La guerra había terminado. El 14 de junio se firmó el acta de rendición. El general Mario Benjamín Menéndez tachó la palabra “incondicional” que acompañaba al término “rendición” y suscribió. El punto 7 de ese acta determinaba que las tropas argentinas volverían al continentes en buques y aeronaves argentinas. Pero ese punto no pudo cumplirse. Miles de soldados argentinos salieron de las Islas Malvinas en buques británicos.
Los ingleses estaban deseosos de que las tropas de su enemigo dejaran el lugar del conflicto cuanto antes. Y ante la imposibilidad de su contendiente de hacerlo, dispusieron las medidas para llevar adelante su voluntad.
El Canberra, un enorme trasatlántico, fue la nave que más soldados trajo de regreso. El 19 de junio de 1982, 4.136 soldados argentinos arribaron a Puerto Madryn. Los recibió la oscuridad y el silencio. Pero en el camino, mientras eran trasladados en camiones, apareció una pequeña multitud local que hacía flamear banderas. Hubo cantos, llantos, besos al aire y gritos de agradecimiento. Los jóvenes soldados sonreían y devolvían el cariño lanzando al público algunos objetos que traían con ellos y que los habían acompañado en Malvinas. Recibían a cambio bebidas calientes, chocolates, pan y facturas.
Con el cese del fuego, a los soldados los invadió una mezcla de sensaciones. Por un lado el abatimiento por la derrota, por el esfuerzo inmenso, al límite pero inútil. Por el otro, el alivio. Estaban a salvo, ya nada les podría pasar. Con firmeza, los ingleses los desarmaron y los alojaron en distintos galpones y depósitos. Les dieron de comer. Al regresar a Puerto Argentino, muchos soldados descubrieron que había galpones repletos de comida y de prendas de abrigo que no habían llegado hasta ellos. Otra manifestación de esos graves problemas logísticos fue que la organización del regreso al continente se demoraba.
Los argentinos fueron llevados en grupo hacia lanchas que los dejaron en el inmenso Canberra.
Al subir al barco a cada uno se le asignó un sector determinado del que no podrían moverse. Les dieron unas tarjetas de cartón como las que sirven para identificar el equipaje que tenían escrita una letra mayúscula enorme que señalaba la sección del barco en la que debía permanecer. A algunos les tocó estar en camarotes individuales o dobles; a otros en colchones en el piso alfombrado del gran salón de baile del barco. De cualquier manera, el piso mullido, el calor de la calefacción, la posibilidad de una ducha caliente y las comidas balanceadas conformaban un panorama infinitamente mejor al que atravesaban unas escasas horas antes, en las trincheras húmedas y heladas y bajo el fuego enemigo. El Canberra era un trasatlántico que había funcionado durante décadas como crucero comercial y había servido para trasladar tropas inglesas hasta Malvinas.
Más de 4.000 soldados pisaron tierra firme en el Canberra. Se trataba de uno de los más asombrosos casos de resurrección naval de la historia. Menos de un mes antes, el 25 de mayo, la prensa nacional a instancias de la Junta Militar había informado que el buque inglés había sido gravemente dañado en un ataque aéreo. El Canberra pasó del naufragio seguro a transportar a miles de argentinos. Los ingleses no se privaron de recordarles a los argentinos la situación cuando preguntaban dónde eran llevados: “Al barco que ustedes no hundieron”, respondían con sarcasmo.
La organización en el barco era absoluta. Los turnos estaban determinados con precisión. La comida era abundante y venía acompañada por un cigarrillo por persona para ser fumado luego de la ingesta. Cada turno duraba media hora. Puntualmente, había que desalojar el lugar para que ingresara la siguiente tanda.
En las primeras horas reinaba el silencio y el recelo. Los ingleses daban secas órdenes en su idioma. Pero con el correr de los días, la tensión fue desapareciendo. Y los argentinos les iban enseñando algunas palabras en español que ellos repetían con esfuerzo. La orden era que los argentinos en los pasillos debían transitar por la izquierda. Como esa palabra no les salía -la conjunción de la z con la q les resultaba imposible- alguien les enseñó un sinónimo: “Zurda”. Así se los escuchaba a los ingleses gritar por los pasillos cuando se cruzaban con un grupo de argentinos: “Por zurdau, por zurdau”.
