[Artículo publicado originalmente en la revista Herodote. Traducción: Claudia Peiró para Infobae]
“Se los digo muy claramente: la República no borrará ninguna huella ni ningún nombre de su Historia. Ella no olvidará ninguna de sus obras. No desmontará ninguna estatua”, proclamó el Presidente de la República, Emmanuel Macron, en su alocución televisada del 14 de junio de 2020, en respuesta a la agitación que siguió al asesinato de George Floyd en los Estados Unidos, el 25 de mayo pasado.
No se trata de que el combate contra las injusticias desemboque en una reescritura caótica de la historia. El tono presidencial es firme pero la afirmación torpe. ¿Quién puede estar seguro en efecto de que los trabajos de los historiadores presentes o futuros no van a cuestionar el recorrido de tal o tal celebridad honrada por una estatua o el nombre de una calle?
De momento, no llegamos a eso. Los historiadores siguen confinados en su biblioteca y los medios chorrean zonceras e ignorancia. En el canal BFM TV, ¡una periodista declara como algo evidente que el general Gallieni habría masacrado a 500.000 malgaches, es decir un cuarto de la población de la Gran Isla en 1900!
La colonización de África fue un proyecto civilizatorio que no difiere en absoluto del de ONG como Médicos sin Fronteras
Otros comentaristas, demasiado numerosos para nombrarlos, explican el pretendido racismo del Estado francés por la colonización. ¿Saben acaso lo que fue la colonización de África? Un proyecto civilizatorio de la izquierda republicana que no difería en absoluto del de los actuales cooperantes y de “Médicos sin Fronteras”.
Esta colonización dio lugar a muchos crímenes y abusos pero en total netamente menos que los regímenes surgidos de la descolonización y apenas algo más que la cooperación actual (abusos sexuales, saqueos, desviación de fondos…).
Por un grosero anacronismo, se pinta hoy también a Colbert y a Luis XIV como odiosos racistas. El Rey Sol fue padrino de bautismo de un príncipe negro venido de Costa de Marfil y Colbert, entre sus innumerables empresas, se empeñó en limitar los abusos de los plantadores en las lejanas islas azucareras. ¿podía hacer más?
¿Se quiere perseguir a los tiranos y opresores? El campeón en todas las categorías es sin lugar a dudas el mongol Gengis Khan, cuyas conquistas habrían causado la muerte violenta de un cuarto de los asiáticos. El jefe zulú Shaka se mostró igualmente devastador a gran escala en Sudáfrica...
Queda una triste realidad: en todas las latitudes, la guerra es algo sucio. Abd-el-Kader o incluso El-Hadj Omar no tenían nada que envidiar a sus adversarios Bugeaud y Faidherbe en materia de brutalidad. Recordemos incluso que de todas las guerras, las peores son las civiles. Ninguna población sufrió sin duda más a manos del ejército francés que la de la Vendée. Se podría decir lo mismo de los irlandeses respecto del ejército inglés.
En materia de atrocidades, sólo Hitler y Mao puede rivalizar con las guerras de religión, la Guerra de los Treinta Años que desgarró a Alemania, la revuelta de los Taiping en China, la guerra civil de Rusia o el terror de los Khmers rojos. En materia de esclavitud, sería igualmente presuntuoso establecer un palmarés del horror, de la trata atlántica a la trata sahariana, con la castración masiva de los desdichados destinados al trabajo forzado en Medio Oriente.
No existe correlación entre los horrores de la historia y el color de la piel o la religión de víctimas y verdugos
Esto equivale a decir que, si deseamos honestamente clasificar y jerarquizar los horrores de la Historia, no veremos ninguna correlación entre su nivel de intensidad y el color de la piel o la religión de las víctimas y de los verdugos.
Una Historia en permanente reconstrucción
Podemos decidir sobre nuestro porvenir pero no podemos cambiar la historia y menos aun juzgarla. Podemos sólo intentar conocerla mejor a fin de comprender cómo funcionan los seres humanos y las sociedad: es el trabajo que les corresponde a los historiadores.
