“Fue un baldazo de agua fría cuando me mandaron a rotar al sector de pacientes con Covid-19. Me asustaba contagiar a mi hija o a mi hermana”, asegura Emilse Martínez, que tiene 25 años, es mamá de Selena (1 año) y tiene una hermana con miastenia gravis –una enfermedad neurológica autoinmune– que vive al lado de su casa, en el barrio Arco Iris, de Merlo. En pareja con Fabián, trabajó durante diez años como cartonera y después de revelar su historia en Infobae, consiguió trabajo como ayudante de enfermería en el Sanatorio Los Arcos.
Si bien su lección de superación es irrepetible, desde el séptimo piso de la torre 1 de Internación General del sanatorio de Palermo y antes de empezar la charla, Emilse se preocupa por aclarar que no es la única que se sacrifica en tiempos de Covid-19. “Mis compañeros hacen un gran esfuerzo también. Se levantan temprano, viajan desde lejos, lidian con los miedos y dan lo mejor de sí para aliviarle el día a los pacientes”, enfatiza.
Entonces, para saber más de las colegas de Emilse, llegamos a Antonella Rojas y Débora Martínez. Ellas son las elegidas por las autoridades del sector para representar a los enfermeros que están en el frente de batalla contra este virus que cambió el mundo. La labor en el sector cápsula (dónde están los casos sospechosos y confirmados) es tan estresante, que se manejan por turnos rotativos cada dos semanas.
LA NECESIDAD DE CUIDAR
Antonella tiene 30 años, hace seis que está en pareja con Sebastián y vive en Paternal. Fue criada en Morón y desde los 23 vive en Capital Federal. “Nunca me imaginé trabajando en otro lugar que no fuera un hospital. Soy hija única y ‘la nena’ de los abuelos, que vivían en la casa de adelante. No nos faltó nada, pero mis papás trabajaban mucho. Entonces, me cuidaban mis abuelos. Después, yo los cuide a ellos. De hecho, lo que más me gusta es la gerontología”, asegura la enfermera del área de Internación General. Y agrega: “Cuando era chica dormía la siesta recostada sobre mi abuelo para escucharle el corazón. Quería asegurarme que no dejara de latir”.
Cuenta que empezó Medicina en la UBA y viajaba hasta Ciudad Universitaria para cursar, pero dejó porque se le hizo imposible compatibilizar la carrera con la necesidad de un trabajo. Atendió un kiosco, una librería y una mueblería, mientras estudiaba enfermería en la Cruz Roja. En septiembre del 2011 entró como ayudante al Sanatorio Los Arcos. Le faltaban tres meses para recibirse. Ahora, además, estudia licenciatura en Nutrición en la Fundación Barceló.
Débora Martínez, en tanto, tiene 28 años, está en pareja con Eduardo y es mamá de Patricio, que tiene un año. “En este momento no me deja estudiar”, ríe desde su casa de José C. Paz, donde prepara materias de la licenciatura en enfermería. Correntina, nació en la ciudad de Mercedes, pero creció en General Pico, La Pampa, y a los quince llegó al Gran Buenos Aires.
“Siempre quise ser enfermera. No médica, enfermera”, enfatiza. “Me gusta cuidar a las personas. Lo decidí cuando vi la película Patch Adams –con Robin Williams de 1998–”, recuerda. Cuenta que consiguió una beca para el primer año de la licenciatura que dicta la Universidad Austral. Pero que no pudo seguirla cuando tuvo que pagar. Entonces se anotó en la Cruz Roja, en Saavedra, y empezó de nuevo. Al año se enteró que Swiss Medical Group tomaba estudiantes como ayudantes de enfermería. Se presentó y la contrataron después de dos entrevistas. “Gracias a eso me pude pagar la carrera. Estoy recibida de enfermera hace un año, pero ahora quiero completar el título”, detalla después de haber terminado su turno.
MAS QUE PONER INYECCIONES
Mientras cursa de manera virtual la Tecnicatura en el Hospital Vicente López de General Rodríguez, Emilse cuenta que planea recibirse a fin del año que viene y da detalles de su día a día como enfermera. “Me levanto a las cuatro y veinte de la mañana y voy en remis hasta la ruta porque a esa hora no hay colectivos. Ahí me levanta una compañera que me lleva en auto hasta el sanatorio. Cuando empezó la pandemia y no contaba con la ayuda de esta compañera, tenía que levantarme aún más temprano. A las seis y media empieza mi turno, que termina a las 14”, detalla y comenta que el año pasado casi la matan para robarle el celular. “Estaba oscuro y ellos estaban encapuchados. Gatillaron, pero se les trabó el arma”, cuenta con espanto.
Antonella y Debora hacen el mismo turno que Emilse pero en otro piso. “Me levanto a las cinco y media de la mañana, después de dejar la ropa preparada la noche anterior, para no despertar a mi novio. Tomo un mate cocido y vengo en bicicleta o colectivo. Cuando vuelvo a casa almuerzo, estudio o hago una siestita, y curso Nutrición hasta las once de la noche. Ahora, a distancia”, revela Antonella, en un alto de sus tareas.
