Aquella mañana de febrero de 1947, el presidente Juan Domingo Perón había ordenado que no lo interrumpieran.
Quería escuchar a ese joven médico, que acababa de llegar junto a Ramón Carrillo, el flamante secretario de Salud Pública.
La larga mesa de su despacho parecía quedar chica. Estaba cubierta de hojas, carpetas, diagramas y mapas, que servían para documentar las explicaciones del visitante.
Se llamaba Carlos Alberto Alvarado y durante más de media hora argumentó apasionadamente.
Explicó que el paludismo debía combatirse con nuevos procedimientos, que era necesario aplicar un plan en el que la atención sanitaria se organizara como un ejército anti malaria. Dijo que hacían falta camiones y jeeps. Y reveló que ya había probado con el DDT, un producto que terminaba con los mosquitos. Advirtió que tendría que participar mucha gente. Y que hacía falta mucho dinero.
Carrillo ya sabía lo que iba a decir su colega. Eran amigos, habían sido compañeros en la Facultad y conocía sus puntos de vista. Más aún, los compartía con entusiasmo.
Pero en ese momento, advirtiendo que Perón no hacía ningún comentario, llegó a pensar que había cometido un error. Y que el Presidente no sólo iba a rechazar el proyecto sino que iba a reprocharle a él haber avalado esa presentación.
Pero sus cavilaciones fueron interrumpidas por la voz de Perón:
-Carrillo, a este muchacho déle lo que pida.
En ese momento se ponía en marcha el operativo sanitario que iba a terminar con el paludismo en la Argentina.
Treinta años más tarde, en la Quebrada de Humahuaca, este cronista conversó con el doctor Alvarado.
-Estas se llaman cosmos. Es una flor muy común, muy corriente, hay cualquier cantidad de colores, desde blanco al rosado fuerte y todas las intermedias. Se polinizan entre sí y entonces dan una enorme variedad de colores dentro de esa gama. Creo que es una planta internacional, yo la he visto en muchos lugares del mundo, las semillas las compré en Suiza. Los suizos las tienen clasificadas por colores, de modo que usted puede hacer un paño completamente blanco u otro completamente lila.
El cronista había salido de San Salvador de Jujuy hacia el norte, en la ruta de la Quebrada de Humahuaca, donde las nubes se quedan pinchadas en los cerros indescriptiblemente azules.
Al llegar a Lozano, apareció un motel asomándose al valle. ¡Ideal para sacar unas fotos!
Cuando subimos, nos recibió un hombre maduro, canoso, vestido de paisano, de mirada franca y gesto resuelto. En la galería, que era un formidable balcón asomado a la montaña, las flores habían provocado nuestra consulta. Nunca imaginamos que esa curiosidad iba a derivar en un hallazgo periodístico:
-No, no crea que soy jardinero. Aquí puse este motel y hago un poco de todo. Nací en Jujuy y después de muchos años de trabajo y de andar por todo el mundo, después de jubilarme volví a mis pagos. Fui científico toda mi vida…
Me costó que dijera su nombre:
-…Alvarado… Carlos Alberto Alvarado…
Era el mes de abril de 1977. Confieso que yo ignoraba que ese amable anfitrión había sido el protagonista de una proeza sanitaria. Recién muchos años después pude reconstruir la historia. De todos modos, ese día traté de averiguar por qué había viajado tanto y por qué había estado en Suiza.
El amable dueño de casa, apacible y cordial, estaba preocupado por otra cosa:
-Ya que se ha llegado hasta aquí, lo invito con una copa.
Aquel joven cronista aceptó la invitación, sin imaginar que -pasados los años- en el otoño de 2020 habría de reconstruir una historia increíble.