Éstos no terminan nunca de reescribir el pasado a la luz de nuevos descubrimientos, en los archivos y en la arqueología. En los últimos decenios, por ejemplo, fue nuestra visión de la Prehistoria así como de la Galia la que se vio trastornada por la genética y la arqueología aérea. Hemos descubierto en el hombre de Neardenthal un lejano ancestro más evolucionado y mucho menos brutal de lo que se pensaba. Mismo salto del lado de nuestros “ancestros, los galos”, más diversos y también más civilizados de lo que se creía.
Pero los historiadores también son hombres y mujeres de su tiempo. Revisitan el pasado con una mirada sesgada...
Es así como el gran historiador republicano Jules Michelet escribió su magistral Historia de la Revolución Francesa, de 1847 a 1853, esencialmente durante la Segunda República destacando el rol del pueblo. Pero en ningún momento se tomó el trabajo en su libro de evocar el decreto del 4 de febrero de 1794 (16 Pluvioso Año II) por el cual la Convención abolió la esclavitud. No porque fuese insensible a la suerte de los esclavos; muy por el contrario, él aplaudió la segunda abolición, el 27 de abril de 1848. Pero esta primera abolición no tenía para él incidencia alguna en el rumbo de la Revolución y no merecía por lo tanto demorarse en ella. Hoy, aparece como uno de los elementos centrales de la Revolución y sin duda es más conocida por los jóvenes franceses que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano o la Noche del 4 de Agosto [N. de la T: eliminación de los privilegios feudales].
Otro ejemplo: la Primera Guerra mundial fue, hasta fines del siglo XX, abordada desde los enfoques militares y políticos. Los historiadores también se volcaron sobre las causas y las consecuencia tanto políticas como económicas, sociales y culturales. Los escritores que sobrevivieron a las trincheras evocaron por su parte las condiciones de vida en testimonios de formato novelesco.
En este siglo XXI, el conflicto es mirado únicamente desde el aspecto humano. En nuestras sociedad postnacionales, los historiadores, a imagen y semejanza de sus conciudadanos, no cesan de preguntarse cómo millones de hombres pudieron ponerse el uniforme sin chistar y morir por un trozo de tela tricolor. Por lo tanto, multiplican sus investigaciones sobre los motines y examinan hasta el cansancio las cartas de los soldados.
Los caprichos de la memoria
Los gobernantes, en todos los regímenes, sociedades y épocas, se atan al pasado, pero de un modo muy distinto al de los historiadores. Ellos buscan una legitimidad sin gran preocupación por la verdad. No es el presidente Macron conmemorando “la ilustre victoria” de Montcornet, el 17 de mayo de 1940 [N. de la T: mini-contraofensiva del entonces coronel Charles De Gaulle en el marco del imparable avance alemán sobre Francia, Bélgica y Holanda] el que nos va a contradecir.
Con más prestancia, los soberanos aprecian el poder darse una ascendencia divina o heroica (Osiris, Amaterasu, Venus, Eneas, David...).
Más maliciosos, los nacionalistas recurren a la arqueología para justificar sus pretensiones. Vimos a los nazis lanzar muchas expediciones para intentar dar contenido a su teoría “ariana”.
En el mismo registro, el turco Mustafá Kemal, que despreciaba su parte de ascendencia árabe-musulmana, quiso ver en los hititas, un pueblo indoeuropeo del II° milenio antes de Cristo, a los precursores de la Turquía modesta. Su lejano sucesor Recep Tayyip Erdogan ha preferido por su parte despertar el recuerdo del Imperio Otomano, con la ambición apenas disimulada de reconstituirlo, de Libia a los Balcanes, pasando por Siria.
El sha iraní Reza Pahlevi actuó del mismo modo pero con más pertinencia al celebrar con fasto en 1971, en Persépolis, el 2500° aniversario de la fundación del Imperio Persa.
Los franceses no escapan a esta tendencia, en última instancia entendible. Se afirmó esencialmente bajo la Tercera República. Ese régimen nacido de una derrota, la de Napoleón III en Sedán, no cesó de consolidar su legitimidad frente a una masa provincial que al comienzo le era más bien hostil.
