Los últimos días de Manuel Belgrano: sus enfermedades, la ingratitud y una muerte en soledad

Gravemente enfermo, sufrió la indiferencia del gobierno, y solo encontró consuelo en sus hermanos y en unos pocos amigos. Esta es una crónica que habla de los injustos días finales del creador de la bandera

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Manuel Belgrano, miembro de la
Manuel Belgrano, miembro de la Primera Junta, creador de la bandera y de la escarapela, el protagonista de esta historia.

Fue un viaje lastimoso, sometido al incesante bamboleo de la volanta, en la que Manuel Belgrano no encontraba acomodo. Corría 1819 y el general, que aún no había cumplido los 50 años, se dirigía a Buenos Aires a morir.

Junto a él estaba su médico, devenido en amigo, Joseph James Thomas Redhead, un escocés llegado a Buenos Aires en 1805, y que entonces creyó oportuno declarar haber nacido en Connecticut para no ser molestado por su condición de inglés.

Por 1809, Redhead se estableció en Salta. Este médico estudió en el norte diversas enfermedades, como el paludismo, el tifus y la malaria y fue uno de los primeros en ocuparse en relevar la flora y la fauna local y en hacer los primeros estudios geológicos y barométricos, alentado por su amigo el barón Alexander von Humboldt.

Cuando los realistas invadieron Salta, Redhead fue a Tucumán, donde conoció a Belgrano y, por recomendación de Güemes, se ocupó de su salud. Acompañó al creador de la bandera en las batallas de Salta, Vilcapugio y Ayohuma, combates en los que se desempeñaría como cirujano. Con Belgrano serían muy buenos amigos.

Ahora lo acompañaba en ese carruaje, junto al capellán Villegas y sus ayudantes, los sargentos mayores Jerónimo Helguera y Emilio Salvigni, quienes debían cargarlo cuando llegaban a una posta, ya que sus miembros terriblemente hinchados a causa de una avanzada hidropesía, le impedía moverse por sus propios medios.

Cada bache, zanja y cada brusco tironeo de los caballos suponía para Belgrano una inevitable laceración.

Solo en el norte

El 28 de septiembre de 1819 le había pedido al director supremo José Rondeau ser relevado del mando del Ejército del Norte por su enfermedad. En agosto de 1816 se había vuelto a hacer cargo de ese ejército, acantonado en La Ciudadela, una suerte de destacamento ubicado a veinte cuadras de la plaza de San Miguel de Tucumán.

Vivía en un rancho miserable construido por sus propios soldados, con techo de paja y piso de tierra. Los pocos muebles con los que contaba habían sido hechos por la maestranza del ejército y su cama era un catre con un delgado colchón, que permanecía doblado, salvo las dos o tres horas por noche en que lo usaba.

Batalla de Salta, uno de
Batalla de Salta, uno de los triunfos de Belgrano en el norte.

Por la mañana recibía a su jefe de estado mayor, el general Francisco de la Cruz, con quien discutía las órdenes del día. Ya después había poco para hacer, salvo despachar correspondencia y pasar las tardes en el jardín y en la huerta destinada a la manutención de la tropa, ya que desde Buenos Aires hacía tiempo que no le mandaban ni un peso. Se alimentaba muy liviano, ya que a veces tomar un simple caldo le suponía una descompostura de proporciones.

Cuando Rondeau les ordenó a San Martín -ya en plena campaña libertadora- y a Belgrano regresar a Buenos Aires para hacer frente a los díscolos caudillos del interior que se habían levantado contra el poder central porteño, el primero ni se tomó el trabajo de responder. Belgrano, a regañadientes, envió a de la Cruz.

Él se estableció en el campamento de Cruz Alta, en Córdoba. Le volvió a escribir al gobierno. “Muchos días pasan que absolutamente no tengo que dar de comer, ni aún a los jefes…”. Sin embargo, le respondieron que el Tesoro estaba exhausto, “pero tenemos esperanzas de poder reunir dentro de unos días 15 o 20 mil pesos”. Nunca le llegaría nada.