El punto de partida fueron las propias palabras del doctor Alvarado:
-Cuando me recibí, en 1928, fui becado por la Universidad Nacional de Buenos Aires y por mi provincia natal, Jujuy, y me fui a estudiar dos años al extranjero. Estuve primero en Italia. Y después en Londres. Estudié enfermedades tropicales y dentro de ellas, especialmente, el paludismo. Aprendí mucho. Después, en 1930, volví a Jujuy a trabajar y a iniciar mi profesión como médico, puse mi consultorio en la calle Belgrano. Yo necesitaba trabajar, me había casado y empecé a tener hijos, necesitaba mantener a mi familia. Pero aquí duró poco mi actuación, porque en 1932 un episodio de fiebre amarilla ocurrido en Bolivia hizo que se buscara alguien en el país que conociera el problema. Y después de rebuscar un poco encontraron que aquí en Jujuy estaba la persona que conocía y era yo, porque había tenido la oportunidad de aprender bastante de fiebre amarilla, sobre todo de aprender al lado de hombres de mucha categoría como el doctor Soper, que fue después durante muchos años director de la Oficina Sanitaria Panamericana. Entonces me hice cargo de ese servicio, tuvimos mucha suerte y la infección no pasó la frontera de Bolivia con la Argentina y por consiguiente no hubo casos en nuestro país.
Con el tiempo supe algunas cosas más sobre Alvarado. Por ejemplo, que se graduó en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires con Diploma de Honor, habiendo presentado una tesis sobre tratamiento de paludismo que luego fue publicada por El Ateneo. Que entre sus compañeros de promoción estaban algunos jóvenes que habrían de ser grandes figuras de la medicina argentina, como Florencio Escardó. Y que fue practicante en el Hospital de Clínicas en la sala Gregorio Aráoz Alfaro, donde consolidó su amistad con un condiscípulo que se había recibido con medalla de oro: otro muchacho del norte, el santiagueño Ramón Carrillo.
Los argentinos del área metropolitana bonaerense, hoy azotada por el COVID-19, tenemos tan sólo una vaga referencia de lo que fue el paludismo en el norte del país.
En todo caso, los aficionados a la historia recordarán el relato que Manuel Belgrano hizo en sus memorias, cuando evoca el pésimo estado de las tropas del Ejército del Norte:
“Con dificultad podía presentarse una fuerza más desecha por sí misma, ya por su disciplina y subordinación, ya por su armamento, ya también por los estragos del chucho…”
Este amado prócer nuestro usa la palabra “chucho”, que fue durante generaciones la más usada en el norte para mencionar al paludismo. Es decir, la malaria, o la terciana, o la rupa. En definitiva, ese mal que también lo aquejó a él, como se lo decía al gobierno de Buenos Aires luego de la batalla de Salta, en febrero de 1813:
“Estoy atacado de fiebre terciana, que me arruinó en términos de serme penoso aún el hablar; felizmente la he desterrado y hoy es el primer día, después de los doce que han corrido que me hallo capaz de algún trabajo”.
El pobre Belgrano soportó en estas condiciones las batallas de Vilcapugio y Ayohuma. Y San Martín, que luego lo reemplazó en el mando, tuvo que interceder por él cuando las autoridades porteñas exigían que viajara a Buenos Aires para juzgarlo:
“Por ahora no puede tener efecto por hallarse dicho brigadier enfermo al parecer de terciana, y que poniéndose en camino las lluvias y el calor seguramente le agravarán la enfermedad y pondrían en grave riesgo su vida”.
Todo lo que podía hacerse era darle té de quina. O sea, el mismo atenuante que usaron varias generaciones de salteños y jujeños: la quinina.
Miles de pobladores del norte, en el Siglo XX, repitieron en la escuelas el ritual de formar una fila india en el patio del recreo, esperando que les dieran una pastilla blanca. La tomaban con el agua que cada uno tenía en su propio jarrito. Y había algunos que, en peor estado de salud, recibían una pastilla rosada, de mayor tamaño y dosis más alta de quinina.
Así se trataba de combatir el paludismo. En las casas se ponían mosquiteros, con las telas sostenidas por armazones de alambre que se colgaban de los techos. Y con frecuencia el tul caía sobre la vela encendida en la mesa de luz y el intento de prevención se convertía en un accidente.