Esta legitimidad se afirmó en los años 1880 a través de símbolos: himno nacional, fiesta nacional, Panteón de las glorias nacionales, exposiciones universales, estatuaria… Subrayemos que la elevación de estatuas tuvo su Edad de Oro en esta época, cuando todas las ciudades y todos los pueblos quisieron erigir una estatua a la gloria local en cada plaza para la edificación de los ciudadanos. Un ciclo más tarde, ya no erigimos estatuas pero acondicionamos las bocacalles, es una cuestión de gusto.
La colonización francesa fue un proyecto de la izquierda republicana: educación laica y gratuita para civilizar a los campesinos y colonialismo para civilizar a las razas inferiores
La Tercera República se construyó también en torno a dos proyectos unificadores. El primero fue la educación pública laica, gratuita y obligatoria destinada a unir en un solo pueblo a poblaciones tan diversas como los bretones, los flamencos, los corsos, los vascos, los auverneses, etcétera. El segundo, la constitución de un imperio colonial destinado a difundir los “valores universales” encarnados por la República Francesa.
Es comprensible que esos dos proyectos que apuntaban, uno a “civilizar a los campesinos”, y el otro a “civilizar a las razas inferiores”, hayan sido impulsados por el mismo estadista, Jules Ferry.
Éste fue magníficamente asistido por los pedagogos, como por ejemplo Augustine Fouillée que publicó en 1877, con el seudónimo G.Bruno, El tour de Francia de dos niños. Ese manual de lectura sirvió para la educación patriótica de todos los escolares franceses hasta 1940 e incluso más allá. Logró la proeza de contar la historia y la geografía del país sin evocar a los soberanos ni a la religión (no se bromea con la República). Como los manuales de Historia de Lavisse, Malet e Isaac, contribuyó a forjar un zócalo común de conocimientos y de referencias para todos los jóvenes franceses sin impedir a los universitarios desarrollar una reflexión contradictoria y más profunda.
Más tarde, al finalizar la ocupación alemana, la Liberación llevó a los franceses a una ola de depuración. Nadie vio inconveniente en des-bautizar calles con nombres de ex colaboradores, empezando por el mariscal Pétain y Pierre Laval. Otra ola de depuración había tenido lugar bajo la Convención, en 1793 y 1794, tras la caída de la monarquía, con destrucción de algunas estatuas, monumentos y obras de arte y el cambio de nombres de calles y plazas.
Napoleón no tiene ninguna calle ni estatua con su nombre en Francia pero es el francés más célebre del mundo
¿Quién se acuerda aún que en París la plaza de la Concorde y la plaza de Vosges se llamaban plaza Luis XV y plaza Real respectivamente? Y, después de todo, ¿qué importancia tiene? Napoleón Bonaparte no tiene ninguna calle ni estatua con su nombre en Francia (con muy escasas excepciones: Ajaccio, Laffrey y La Roche-sur-Yon). Esto no impide que sea el francés más célebre en el mundo entero, para bien y para mal.
Delirios de la depuración
La depuración es el negativo de la memoria. También se ha dado en todos los tiempos. Desde el Egipto faraónico hasta los talibanes de Afganistán, no acabaríamos de enumerar las inscripciones borradas a golpe de punzón en la piedra y las estatuas demolidas con pico o explosivos. [...]
Evidentemente, los ruidosos que destruyen estatuas como las de Schoelcher en Martinica o arruinan las de De Gaulle o Gallieni están lejos de estas consideraciones o bien les importan un comino. Apurados por borrar la memoria del pasado en virtud de un credo abrevado en las redes sociales, usan la violencia como muchos otros lo hicieron antes que ellos. Sus reivindicaciones a veces son fundadas.
En Bristol, Inglaterra, es raro que los ediles de fines del siglo XIX hayan creído bueno honrar de todas las maneras posibles a un mecenas, Edward Colston, cuya fortuna venía de la trata de negros. Es como si Medellín, en Colombia, erigiese estatuas a la gloria del narcotraficante Pablo Escobar.
