Dedicó su vida a trabajar en catástrofes, pero dejó todo para adoptar a una beba que vivía sola en un hospital

Pablo Fracchia intervino en el accidente de LAPA y en el "post Cromañón", en el alud que sepultó a Tartagal y también en el Líbano, colapsado por el aluvión de refugiados sirios. A la vez, luchó activamente por los derechos de la diversidad sexual. Pero todo se puso en pausa cuando apareció Mía, una nena que había sobrevivido a la muerte en el inicio de su vida. El camino de un papá hasta conocer a su hija

Pablo y Mía, a pocos días de haberse conocido, durante la marcha del Orgullo gay de 2019.

Otro día de lluvia en Buenos Aires, el cielo sigue una escala de grises y, del otro lado del teléfono, se escucha a Mía llamar a su papá. “¿Qué pasa, hijita?”, responde Pablo al balbuceo, y pide disculpas por la interrupción de la entrevista. Mía no quiere nada concreto, solo pretende recuperar la atención exclusiva del hombre que peleó por su adopción y, hace seis meses, se convirtió en su papá.

Pablo no habría podido dársela antes, durante las dos décadas en las que dedicó su vida a intervenir en desastres y crisis humanitarias: desde inundaciones feroces en el interior del país hasta el incendio en Cromañón, desde el alud que arrasó con Tartagal hasta la crisis de refugiados sirios en el Líbano, lo que hoy considera la experiencia más demoledora de su vida. Pero ahora sí puede, porque decidió dejar todo aquello para criar a Mía, una beba que sobrevivió a la muerte a los cuatro días de vida y pasó un año viviendo sin familia en un hospital de La Plata.

Pablo y su primer verano junto a Mía.

Pablo Fracchia tiene 37 años, es Licenciado en Trabajo Social y formó con Mía una familia monoparental (un hombre que decide ser padre solo, sin el marco de una pareja) en su casa de Avellaneda. La vocación de servir a otros nació cuando era adolescente: a los 15 años se inscribió como Bombero Voluntario y a los 16 conoció el trabajo de la Cruz Roja. Su idea era ser médico pero cuando empezó a ponerle el cuerpo y a ver lo que la Cruz Roja hacía en los desastres y emergencias y en el día a día en las villas, decidió estudiar Trabajo Social.

Todavía era adolescente cuando hizo una de sus primeras intervenciones: el accidente del avión de LAPA, en 1999, donde murieron 65 personas. Su tarea fue ofrecer apoyo psicosocial a los familiares de las víctimas que, desesperados y en shock, se agolpaban en un hospital. Lo mismo que hizo 5 años después cuando un incendio devoró al boliche República de Cromañón y mató a 194 personas. “Esa vez mi trabajo fue darle apoyo a los familiares, pero en la morgue”, cuenta a Infobae.

“Hay escenas que no te las olvidás nunca más. Recuerdo los celulares de las víctimas sonando dentro de las bolsas. No es fácil desprenderte de tus emociones y tener la cabeza fría para ayudar en una situación tan dramática. Tampoco era fácil volver de un infierno así, mi familia ya sabía que cuando volvía pasaba varios días encerrado, llorando, procesando. No entendía cómo el mundo podía seguir como si nada”.

Padre e hija, en la plaza, celebrando su primer Día del Orgullo juntos (Adrián Escandar)

No eran sólo los dramas aislados lo que lo convocaban sino los permanentes, porque en medio de la crisis de 2001 ya había empezado a trabajar en las villas de Quilmes, a conocer sus complejidades, a tratar de cambiar algo en una realidad atravesada por la miseria y el hambre.

Una vía de escape

Pablo lo sabe hoy, que ve con ojos de adulto los movimientos de aquel adolescente que fue. “Yo empezaba a darme cuenta de que me pasaban cosas que, entre comillas, no estaban bien. Era el final de la década del 90 y ser gay era motivo de burla, de gracia, algo indigno”, recuerda.

“La peor parte es que yo siempre había soñado con ser padre, cuando pensaba en el futuro me lo imaginaba jugando con hijos en un parque. Pero no era frecuente que los gays fueran padres y uno de los obstáculos para salir del closet era asumir que iba a tener que ceder ese sueño. Deseaba ser heterosexual y eso me daba mucha culpa. Me ayudó una psicóloga que me dijo: ‘¿cómo no vas a querer ser heterosexual si tendrías todo resuelto? No sufrirías discrminación, burlas, no tendrías problemas para casarte y podrías tener hijos’”.

El recuerdo tiene un valor especial hoy, no sólo porque Pablo terminó luchando activamente por los derechos de la diversidad en Argentina y América Latina sino porque hoy es el primer Día Internacional del Orgullo LGBT+ en que cuenta su historia como padre primerizo.

