas descarnadas, sinceras y directas como un golpe de knock out, que autorizó a que sea publicáramos en formato PDF desde Infobae, y también se puede leer desde sus redes sociales. Su idea: que llegue a todos.
“Recibo unos 100 mensajes a diario, y de esos, 10 me cuentan que se acaban de enterar que tienen Covid. Muchos me dicen que mi historia fue inspiracional, gente que está pasando por esta enfermedad u otras -le cuenta a Infobae-. Me parece que es una forma de contactar con ellos y dejarles algo lindo, Mi historia se hizo pública porque una amiga me pidió que haga un video contando mi caso, para que se supiera que a los jóvenes también nos podía agarrar esta enfermedad. El video se viralizó, lo vieron 5 millones de personas. Ahí vi que podía generar conciencia en la gente a través de lo que estaba pasando”.
Lo del número 130, explica, “nació en un vivo de Instagram que hicimos con mi amigo influencer y músico Goofy González. Fue una de las peores noches de mi vida: acababan de confirmarme el resultado positivo. Le metimos onda. Fue hasta cómico. Más de mil personas lo vieron en directo. Y, en ese momento tan terminal, tomé una decisión: iba a dar pelea y, sobre todo, no iba a dejar de ser feliz. Y el 130 sería mi número de lucha”.
Como sabemos, se contagió en Madrid, España, por compartir un lápiz labial con una amiga el 10 de marzo. Pero mejor, que lo cuente ella. Con sus palabras. Las que eligió para su libro, para describir sus emociones, que van de la tristeza a la alegría, del miedo al valor. Y una convicción como horizonte, que grabó a fuego en su mente, su alma, y también en la portada de su relato: “Yo voy a ganar”.
Aquí, uno detrás del otro, los párrafos más reveladores. El coronavirus en primera persona:
El contagio
Caminé por calle Serrano hasta un restaurante, uno de mis preferidos. Estaban los tres sentados en una mesa de barra alta. Le mandé un mensaje a otro amigo colombiano. Dijo que sí. Cenábamos risotto y jamón español cuando él entró. Le pedí a la novia de mi amigo que me acompañara al baño. Una mexicana adorable y ruda a la vez. Yo, pasada de copas, apenas podía caminar. Cuando salí del toilette, ella se pintaba los labios. Mi cartera había quedado en la mesa y yo no tenía lápiz labial. El diablo, dice el refrán, se cuela en los detalles.
No era ni siquiera un lápiz labial. Era manteca de cacao.
–¿No me la pasás, así me pongo algo fresco en los labios? Era rico. Sabor a coco y caramelo. Sabor a caramelo y coco.
Me relamí con esa manteca y salimos del baño.
Nos fuimos del restaurante hablando ya ni recuerdo qué.
Caramelo y coco. Coco y caramelo. A eso, para mí, tendría el sabor de la perdición.
La vuelta
–Es algo terrible, desde que empezó que vengo viendo lo que pasa en China, tienen a todos encerrados en las casas y no pueden salir.
Esa fue la primera vez que escuché algo llamado cuarentena y me parecía fuertísimo, imposible de replicar en Occidente. Una vez más me equivoqué.
Papá me compró el pasaje para volver mientras yo estaba en la última cena con mis amigos. No le importó que me quisiera quedar para ver a Ramiro.
–Marisol, mañana te volvés, no me importa que te quieras quedar, no te das cuenta de lo que está pasando.
Parecía que estar en la escena del crimen no nos permitía ver que estábamos en el medio de la tormenta.
El libro de Marisol San Román, completo en PDF.
La internación
–Agarrá tus cosas que te vas al Agote –me dijo una voz de hombre–. Ya pedimos la ambulancia.
–¿Tengo coronavirus? –pregunté.
–Diste positivo, te vas para el Sanatorio Agote –contestó eso y colgó.
Nadie más vino a decirme nada al respecto, a prepararme o algo. Nadie más se me acercó o algo. Fue la noticia más fea y fría que me dieron en toda mi vida, y ni siquiera sabía cómo se abordaba.
....
La tos empeoraba cuando dormía. Desde mi habitación escuchaba otras toses. Un coro espantoso. Algunos lloraban. Me tocó escuchar de todo esos días: una mujer gritando que por qué tardaban tanto los análisis; una chica llorando de felicidad cuando llamó a la familia:
–Al fin me voy de acá. No tengo nada.