Más sutilmente, se puede cuestionar la estatua del filántropo Victor Schoelcher destruida en Fort-de-France el 22 de mayo de 2020. no debido a su persona, sino por la estatua misma. Esta obra de bella factura artística erigida en 1904 muestra a Schoelcher acariciando la cabeza de un niño negro cargado de cadenas. Hay en ello una actitud paternalista que puede ser vista como humillante por los descendientes de esclavos. Lo pertinente hubiese sido que los representantes del departamento o de la ciudad se hubiesen ocupado de la cuestión y relegado la estatua a un museo antes de que unos vándalos la destruyesen.
Por el contrario no pasa lo mismo con el derribo en Estados Unidos de la estatua del general Robert E. Lee, jefe del ejército sudista, ya que éste era pese a todo hostil a la esclavitud y de una estatura moral muy superior a la de la mayoría de los generales nordistas.
En Francia escuchamos voces que se elevan contra el nombre de un general de la Revolución, Dugommier, dado a una estación del subte parisino. Hasta donde sé, este general se destacó por bellas acciones y por una gran generosidad hacia el enemigo. Su única culpa fue nacer en Guadalupe, en el seno de una familia propietaria de una plantación y de esclavos.
El desafío es el mismo en cuanto a los plantadores virginianos que llevaron a los Estados Unidos a la independencia, como George Washington y Thomas Jefferson. Espíritus generosos, sólo tenían la culpa de no haber elegido ni el lugar ni la época de su nacimiento.
Y cuidado con el pescador pescado. Si debemos demonizar a un personaje histórico por ese solo hecho, habría que enviar al infierno al héroe absoluto de todos los antiesclavistas y apologistas de la “raza negra”, el gran Toussaint Louverture en persona, que llevó a Santo Domingo a la independencia con el nombre de Haití.
Emancipado por su dueño, pudo establecerse como “libre de color” y poseyó hasta veinte esclavos. No había nada de excepcional en esto en las Antillas francesas en el siglo XVIII: por nacimiento o por emancipación, algunos mestizos y negros llegaban a comprar y poseer esclavos.
Como la estupidez humana es infinita, Einstein dixit, no faltan los que se indignan porque algunos bellos inmuebles del siglo XVIII, en Nantes o en Bordeaux, están adornados con mascarones (figuras de piedra sobre las ventanas) con la efigie de esclavos negros o de reyes exóticos.
Con ese criterio, deberíamos también depurar nuestros museos y nuestros libros de todas las representaciones mínimamente caricaturescas de negros, pero también de orientales, de pelirrojos, de feos, de brujas, de obesos, de afeminados, etcétera, etcétera.
En cualquier caso, la discusión es imposible con militantes -los hay- que apuntan a la destrucción de la Nación y más ampliamente de nuestra cultura. Esos no merecen más interlocutores que la policía y la justicia.
En cambio, invitamos a nuestros conciudadanos sinceros que sueñan con una gran fraternidad en el marco nacional, a revisar juntos el gran “relato nacional” de la Tercera República integrando en él a todas las bellas personalidades que honraron a Francia -y recíprocamente-, desde Louis Delgrès a Kofi Yamgnane, pasando por Alexandre Dumas, Alain Mimoun y Zinedine Zidane.
Asumamos la fórmula de Napoleón: “De Clovis al Comité de Salvación Pública, me siento solidario con todo”
No excluyamos a nadie, al modo del muy consensuado Museo de la Historia de Francia instalado por Louis-Philippe en Versailles, donde están representados todos los grandes momentos de todos los regímenes. Asumamos la fórmula de Napoleón: “De Clovis al Comité de Salvación Pública, me siento solidario con todo”, y dirijamos la frase de Ernest Lavisse a todos nuestros escolares, sin distinción de origen o de clase: “Niño, amarás a Francia porque la naturaleza la hizo bella y la historia la hizo grande”.
El autor es historiador y director de la revista Herodote
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