Pablo junto a Mía, su hija desde hace seis meses (Adrián Escandar)

“Todo el deseo que tenía de trascender, de dejar un legado, lo puse en la Cruz Roja”, sigue. Ya era jefe de su equipo a fines de 2003, durante un aniversario del 19 y 20 de diciembre, cuando alguien puso una bomba de estruendo en un tacho de basura de hierro y Pablo se sintió desbordado por primera vez. “No sabía qué bomba era, si iba a explotar otra, dónde. Sentí que no tenía el control, la Plaza de Mayo estaba llena. Yo también era el responsable de mi equipo”.

Pero ya había estado en la peor inundación de Santa Fe organizando la logística (2003) y siguió sumando experiencia en desastres. Siguió en el alud en Tartagal -que en 2009 sepultó con lodo gran parte de la ciudad salteña- adonde Pablo fue a capacitar voluntarios.

Sus recuerdos siempre están atravesados por algún chico: el nene de Concordia que dibujó una cruz y la pintó de rojo y escribió “gracias por cuidarme cuando mis papás no podían”. O el chico de la Villa Monte Matadero, en Quilmes, al que conoció de niño y volvió a cruzar de adolescente. “Me dijo que los sábados en el comedor habían sido muy importantes para él, que era el único momento en que podía distraerse de lo que pasaba en su casa. Que cuando pensaba en los momentos lindos de su niñez aparecían esos sábados. A veces el crecimiento y la burocracia de las organizaciones te alejan de la gente y esas pequeñas conexiones me impulsaban a seguir”.

El precio de entregar la vida personal para asistir a otros fue alto, “un gran separador de parejas para cualquier voluntario”, recuerda. Y lo entiende: él fue quien abandonó la cena de fin de año con quienes eran sus suegros cuando se enteró de una inundación de Clorinda de fines de 2015; quien se volvió de sus vacaciones en Río de Janeiro cuando supo que había varias comunidades indígenas de Salta que habían sido literalmente arrasadas por el agua.

En julio de 2015, durante la sanción de la Ley de matrimonio igualitario, de la que está por celebrarse una década.

No era sólo la forma en que ponía el cuerpo a los desastres: en paralelo siempre había militado por los derechos de la diversidad sexual, primero desde lo pequeño, después desde la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans. “Me sumé a la estrategia para lograr la Ley de matrimonio igualitario. No era personal, no sé si yo me quería casar, lo que quería era tener el derecho de poder elegir. Y quería discutir desde adentro, no desde afuera comiendo pochoclos”.

Fue un arduo trabajo impulsado por distintas organizaciones de la sociedad civil junto a las alianzas políticas que tejieron. Y dio resultados, porque en pocos días se cumplirán 10 años de la sanción de una ley que convirtió a Argentina en “punta de lanza”, el primer país de la región en aprobar el matrimonio entre personas del mismo sexo.

La recta final y el comienzo de la paternidad

Su vida como militante de los derechos LGBT+ siguió trenzándose con su vida en el medio de los desastres, porque después vino la inundación en La Plata (2013). Nadie confía en el número exacto pero se sabe que más de 80 personas murieron allí: muchas se ahogaron en el interior de sus propias casas, otras mientras eran arrastradas por una corriente feroz.

Pablo en el Líbano, en la frontera con Siria, junto a los Cascos Blancos y a representantes de la ONU.

En 2016 llegó un pedido del Líbano al ministerio de Relaciones Exteriores: necesitaban con urgencia que Argentina enviara Cascos Blancos -el organismo oficial encargado de diseñar y ejecutar la asistencia humanitaria- para colaborar con la crisis de refugiados sirios. Buscaron a Pablo por su experiencia en agua y saneamiento en desastres, Pablo dijo que sí enseguida.

Lo peor de la humanidad lo vi ahí”, recuerda. Pablo vivió dos meses solo en el Líbano, un paso obligado de los refugiados sirios para huir al Mediterráneo: un país pequeño y frágil que colapsó con la llegada de al menos un millón de refugiados, según cifras del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Pablo recuerda meses con más de 10 cortes de luz diarios, sin agua potable y basura en las calles acumulando pestes, propagando enfermedades y un olor a podrido descomunal.

Un campamento de refugiados sirios en el Líbano (AFP)

No le hizo falta saber el idioma para entender el idioma de la desesperación: “Me acuerdo de una mamá. Un grupo terrorista había entrado a su casa, habían matado a su marido y ella tenía que huir, pero tenía un bebé en brazos y otro nene de la mano y tuvo que elegir: o corría rápido con el bebé a upa y dejaba al otro, que ya no daba más, o se quedaba y los mataban a los tres. Tuvo que dejar a su hijo de 5 años y correr, nunca me voy a olvidar de lo que esa madre se vio obligada a hacer. Vi familias enteras comiendo pasto y tomando pis. Ese es el resumen de todo lo que en la humanidad está mal para mí”.