Yo pensé que iba a tener la misma suerte.
La estigmatización
Todo el mundo sabe el significado de discriminación. Pero lo que pocos saben es cómo se siente. Enferma de Covid-19 y sintiéndome morir, también conocí en carne propia lo que era ser discriminada por enferma. En Instagram, se habían sumado miles de seguidores y también detractores. Me decían:
–No tendrías que haber vuelto. –Trajiste el virus, es tu culpa. –Ojalá te mueras.
–Leprosa y terrorista.
–Vas a contagiar a todos, hija de p...
Me sentía como un arma mortal. Me angustié: necesitaba amor y recibía, en cambio, odio e incomprensión.
Unos quisieron pensar que la última noche había sido en Buenos Aires. Había más de trescientos mensajes tremendos, y hasta uno me amenazaba con prenderme fuego.
No importa lo que me digan. Yo juré que iba a estar bien y que, aunque se me viniera un tsunami encima, iba a estar bien, en algún momento: todo pasa. Todo el dolor se iba a terminar, se iba a acabar algún día.
La soledad
La gente nos imagina a los enfermos con coronavirus como víctimas de radiación de Chernóbil. La cuarentena, para nosotros, es un aislamiento dentro de otro aislamiento. Uno está solo, muy solo, tanto que ni siquiera podés ver a tu propio médico.
Los chequeos son por teléfono. Y, básicamente, uno aprende a ser su propio enfermero. Es decir, medirte la saturación de oxígeno y la temperatura.
El oxímetro y el termómetro pasan a ser tus únicas compañías. Tus mejores amigos. De ellos depende que tu medición te salve o te sepulte.
Todo el amor llegaba hasta el otro lado de la puerta. O del otro lado del celular. Dentro del cuarto no había más que medicamentos.
Siempre digo que el coronavirus es la enfermedad de la soledad: estás completamente solo. Tenés que aprender a ser tu propio médico y enfermero: detectar cuando estás mal para dar aviso, como me había pasado ese 31 de marzo que tenía los cortes, la fiebre y ese dolor cada vez más fuerte. Tenés que aprender a medir el oxígeno: ese día estaba en 94 y las pulsaciones en 105. Algo no iba bien. Pero estaba en el lugar indicado para sanar: el hospital.
El prójimo
El 12 de mayo, llegó la noticia.
–Mi hijo dio negativo, Marisol. Él es militar y enfermero, y yo siento que fue a la guerra y volvió. ¡Volvió vivo!
Desde de que me convertí en la paciente mediática del Covid-19, mensajes como los de Rosy eran de todos los días. Por cada buena noticia, recibía diez malas. Aún así, mi trabajo –así lo sentía yo– era mostrarles a todos que al final del túnel siempre había luz.
La muerte, tan cerca
–Papá no puedo respirar. Llamá a emergencias. Se me cierra la garganta. Ayuda. Alergia.
No sé muy bien qué pasó desde ese momento. El aire que llegaba era mínimo. La visión se nubló. Y me caí.
Ruido tremendo en la puerta. Papá entró con el teléfono en la mano. Del otro lado, el doctor Villar le indicaba qué hacer: tenía su barbijo blanco N95. Ya no importaba más nada: si se contagiaba o no. Era cuestión de vida o muerte. Y eso se resolvía en esos minutos. No me quedaba más oxígeno.
–Subile las piernas a tu hija ya –le decía Villar–. Es importante que nada le obstruya el cuello.
A mi alrededor era caos, gritos. Ya no sabía si estaba viva. Si estaba en mi cuerpo o en otra parte.
Esa noche me tocaba dormir en el hospital nuevamente. Mientras el doctor de emergencias me revisaba, me di la cara contra el piso.
–Tenés que estar siempre con barbijo, aunque estés sola, no podés andar sin barbijo por el cuarto, es peligroso para tu papá.
Esas fueron las últimas palabras de aquel joven médico: “Tapate la boca y medite el oxígeno”. Esa noche me tocaba esperar a la ambulancia, sin saber qué pasaba en mis pulmones:
¿era neumonía?
¿De qué me servía tener veinticinco años?
Me sentía la persona más vulnerable del mundo.
El fin de la pesadilla
¿Cómo fue el día del negativo?