En el menú siempre había una gran taza de café con leche caliente. Los argentinos luego llegaron a la conclusión que la infusión debía tener somníferos porque una vez que llegaban a sus camas dormían profundamente. El cansancio acumulado y la tensión que había aflojado también pueden justificar esos sueños prolongados.
Los argentinos coinciden en que en el Canberra (y en los otros barcos que los trasladaron hasta el continente) fueron bien tratados por los ingleses. Se le brindó atención médica a quienes lo necesitaban, se los alimentó y se los trató dignamente.
Además de carteles con escritos en un castellano tropezado en el que estaban las normas y órdenes que debían respetar como prisioneros de guerra, también había otros en los que se consignaban los resultados diario del Mundial de Fútbol en España.
Entre los comandantes de la Junta Militar, que estaba a punto de caer (hubo unos días en que las distintas armas pelearon por quién debía ser el sucesor de Leopoldo Fortunato Galtieri), hubo muchas dudas en permitir que un barco inglés tocara un puerto en el país por más que trajera más de cuatro mil compatriotas. Finalmente, primó la cordura y el Canberra fue autorizado.
Después de cuatro días de navegación, el barco llegó a Puerto Madryn. “Bajamos del barco y entre las filas de soldados vi dos chicos que habían estado en mi compañía y que yo pensé que estaban muertos. Ellos creían lo mismo sobre mí. Habíamos viajado juntos y no nos habíamos enterado. Fue algo impresionante, como encontrarse entre fantasmas, entre gente que volvía de la muerte. Nos mirábamos sin poder creerlo, nos revolcábamos por el piso, abrazados, llorando. Nos subieron a los camiones y vi por primera vez la ciudad de Puerto Madryn: me pareció la ciudad más linda del mundo”, contó uno de los conscriptos recién regresados del conflicto bélico a Daniel Kon en el libro -que fue un extraordinario best-seller en su tiempo- Los chicos de la Guerra.
El Canberra no fue el único barco que sacó a los más de 11 mil combatientes de las Islas Malvinas. El ARA Bahía Paraíso trasladó 1.661 hombres; El Northland, 1.992; El Almirante Irízar, casi mil; y el Saint Edmund, otros 700 hombres.
Algunos soldados aseguran que los oficiales argentinos les dijeron que la población tal vez los iba a apedrear por volver derrotados. Del barco fueron de inmediato a camiones con las lonas bajas cubriendo todo el interior. No se avisó a la población local del arribo del contingente. Pero en una ciudad no tan grande y extremadamente sensibilizada, el movimiento de soldados y la actividad frenética en el puerto puso a sus habitantes en alerta. Espontáneamente salieron de sus casas y al costado de las calles vivaban a los soldados. Estos empezaron a asomarse por detrás de las lonas, incumpliendo con las órdenes recibidas. Los oficiales se habían equivocado. La gente los recibía con afecto. Se abalanzaban sobre los camiones para darle pan a esos jóvenes que apenas alcanzaban los veinte años.
Las lonas ya no se bajarían. Esa jornada es conocida como “El día que Puerto Madryn se quedó sin pan”. Sus habitantes agotaron las existencias en las panaderías y se las ofrecieron a los soldados que regresaban de Malvinas. “La gente nos recibió como si hubiésemos ganado. Se acercaban, nos daban comida, pan, nos tiraban chocolates a los camiones. Paramos en un club, nos daban sandwiches y mate cocido. Venían a vernos todos, nos pedían algo, un recuerdo, lo que fuere: yo entregué el sombrero y un rosario a una familia que me había invitado a su casa. No sé quiénes eran, vivían en la esquina del club”, le contó Luis Daniel Bigot, soldado del Regimiento 7, oriundo de La Plata a Infobae.
El fotógrafo Alberto Rossi de Clarín supuso que el barco llegaría a Puerto Madryn (la otra opción era Bahía Blanca). Se instaló en un hotel con vista al puerto y esperó. Los movimientos le confirmaron que no se había equivocado, que su instinto lo había guiado bien. Esperó que pasaran algunos camiones y sacó una foto en la que se ve a cinco soldados asomándose por la parte trasera de un camión. El titular del diario al día siguiente fue: “Volvieron 4.172 soldados argentinos de las Malvinas”.