Cuando volvió lo esperaba la crecida del Río Pilcomayo en Salta, en febrero de 2018, el último desastre de su vida. “Era una zona con distintas comunidades indígenas en la frontera con Bolivia y Paraguay. El agua se había llevado todo puesto, hacía días que no comían, vivían abajo de 4 pajas, literal. Apenas llegué un nene me dio la mano y no se me despegó en todo el camino. El nene iba vomitando, no había ningún médico. Era una escena dantesca, me hizo acordar mucho a los refugiados sirios pero sucedía acá, en nuestro país. Mirá que estábamos acostumbrados pero ese día terminamos todos llorando”.

Pablo, durante la inundación de Santa Victoria Este de 2018, junto al nene que lo agarró de la mano y nunca lo soltó.

Hubo un problema con los pasaportes para el siguiente viaje al que lo habían convocado, en Bangladesh, y Pablo no pudo ir. “Menos mal”, sonríe ahora. Mía estaba llegando a su vida.

Pablo se había separado de su pareja “y fijate lo fuerte de los mandatos, porque el deseo le había ganado al miedo, yo ya sabía que podía ser padre pero lo pensaba en pareja. Y cuando me separé me pregunté: ¿y por qué? ¿por qué primero la pareja y después el hijo? Siempre había contemplado la adopción, no me importaba que fuera un niño que tuviera mi sangre, sólo pensaba en un proyecto en conjunto que nos hiciera bien a los dos”. Con esa premisa se anotó en el Juzgado de Familia número 1 de Avellaneda, también con la creencia de que siendo soltero y gay iba a quedar último en la lista.

“Fueron dos años de mucha ansiedad, de esperar algo que no sabés si va a llegar, cuándo va a llegar. Pero también dos años para entender que la decisión de adoptar implica romper con la idealización del ‘hijo perfecto’. Esa idea, que está muy presente en adoptantes, tiene que ver con esperar bebés recién nacidos, de revista, y encontrarte con que el sistema aloja niños más grandes, con distintas dificultades e historias de vida muy duras. El momento de la adopción no resetea todo el pasado vivido. El niño no solo tiene que adaptarse a nuestra mochila sino que también nosotros tenemos que ayudar a cargar la de ellos”.

Era octubre de 2019 y Pablo estaba trabajando en las bocas de acceso a la Justicia en la Villa 31 cuando el teléfono sonó: había una nena de un año y 10 meses que hacía un año estaba en un hospital. La nena había sobrevivido a una perforación intestinal cuando era recién nacida, tenía una colostomía, había pasado por una segunda cirugía y nadie en su familia biológica estaba en condiciones de hacerse cargo de ella.

Iban a entrevistar a cinco postulantes: cuatro parejas heterosexuales y a él. Pablo sintió que tenía pocas posibilidades pero igual dijo que sí.

Cuando Pablo conoció a Mía no hablaba ni caminaba. Ahora juega, baila, salta, habla como cualquier niño de su edad.

“Primero hablé con mi familia, a ver si estaban dispuestos a ayudarme. Todos dijeron que sí al toque. Fui a la entrevista con mi mamá, y me dijeron que me iban a avisar al día siguiente por sí o por no. Después nos fuimos a comer, con pocas esperanzas la verdad. Pero en medio del almuerzo sonó el teléfono, era la secretaria del juzgado. Pensé que me había olvidado algún papel, pero me dijo: ‘¿Seguís con tu mamá? No queremos que recibas la noticia solo: este llamado es para decirte que te elegimos’”.

Pablo se fue a llorar afuera, su mamá dio la noticia en el grupo de whatsapp de la familia: si todo salía bien, Pablo iba a ser papá. Al día siguiente tenía que ir al hospital a conocer a Mía.

“Creo que nos enamoramos al instante”, sonríe él. Mientras él iba todos los días al Casa Cuna de La Plata a establecer un vínculo con la nena, su familia compraba la cuna, pañales y ropa para convertir su casa “de soltero gay” en un hogar para un papá y una nena. Dos semanas después, Mía llegó a esta casa de Avellaneda.

Pablo pensó que iba a tener que ceder su sueño de ser padre, pero se equivocó (Adrián Escandar)

“Cuando la conocí no caminaba ni hablaba. Me enteré que casi se muere en una de las cirugías y que había atravesado todo el post operatorio sola. Ahí entendí lo que me dijo la jueza: ‘Te elegimos porque sentíamos que Mía necesitaba alguien que la abrazara durante un año entero'. Y eso es lo que hago desde ese día, abrazarla. Ahora camina, habla, baila, juega. Descubrió que puede descansar porque hay un otro que la protege”, dice Pablo.

Después se despide, seguro de que la cuarentena también hizo su parte para que Mía tuviera precisamente lo que necesitaba: un papá full time, con años de deseo acumulado de cuidarla.

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