Fue el día más feliz de mi vida. Aunque, claro, que te digan que ya no tenés coronavirus no significa que se acabe el confinamiento. Además, te recomiendan, para despejar dudas, otro chequeo. Y aislarte dos semanas más.
En mi caso, pasé cuarenta y cinco días confinada: en un hospital o en mi cuarto. Dos semanas más no cambiaban nada de la historia.
El 15 de abril, después de treinta y dos días de enfermedad, derrumbada, puesta de pie, y vuelta a derrumbar, después de haber tenido fiebre a la noche, encontré, al fin, el resultado en el portal de la obra social. Hacía tres días que no paraba de entrar a la página a ver si lo cargaban, y nada.
Hasta que llegó el mail. El Mail con mayúsculas. Lo abrí, y decía, al fin, «no detectable». Mi tratamiento por coronavirus había terminado. ¿Así acababa la historia, con un correo electrónico burocrático?
Uno entra y sale de esta vida con análisis de laboratorios. Escaneos. Chequeos. Cifras alteradas. Y también, a veces, esas cifras, esos análisis, te dicen que aún no llegó tu tiempo de salida.
Entonces ¿estaba recuperada? Según la obra social, sí. Pero el doctor Villar me dijo:
–Quedate adentro dos semanas más, no te va a cambiar nada y no vas a correr el riesgo de contagiar a tu papá.
Era el día más feliz de mi vida y no había nadie a quien abrazar.
Hoy: el plasma
Estoy yendo a donar plasma. Se siente muy raro, ¿volver a un hospital después de todo lo que pasé? No encontraba una razón para hacerlo, por eso lo pensé como una obligación. ¿Cuántas cosas hicimos en la vida por inconscientes? Esta tiene que ser mi inconsciencia más consciente: salvar a tres personas que no conozco pero que sé lo que sienten. Conozco mejor que nadie su dolor. Que en este momento están tirados en una cama, al igual que yo. Que no pueden respirar, al igual que yo. Que están tosiendo, como yo tosí. Ellos, esos pacientes, somos todos uno. Son lo que quedó de mí cuando pude leer ese resultado negativo de PCR. Son la puerta que se cerró ese día, y toda la vida que sentí perder cuando estaba en su lugar. El no saber si mañana te vas a despertar. Sí, yo estuve en su lugar. Ir a donar fue el instinto maternal de querer dar vida, de sentir que los podía volver a hacer nacer, de que puedan tener una nueva oportunidad.
Muy romántico de mi parte, pero lo que más siento, camino al hospital, es miedo. Me da mucho pero mucho miedo volver a un hospital. Entré tantas veces sin saber si iba a salir y entre otras veces llevándome conmigo algo, como la bacteria del pulmón derecho. Aunque pasó casi un mes del resultado negativo, la realidad es que no me siento fuerte como para salir a la calle. El miedo hace que me tiemblen las manos, empiezo a transpirar al imaginarme un hospital. Pero la respuesta es el otro, es mi pasado, es la vida que yo viví.
El héroe
El final de la historia es el momento en que nos volvemos a ver las caras con la persona con la que inició todo esto. No, no hablo de la última cena. No sé cuando voy a volver a Madrid, ni sé si esas cinco personas que compartimos aquella noche en el restaurante vamos a volver a reunirnos.
Pero lo que sí sé es que, con él, el personaje principal de la historia, el héroe entre los héroes, hoy nos volvimos a ver las caras.
El doctor Gustavo Villar llegó el 13 de marzo a casa, hace casi exactamente tres meses, y activó mi diagnóstico como «caso sospechoso».
Y así empezó mi espiral descendente. Pero también esa decisión salvó mi vida.
Vivir
Me gusta que las historias terminen bien. Llámenme chica Disney, no me importa. Estuve días, incluso semanas, intentando desconectarme de mí misma para buscar algo más allá. Algo que me responda ese ¿por qué a mí? ¿Mi vida sería distinta si ese día fatal no hubiese llegado el doctor Villar? ¿Y si no me subía a ese avión y me quedaba esperando al mexicano en Madrid? ¿Y si no iba a esa cena o no me pasaba el lápiz de labios?
La mente tiene más poder que cualquier cosa que uno pueda imaginar. Hace más de dos semanas me decían que podía quedar paralítica por la retención de líquidos, los trombos, y no sé qué más.
Conocí de cerca el pánico, la tristeza y la ansiedad. Y ante la desesperación usé mi lema:
–Voy a vivir.
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