El contingente estuvo unas horas en la ciudad y de nuevo en camiones fue trasladado a Trelew. Allí en aviones de Austral volaron hacia Buenos Aires. Arribaron en medio de la noche a Palomar. El procedimiento fue similar al del Sur. Silencio, sin medios periodísticos, ni ninguna información oficial. Los soldados rápidamente subidos a un camión y las lonas bajadas de prisa. Un largo convoy atravesó la noche con destino a Campo de Mayo.
De todas maneras el movimiento, tanto en Palomar como en la ruta, alertó a varias personas.
“Me acuerdo que en un momento paramos en una barrera y, desde una parada de taxis, los taxistas nos preguntaron de dónde veníamos. Les dijimos que volvíamos de Malvinas. En medio de la noche, ahí estábamos, parados en una barrera suburbana, una columna de micros con soldados que volvían de la guerra. Los taxistas no lo podían creer. Y después, cuando entramos a Campo de Mayo, recorrimos un tramo indefinido en completo silencio, hasta que empezamos a escuchar, a lo lejos, una marcha, una marcha hermosa, La avenida de las camelias. Era una noche oscurísima y no sabíamos de dónde venía esa música, hasta que de pronto, cuando la música ya era estridente, vimos una banda tocando en medio de la nada, debajo de una lamparita de no más de veinticinco vatios, en pleno descampado. Y ahí los dejamos, porque los micros nunca pararon y ahora se me ocurre pensar que todavía siguen ahí, en el mismo lugar, tocando La avenida de las camelias para nadie. Nunca supe muy bien qué fue eso, pero me quedó grabado como una visión. Supongo que fue un gesto de la gente de la banda, que cuando se enteraron de que estaban llegando los soldados de Malvinas decidieron salir por lo menos ellos a recibirnos. Porque de hecho, ése fue todo el recibimiento del Ejército Argentino a los veteranos”, recordó Daniel Terzano, clase 55, que había pedido prórroga y debió ir a Malvinas.
Los soldados estaban sorprendidos y, una vez más, desilusionados. Pensaban que apenas arribaran podrían encontrarse con sus familiares. Querían, necesitaban abrazar a sus padres, a sus novias, a sus hermanos.
Durante dos días, estuvieron en la Escuela de Apoyo de Combate General Lemos, dentro de Campo de Mayo. Mientras los oficiales intentaban mantener el orden, muchos de los jóvenes se rebelaban y exigían que los dejaran salir.
Apenas se supo del regreso, una ola de gente se agolpó en las inmediaciones de Campo de Mayo. En pocas horas eran miles de personas intentando saber si sus hijos estaban vivos o no. Las escenas se repetían en miles de casos, eran idénticas entre sí y se producían en simultáneo: madres y padres tratando de ver si alguno de esos chicos con pelo corto, muy flaco y vestido todo de verde que estaba a casi doscientos metros de distancia era su hijo.
Los gritos desde las afueras de la guarnición eran incesantes y desgarradores. El nombre y apellido de su hijo. Era un llamado, una invocación para saber si su hijo había vuelto. No se sabía quien había logrado sobrevivir y quién no. Uno de los soldados creyó reconocer que una mujer gritaba el nombre de su amigo. Se lo dijo y aguzaron el oído. Tenían terminantemente prohibido acercarse a los alambrados perimetrales. Al final los dos soldados se convencieron que sí, que la madre de uno de ellos lo estaba llamando. El otro diseñó un plan perfecto para que la mujer se quedara tranquila. Hizo que el resto de sus compañeros se retirara a un costado y quedó parado sólo el que era invocado por su madre. Así, la señora supo que su hijo tenía unos cuantos kilos menos, pero había sobrevivido.
Durante más de dos días no hubo información oficial. Luego los soldados fueron llevados a sus unidades de origen. Allí tenían pensado dejarlos otros dos días, pero la presión de los familiares consiguió que fueran saliendo de inmediato.
Era el tercer domingo de junio, era el Día del Padre. Hubo lágrimas de alegría y de dolor. “Nunca vi llorar tanto a mi papá como ese día en que nos reencontramos. Mi mamá me apretaba tanto que un momento pensé que había sobrevivido a la guerra pero no lo iba a hacer al reencuentro con mi vieja”, contó un soldado.
Los que pudieron se dieron, ese día, los abrazos más largos del mundo.
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