Tamaña impresión se había llevado el gobernador cordobés Castro cuando Belgrano lo visitó. Vio con la dificultad con la que respiraba, aún más cuando dormía. Había mañanas en las que no podía calzarse las botas por la hinchazón de sus pies. El gobernador le mandó al médico Francisco Rivero, quien diagnosticó síntomas de una hidropesía avanzada.

Rondeau aprobó el pedido de relevo. Deseaba ir a Tucumán a conocer a Manuela Mónica del Corazón de Jesús, la hija que había tenido con la bella tucumana María Dolores Helguero, y que había nacido el 4 de mayo de ese año.

Manuela Mónica Belgrano, la hija
Manuela Mónica Belgrano, la hija tucumana que se criaría con su familia.

Adiós a las armas

Lo más desgarrador fue la despedida de sus soldados. Les dejó una carta: “Me es sensible separarme de vuestra compañía, porque estoy persuadido de que la muerte me sería menos dolorosa, auxiliado de vosotros, recibiendo los últimos adioses de la amistad. Pero es preciso vencer los males y volver a vencer con vosotros a los enemigos de la Patria que por todas partes nos amenazan. Voy, pues, a reconocer el camino que habéis de llevar, para que os sean menos penosas vuestras fatigas, en nuestras marchas que tenéis que hacer. Nada me queda que deciros, sino que sigáis conservando el justo renombre que merecéis por vuestras virtudes, ciertos de que con ellas daréis glorias a la Nación y corresponderéis al amor que os profesa tiernamente vuestro general”.

Pero sus padecimientos no terminarían ahí.

Detenido en Tucumán

Estando en Tucumán, el 11 de noviembre estalló una revuelta, encabezada por el capitán del regimiento 9 Abraham González junto al coronel de milicias Bernabé Aráoz. Los complotados, como creían que la presencia del general en la ciudad podría echar todo a perder, fueron a detenerlo.

“¿Es que necesitan mi vida para asegurar el orden? Pues, ¡quítenmela!”, dijo Belgrano. La gritería alertó al doctor Redhead que impidió que le pusieran grillos. Para convencerlos, el médico corrió las cobijas y mostró las piernas y pies hinchados. Aun así, dejaron un centinela en la puerta.

Nadie lo visitaba, todos se cuidaban en evitarlo. “Yo quería a Tucumán como a la tierra de mi nacimiento, pero han sido aquí tan ingratos conmigo, que he determinado irme a morir a Buenos Aires”. Le solicitó al gobernador Aráoz caballos para su carruaje, pero se los negó. Fue su amigo José Celedonio Balbín quien le prestó 2500 pesos.

El gobierno me debe algunos miles de pesos de mis sueldos; luego que el país se tranquilice le pagarán a mi albacea, el que queda encargado de satisfacer a usted con el primer dinero que reciba”, le prometió al desinteresado amigo. A fines de marzo de 1820 ya estaba en su casa en Buenos Aires, en la misma en la que había nacido, esa mansión señorial, lujo de la Buenos Aires colonial, que sería demolida en 1909.

La casa de Manuel Belgrano,
La casa de Manuel Belgrano, donde nació y donde murió. Estaba en avenida Belgrano al 400 y fue demolida en 1909.

Lo atendían sus hermanos, especialmente el cura Domingo Estanislao y Juana. El médico Juan Sullivan, uno de sus vecinos, lo distraía ejecutando el clavicordio y además recibía algunas visitas, como la del general Lamadrid. Una vez quisieron llevarlo de paseo a San Isidro, pero debieron regresar por los intensos dolores.

El gobernador interino Ildefonso Ramos Mejía, sabiendo de su situación, le hizo llegar unos pocos pesos. Belgrano volvió a reclamar un adelanto de todos los sueldos que el Estado le adeudaba. La Junta de Representantes, quien tomó el tema en sus manos, rechazó su solicitud.

También llegó a visitarlo su amigo Balbín, a esta altura tan pobre como él. Sobrevivía en la ciudad cobrando cuatro pesos por mes por dar clases particulares de español, francés y latín.

El 25 de mayo dictó testamento. Pidió ser enterrado con el hábito de los dominicos, y declaró que era soltero y que no tenía descendientes. A su hermano Domingo Estanislao, a quien nombró su heredero, le habría dejado el secreto encargo de encargarse de la educación de su hija Manuela Mónica. La chica viviría toda su vida con los Belgrano. Tendría una muy buena relación con el otro hijo natural de Belgrano, Pedro Pablo, nacido el 29 de julio de 1813, producto de un romance con Josefa Ezcurra, cuñada de Juan Manuel de Rosas, quien lo adoptó.