Lo mismo que sucede hoy con el coronavirus, el drama sanitario provocaba un descalabro económico. Las actividades rurales primarias de recolección se resentían por la malaria endémica, lo que decidió al presidente Roca enviar al Congreso, en 1904, el proyecto que se convirtió en la Ley 5.195 de “Defensa contra el Paludismo”. Ya en ese momento, Roca decía que el paludismo “continuamente compromete la vitalidad étnica y económica de una rica y extensa zona de nuestra tierra”.
Era la respuesta política al luminoso “Informe sobre el estado de las clases obreras en el interior de la República”, realizado pocos meses antes por Juan Bialet Massé a pedido del mismo Roca:
“Todas las gentes llevan impresos los síntomas de un paludismo agotador y matador… rostros amarillos, verdosos, flacos y afilados, con la angustia del sufrimiento; algunos con el vientre desmesuradamente abultado, de perezoso andar.”
Por todo esto, el paludismo era el gran enemigo a vencer por el médico que rodeado de cosmos rosadas en su motel de Lozano, me seguía contando:
-Lo de Bolivia me dio cierto prestigio. Pasé a ser secretario general del Departamento Nacional de Higiene, que en aquel tiempo era como la Secretaría de Estado de Salud Pública de la Nación, y el secretario era la segunda autoridad, quedé muchas veces como presidente interino.
El presidente de ese organismo era el doctor Miguel Sussini, que en 1933 le dio uno de los puestos más importantes de su carrera:
-Fue cuando me hice cargo de la Dirección de Paludismo en el norte, que era una de mis ambiciones.
En esa época, su amigo y compañero de estudios Ramón Carrillo estaba regresando a la Argentina. También él, por sus brillantes condiciones, había sido becado por la Universidad. Al cabo de tres años de estudio en Holanda, Francia y Alemania, “el negro” -como le decían sus amigos- comenzó a ocupar cargos de jerarquía.
En 1937 ingresó como profesor en la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires y en 1939 se hizo cargo del Servicio de Neurología y Neurocirugía del Hospital Militar Central de Buenos Aires, tarea en la que tomó contacto con el estado sanitario de los soldados conscriptos, que procedían de distintas regiones del país.
Esa cercanía con la realidad le permitía compartir el principio de que “la salud es un completo estado de bienestar físico, social y mental y no solamente como la ausencia de la enfermedad”.
Por eso llegó a afirmar: “Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas”.
Algo parecido había dicho el diputado Eduardo Wilde, eminente médico, en 1877: “Salud del pueblo quiere decir instrucción, moralidad, buena alimentación, buen aire, precauciones sanitarias, asistencia pública, beneficencia pública, trabajo y hasta diversiones gratuitas”.
Mientras tanto, en Jujuy, combatiendo al paludismo, el doctor Carlos Alberto Alvarado sostenía similares principios:
“Hay que trasladar el hospital a la gente, a las casas, familia por familia… A la enfermedad no hay que esperarla en los hospitales, sino que hay que salir a buscarla allí donde vive y trabaja la gente. El tratamiento de un enfermo de paludismo es un problema clínico, el de una comunidad palúdica es un problema social que debe propender a beneficiar al mayor número de enfermos, con el fin de reducir la mortalidad, la morbilidad y la incapacidad.”
Estas ideas pronto iban a concretarse en los hechos. Sólo faltaba que Alvarado se inspirase en un viejo maestro y desarrollara un método original y revolucionario.
En 1911, un médico inglés llamado Guillermo Cleland Paterson, que trabajaba en el ingenio La Esperanza de Tucumán, descubrió dos hechos muy importantes. El primero, que el mosquito predominante del contagio de la malaria en el norte argentino era el “Anopheles pseudopunctipennis”, distinto de la especie que predominaba en Europa. Y la segunda comprobación de Paterson fue que en nuestro país el mosquito se reproducía en aguas claras y no en los pantanos con vegetación tupida.
