Uno de los emblemáticos pasajes de Macbeth profesa: “La vida es una sombra que camina, un pobre jugador que se pavonea y pasa su hora sobre el escenario. Y después no vuelve a ser oído. Es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, significando nada”. Y no sólo abundan otros versos similares en la obra de Shakespeare donde la vida no es ponderada más que como una ilusión, carente de significado, sino que en su comedia Como Gustéis, Jaime, seguidor del legítimo duque desterrado, profesa que en el mundo, como en un gran teatro, la vida de las personas es un conjunto de sucesivos roles habiendo siete actos correspondientes a siete edades.
Primero, la criatura, hipando y vomitando en brazos de su ama. Segundo, el chiquillo quejicoso que, a desgana, con cartera y radiante cara matinal, cual caracol se arrastra hacia la escuela. Tercero, el amante, suspirando como un horno y componiendo baladas dolientes a la ceja de su amada. Cuarto, el soldado, con bigotes de felino y pasmosos juramentos, celoso de su honra, vehemente y peleón, buscando la burbuja de la fama hasta en la boca del cañón. Quinto, el juez, que, con su oronda panza llena de capones, ojos graves y barba recortada, sabios aforismos y citas consabidas, hace su papel. La sexta edad o acto nos trae al viejo enflaquecido en zapatillas, lentes en las napias y bolsa al costado; con calzas juveniles bien guardadas, anchísimas para tan huesudas zancas; y su gran voz varonil, que vuelve a sonar aniñada, le pita y silba al hablar. La séptima escena y final de tan singular y variada historia es la segunda niñez y el olvido total, sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.
Aquí lo relevante es el paralelismo de estos siete actos del hombre con una de las homiléticas judías del Eclesiastés, datada del siglo VII e.c., donde se establecen las siete futilidades que dijo el rey Salomón en relación a los siete estadios que el hombre atraviesa. Primero, al año de edad, el hombre es comparado a un rey, abrazado, amado y besado por todos. Segundo, a los dos y tres años él es como un cerdo, a tientas en la basura poniendo todo en su boca. Tercero, a los diez años salta como una cabra sin quedarse quieto ni un momento. Cuarto, a los veinte años se compara con un caballo, acicalándose y arreglándose a sí mismo en búsqueda de una pareja. Quinto, cuando él toma sobre sí la responsabilidad del matrimonio, es como un burro que lleva una carga sobre su espalda manteniendo a su familia. Sexto, cuando tiene niños, se pone de faz contra el piso como un perro tratando de encontrar comida y dinero para alimentarlos. Y séptimo, cuando se hace viejo, se vuelve como un mono, encorvado y senil.
Si bien Shakespeare poseía conocimientos bíblicos, improbablemente los haya tenido de la arcana homilética judía del Eclesiastés, probando por ello que la adecuación entre los siete estadios de la vida humana descriptos por ambos evidencia que la reflexión respecto del devenir existencial humano no depende necesariamente del contexto cultural del hombre. Pero más atractivo aún es que el nihilismo existencial planteado por Shakespeare es similar al expresado por el rey Salomón más de 2.500 años antes, entendiendo por nihilismo existencial la carencia de todo significado objetivo y valor intrínseco de la vida y realidad humana. Con el primer versículo del Eclesiastés, Vanidad de vanidades, todo es vanidad, emerge la pregunta constante del rey Salomón. ¿Qué beneficio tiene la persona de todo su esfuerzo bajo el sol? ¿Qué obtiene? ¿Qué provecho tiene de todo su trabajo, quebranto y fatiga? ¿Qué es lo bueno para la persona en el pequeño número de años de su vida? El rey Salomón intenta responder a este interrogante examinando todos los dominios de la realidad humana. Placeres materiales como las riquezas, amores u otros sensoriales; también analiza los espirituales como la inteligencia, sabiduría, belleza, justicia, fe, etcétera. Siempre concluyendo que ninguna de ellas complace y que en nada aventaja el rico al pobre, el justo al inicuo, el sabio al ignorante, el inteligente al necio o el amado al odiado, porque el mismo suceso ocurrirá a todos, así como morirá uno también el otro, sin diferencia ni haber nada nuevo bajo el sol. Así como desnudo salió del vientre de su madre, también se irá sin llevarse nada; así como construyó, otro destruirá. Y por ello Vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Shakespeare y el rey Salomón comparten el nihilismo existencial donde nada tiene cuantía ni significado por sí mismo, sino medido y funcional a lo ofrecido coyunturalmente al hombre. Y menos aún la tiene la existencia humana por sí misma, debido que es algo dado y sin esfuerzo volitivo o intencional, naciendo y muriendo con independencia de la propia voluntad. Tampoco ellos apelan al facilismo de los premios y castigos ultraterrenos, concluyendo ambos que nada posee significado categórico quebrando así la axiología basada en cualquier variable humana como valor per se, por resultar finalmente vano. Por ello el rey Salomón como Shakespeare no satisfacen la pregunta planteada: ¿qué es lo provechoso o bueno para el hombre? No obstante, el primero en el final de su pesquisa, el Eclesiastés, transforma aquella pregunta por otra, ¿qué es el hombre?, dejando de ser centro y colocándose en la periferia, logrando aquello que no es valorado ni mensurado por la utilidad para el hombre, hurgando entonces en aquello que constituye la esencia de lo humano y el significado axiológico para su propia existencia pero ahora más allá de sí mismo. En su frase final, “Cuando todo ha sido escuchado, a Dios temerás y Sus preceptos observarás, porque eso es todo el hombre”, no dice Salomón “porque eso es bueno para el hombre” sino “porque eso es todo el hombre”, concluyendo que el culto a Dios por Su propia divinidad y no en función de alguna variable que el hombre le atribuye o relaciona respecto de sus propios intereses es aquello que significa absolutamente y actualiza al humano como tal.
Pero en congruencia con su nihilismo existencial, en aquel culto a Dios no hay ventaja funcional o instrumental respecto de quien no lo rinde, dado que el primero lo celebra por la propia divinidad sin esperar nada a cambio, porque lo mismo que le sucede a uno, también al otro. La diferencia radica en el “ser reconocido” por Dios como observante de Sus preceptos, depurado de toda instrumentación o funcionalidad. Si bien Shakespeare no alcanza esta profunda conclusión, a la cual recién Kant se aproximará, lo importante es que este poeta y dramaturgo difícilmente haya sido antisemita dado que su nihilismo existencial anula todo prejuicio o estereotipo que produce una predisposición respecto a una cultura determinada. Y por cuanto a un nihilista existencial como Shakespeare no le satisface una estructura como la del antisemita, quien fabrica su experiencia aversiva y odiante mediante una parcial percepción de la realidad seleccionada acorde a su necesidad psíquica, subordinando a dicha percepción todo hecho personal o social, habría entonces que explicar algunos de sus personajes, como Shylock, desde otra perspectiva. Tal vez, enrostrando a la sociedad sus propios prejuicios.
El autor es rabino y doctor en Filosofía. director de AMIA Cultura, miembro titular de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano. “Mención de Honor Domingo F. Sarmiento” 2018. Senado de la Nación Argentina. “Personalidad Destacada de CABA en el Ámbito de la Cultura” 2019. Legislatura Porteña.