Fallecimiento de Manuel Belgrano, asistido
Fallecimiento de Manuel Belgrano, asistido por el médico Joseph Redhead.

A su amigo Redhead le regaló el único bien que le quedaba: un reloj de bolsillo de oro y esmalte, con cadena de cuatro eslabones con pasador, con el monograma “Belgrano” grabado, obsequio del rey Jorge III de Inglaterra. Lo tenía colgado en la cabecera de su cama. “Es todo cuanto puedo dar a este hombre bueno y generoso”, le dijo al médico.

El 19 se despidió de su hermana Juana. Falleció el martes 20 de junio a las 7 de la mañana. El 3 de ese mes había cumplido 50 años. Según Bartolomé Mitre, sus últimas palabras fueron “Ay, Patria mía”.

Se lo amortajó tal cual lo había indicado y en un humilde cortejo integrado por sus hermanos y unos pocos allegados llevaron el modesto ataúd de madera de pino, cubierto por un paño negro, unos pocos metros que separaban su casa del convento de Santo Domingo. Lo depositaron a un costado del altar.

Cuando los doctores Sullivan y Redhead realizaron la autopsia, comprobaron que el corazón era de un tamaño “pocas veces visto”; el hígado y el bazo también estaban agrandados, los pulmones colapsados y tenía mucho líquido en el abdomen. Era un cuerpo maltratado; su juventud había padecido de sífilis, en el norte tuvo paludismo y sufría de insuficiencia cardíaca. Sullivan propuso conservar el corazón, pero no se lo permitieron.

El 27 de junio fueron los funerales, en el patio del convento. Para la lápida se usó un mármol de una cómoda que había pertenecido a su madre. “Aquí yace el general Belgrano”, grabaron.

El desmadre institucional en el que estaba sumido el país fue el responsable de que el 20 de junio fuera conocido como el día en que Buenos Aires tuvo tres gobernadores: Ildefonso Ramos Mejía, Miguel Estanislao Soler y el Cabildo. A nadie le importó la muerte de Belgrano, ni aún cuando se enteraron, porque en la ciudad todo se sabía.

Ni los diarios La Gaceta ni el Argos se hicieron eco de la noticia. Solo el Despertador Teofilantrópico del padre Francisco de Paula Castañeda, fue el único que lo recordó. “Porque es un deshonor a nuestro suelo; es una ingratitud que clama al cielo, el triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al río. En esta ciudad, al ciudadano, Ilustre general Manuel Belgrano”.

Juan Manuel Beruti, en sus Memorias Curiosas, escribió sobre el funeral que “por las convulsiones que desde su fallecimiento han sobrevenido a esta ciudad y no tener el Cabildo fondos con qué costearlo, pues lo había ofrecido hacer por su cuenta, y de un día a otro, se ido pasando sin haberlo efectuado”.

Tarde pero seguro

El domingo 29 de julio de 1821 el gobierno organizó los funerales en su homenaje, donde un grupo de altos oficiales trasladaron un féretro, figurando que llevaba los restos de Belgrano. Un largo cortejo, escoltado con mucha tropa, recorrió la ciudad; en la Catedral se ofició una misa, y Valentín Gómez rezó un responso.

El mausoleo de Manuel Belgrano,
El mausoleo de Manuel Belgrano, en el convento de Santo Domingo.

El 20 de junio de1903 se inauguró su mausoleo. Cuando exhumaron sus restos, dos ministros fueron sorprendidos sustrayendo dientes del prócer y debieron devolverlos.

Cuando Belgrano triunfó en las batallas de Tucumán y Salta, la Asamblea del Año XIII lo premió con 40 mil pesos fuertes, que donó para la construcción de cuatro escuelas, que se harían entre 1974 y 1997. El reloj que le había regalado a su médico fue robado en 2007 del Museo Histórico Nacional. Verdad o leyenda, nunca más apropiada la frase que Mitre le atribuyó al prócer: “Ay, Patria mía…”.

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