“Mucha gente piensa que ser enfermera es algo limitado. Pero no es sólo poner inyecciones. Es estar en el día a día del paciente”, asegura y habla de empatía. “Hace poco estuve en la cápsula con un paciente que tenía cáncer. Estaba aislado, esperando el resultado por sospecha de Covid-19. Cuando entré a verlo me habló mal. Entonces respiré hondo y lo entendí: ‘Está enfermo y, además, solo’. Lo bañé y lo ayudé a cambiarse. Entonces, cambió la onda. Me contó de su familia, de su empresa y me dio consejos financieros”, recuerda Antonella con una sonrisa. Y cuenta que al enterarse que había fallecido, reflexionó: “Al fin y al cabo, lo que vale es el tiempo que le dedicamos al otro”.
Débora cuenta que esa misma mañana notó que una señora aislada no comía. Le preguntó qué le pasaba y ella le contestó llorando que esperaba un llamado de su familia; extrañaba a sus nietos. Decidida a calmar su angustia, Deby la ayudó a llamar ella. Así la tranquilizó y la señora comió toda la comida. “Esta pandemia nos parte el alma. Todos necesitamos del contacto con el otro”, desliza y agrega que le cuesta no verse con sus padres ni sus hermanos, sobre todo, por ser personal de salud y estar más expuesta.
EN EL FRENTE DE BATALLA
A cerca de los riesgos que asumen por atender pacientes con Covid-19, Antonella cuenta que ella no tuvo miedo, sino curiosidad. “Estamos muy entrenadas. Aprendimos bien los procedimientos para vestirnos y desvestirnos con los equipos de protección”, detalla. Agrega que a veces no entiende la ambigüedad de la sociedad, que los aplaude pero también les deja carteles despreciables en los ascensores. Ella, cada vez que entra a su casa apoya la ropa en una silla y va directamente a la ducha. Cuenta que recién tomó conciencia del riesgo cuando sus padres y abuelos se preocuparon por ella. No los ve hace dos meses. Les mandó una foto de su cara marcada después de sacarse el equipo de protección y le contestaron: “¡Es como muestran en la tele!”.
“Para mi ir a la cápsula era un desafío, más que un temor. Lo superamos. Usar el equipo de protección es complicado. Los pacientes están tan solos, que te necesitan más tiempo que de costumbre. Pero tenemos que ser fuertes. De esta, ¡vamos a salir!”, asegura Débora en un intento por darle ánimo a sus colegas.
“Al principio yo tuve mucho miedo de ir a la cápsula. Vi situaciones muy duras y más de una vez llegué a casa llorando. Me derrumbaba ver gente enferma y aislada”, cuenta Emilse. Entonces agrega: “Lo superé con el apoyo de Fabián y de mis compañeras. Hasta las más experimentadas me confesaron que sentían miedo. Era lógico. Entonces dejé de sentirme sola”. Y con ocho meses de trabajo en Los Arcos, asegura: “Que un paciente te diga que le alegras las mañanas con tu sonrisa, no tiene precio”.
Entonces Antonella cuenta que para ella el mayor disfrute pasa por aquellos pacientes que al segundo día ya la llaman por su sobrenombre. O por aquellos que se fueron de alta pero aun hoy la saludan para su cumpleaños. Y cuenta que una vez fue al velatorio de una paciente que después de dos meses internada, había muerto de ELA –Esclerosis Lateral Amiotrófica–. “Su marido la bañaba y peinaba con devoción. Dormían todas las noches de la mano. Era conmovedor”, rememora y apunta que sabe lo que es el dolor de perder un familiar en tiempos de pandemia. Su primo de doce años murió de cáncer hace unos días y nadie pudo abrazarse. “Me duele, pero es una experiencia que me ayuda a seguir desarrollando la empatía”, reflexiona.
Para Débora, en tanto, la dicha pasa por ese momento en que el paciente la integra a su familia después de entrar a la suite. “A veces sos lo mejor que les pasó en el día. Más aun ahora que están aislados. La enfermería te da la posibilidad de dar amor. Somos los que estamos con el paciente. No entramos dos minutos y nos vamos. Los bañamos, les damos de comer si hace falta y los escuchamos. Eso me hace feliz”, agrega Deby.
Entonces Emilse cuenta que ese miedo inicial se convirtió en responsabilidad. “Dejé de asustarme y empecé a concentrarme. Usar el equipo de protección requiere un proceso de sanitización muy particular. Te confundís en uno de los pasos y sonaste. Pero estamos muy entrenadas”, asegura. Y decidida a seguir adelante, agrega: “Esta pandemia confirmó mi vocación de servicio. Solo me angustia que la padezca gente humilde. Aquellos que no tienen nada. Yo estuve en ese lugar… Pero tengo tanta fe en Dios: sé que pronto va a pasar”
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