Desde 1937, al frente de la Dirección Nacional de Paludismo, Alvarado retomó las comprobaciones de Paterson y dejó de lado los procedimientos tradicionales de la llamada escuela italiana. Así lo cuentan los investigadores Khon Loncarica, Agüero y Sánchez:
“Alvarado postuló que para el desarrollo de sus larvas, el A. pseudopunctipennis necesita ausencia de vegetación acuática vertical, aguas bien aireadas y soleadas en constante renovación y la presencia del alga spirogirae que le da alimento y protección. Circunstancia que, casualmente, se facilitaba con la bonifica hidráulica o la piccola bonifica. La solución propuesta consistió en ‘renaturalizar’ los cursos de agua plantando berros y lampazos en el lecho, y arbustos para la sombra en los bordes. El resultado fue la desaparición de las larvas del temido pseudopunctipennis”
Quizás el texto haya resultado un poco árido, por las expresiones científicas. Vamos a decirlo en otras palabras: el mosquito transmisor era una especie distinta del tradicional. Investigando sobre esta base, durante largos años, Alvarado comprobó que a diferencia de las larvas del mosquito clásico del paludismo, que prosperaban en un ambiente húmedo y sombrío, el mosquito vehículo de la enfermedad en la zona, necesitaba que su larva tuviera exposición solar y aguas limpias.
A partir de entonces, este método reemplazó con éxito a la quinina, el mosquitero de tul y los desinfectantes como el fluido Manchester o el verde París, que se aplicaban tradicionalmente.
Hasta que llegó la gran oportunidad. Cuando se produjo el golpe de estado del 4 de junio de 1943, muchas autoridades sanitarias fueron reemplazadas en el país. Pero nadie se atrevió a tocar al doctor Carlos Alberto Alvarado, quien permaneció al frente de la Dirección Nacional de Paludismo. Él no era nacionalista ni radical y estaba al margen del cambio político que se avecinaba. Su prestigio y su exitosa lucha contra el paludismo lo preservaban de los clásicos avatares que en todas las épocas sufren los profesionales en la Argentina.
En 1946 su amigo y compañero de la Facultad Ramón Carrillo fue designado Secretario de Estado de Salud Pública y a Alvarado lo confirmaron en su cargo.
Y a las pocas semanas, Carrillo le ofreció diseñar un plan nacional para erradicar el paludismo en el país, que había recrudecido y se extendía en nuevos focos. En Puerto Iguazú, por ejemplo, el 80 por ciento de la población estaba enferma.
Alvarado acudió a ver a Perón junto a Carrillo. Expuso sus ideas y logró la aprobación del presidente.
Fue entonces que comenzó una tarea enorme, que requirió la colaboración del Ejército. Alvarado lo había dicho en el despacho presidencial:
-Una campaña efectiva contra el paludismo debe ser militarmente concebida y militarmente ejecutada.
En junio de 1947, una caravana de 60 camiones militares partió de Buenos Aires y se dirigió a Tucumán, el centro de las operaciones. El propio Secretario y luego Ministro Ramón Carrillo aparecía fotografiado con birrete y ropa de fajina. Y la batalla se ganó, porque los médicos, el personal asistencial y todo el equipo logístico tuvieron un aliado providencial: el DDT (Dicloro Difenil Tricloroetano)
La aplicación de esta novedad fue hábilmente comunicada, para que la población colaborara con la campaña de los brigadistas. En los diarios, en las revistas y en los afiches callejeros aparecía “El Sargento DDT”, un personaje humorístico creado por el doctor Moisés Aizemberg, un colaborador de Alvarado que tenía habilidades como dibujante.
Muy pronto, los resultados justificaron la enorme inversión de recursos. Las estadísticas lo expresaron de una manera arrolladora: en 1946 se habían registrado 300.000 nuevos casos de paludismo en la Argentina. En 1949 se declararon sólo 137.
A la sombra del alero, en la entrada de su motel, el doctor Alvarado me lo contó como si se tratara de otro, sin el menor asomo de vanidad:
-En esa posición tuve la suerte de que se conjugaran muchos factores. La aparición del DDT… En aquel año terminó una era y empezó otra. Aquellos que escriban en el futuro la historia de la malaria tendrán que decir “antes del DDT y después del DDT”.
Otros historiadores, dedicados a los hechos políticos de la Argentina en el siglo pasado, han reparado en una curiosidad: la erradicación del paludismo no fue utilizada ni aprovechada por la habitual propaganda del gobierno peronista. Un mérito que, como subrayó Félix Luna, “hubiera justificado la acción total de cualquier gobierno”, pasó casi inadvertido.
La explicación parece ser el enfrentamiento personal que Carrillo tenía con Raúl Alejandro Apold, el funcionario que manejaba con mano de hierro las comunicaciones y los medios.
Tras la muerte de Eva Perón, que había apoyado su gestión, Ramón Carrillo tuvo crecientes dificultades dentro del propio gobierno. El vicepresidente Alberto Teissaire lo desairaba permanentemente y algunos sectores del poder acusaban al ministro de Salud Pública de “conspirar contra Perón”. La suma de estas circunstancias y el permanente ninguneo de parte de Apold estallaron cuando Carrillo se enteró que su ministerio iba a ser reestructurado y cambiaría de nombre, sin que él fuera consultado, pese a haber sido el primer ministro de esa cartera.
Entonces, el 16 de junio de 1954 presentó su renuncia. Se fue a Estados Unidos y luego se radicó en Brasil, donde moriría el 20 de diciembre de 1956.
Lógicamente, Alvarado dejó de recibir el apoyo que había tenido con Carrillo. Y en febrero de 1955 aceptó el cargo de coordinador de un plan para erradicar la malaria en el continente americano.
Aquel día de 1977, en el bellísimo paisaje de Lozano, en la Quebrada de Humahuaca, me lo dijo con estas palabras:
-Con los antecedentes de lo que habíamos logrado en Argentina la Organización Sanitaria Panamericana me contrató para organizar primero en México un programa de erradicación y después me llevaron a Washington como coordinador de todos los programas del hemisferio occidental. Y de allí, el último paso fue a Ginebra, en la Organización Mundial de la Salud, en 1959, como director del programa mundial de erradicación del paludismo. En esas tareas estuve siete años, a todo lo largo y a todo lo ancho de la zona tropical del mundo donde existía el paludismo, donde había mucha gente y muchos pueblos y muchos gobiernos ansiosos de terminar de una vez por todas con esta plaga que no mata tanto como esclaviza al género humano.
Aquel estudiante jujeño, ese amigo de Carrillo, este mismo cordial anfitrión en el valle luminoso, fue el responsable de terminar con el paludismo en el mundo a través de la OMS. Y lo hizo con el mismo plan que aplicó en la Argentina.
Sin embargo, el único hecho que le producía orgullo era haber traído de Suiza las semillas de cosmos que embellecían la entrada de su motel.
Sé que el doctor Alvarado murió en 1986. En aquel momento, cuando el azar me permitió conocerlo, tenía 72 años. No los representaba en absoluto y se lo dije. Con buen humor, me contestó:
-Ah… son cosas de la Quebrada. Una vez encontraron por aquí a un viejo muy viejo que estaba junto a un arroyo, llorando desconsoladamente. Le preguntaron qué le pasaba y contestó: “Es porque mi tata me ha pegao…”. “¡Cómo, usted tiene padre! -le dijeron- ¿Y todavía con fuerzas para pegarle?“. "Y sí, está guapo todavía y me ha pegao”. Quisieron saber por qué le había pegado y contestó: “Y porque no quise moverle la cama a mi abuelito”.
SEGUÍ LEYENDO: