Una de ellas lo mantuvo, le cocinaba y hasta le cortaba el pelo. Otra lo quiso llevar a vivir a su casa sin conocerlo. La más joven, una enfermera, hasta le festejó su cumpleaños. Cuando recuperó su libertad Ricardo Barreda -el cuádruple femicida que murió hoy a los 83 años- logró relacionarse con tres mujeres. Una fue su pareja, la otra una admiradora y la tercera una especie de amiga a la que le contaba sus secretos.
El 15 de noviembre de 1992, Barreda mató a escopetazos a su suegra Elena Arreche (86), su mujer, Gladys McDonald (57), y sus hijas Cecilia (26) y Adriana (24), en su casa de La Plata. Primero simuló que había sido un asalto y luego confesó que las había matado porque les hacían la vida imposible, según él lo maltrataban y le decían “conchita”.
Después de cometer la masacre, Barreda fue al zoológico porque lo relajaba ver elefantes y jirafas. Y a la noche comió pizza con su amante y tuvieron sexo en un hotel. Esa fue la última mujer que lo vio antes de que se convirtiera en el femicida más famoso del país.
Aunque ya había matado, esa mujer no sabía nada. Vio al último Barreda anónimo. Un hombre desconocido que siempre odió a las mujeres.
Los días con Berta
En 2008, Barreda se puso en pareja con Berta André, alias “Pochi”, una mujer que solía hacer visita solidarias a los presos de las cárceles bonaerenses. Se conocieron en Olmos y ella quedó conmovida por ese hombre al que vio solo, sin visita, ensimismado, con una mirada triste detrás de unos grandes lentes. No la frenó ni cuando le dijeron que había matado a las mujeres de su familia.
Cuando el ex odontólogo salió en libertad, ella fue su garante y se lo llevó a vivir a su departamento de dos ambientes en Belgrano. Con Berta hasta se fueron de vacaciones a Mar del Plata, donde él anduvo en moto de agua. Pero la convivencia se fue desgastando. Barreda comenzó a maltratar a su novia. Lo hacía con una palabra desagradable: la llamaba "chochán".
“Tomá chochán”, “vení para acá, Chochán”, “tenés que bajar de peso, Chochán”...
Un día, ante una picada pantagruélica, mientras Berta salía de su habitación, Barreda dijo:
–Esta mejor que no coma. Si esta come, fenece. Fenece. La gorda fenece. Fe-ne-ce.
Decía "fenece" con cierta musicalidad, como si gozara con esa palabra.
Con Berta tenían dos cotorras que él mismo había bautizado "amores míos" o "bichitos de Dios". Cada vez que recibían una visita, Barreda monopolizaba las charlas. En algunas ocasiones era como si buscara anular a Berta. Cada vez que ella decía algo, él buscaba el momento justo para interrumpirla con una frase o un chiste.
Van tres ejemplos:
–Tengo un hermano -contó Berta. Es un fenómeno mi hermano. Es, es…
–Es travesti –acotó Barreda.
Y se rió porque recordó que ese día había visto un caso policial: el doble crimen de Palermo en el que dos vendedores ambulantes se mataron en una pelea. Al viejo no le atrajo la historia, sino uno de los testigos:
–Era un travesti con la nariz ganchuda. Jua, jua, jua. “Acá hay mucha inseguridad”, decía el tipo –lo imitó Barreda, con voz afeminada.
–Tengo las uñas muy prolijas. Me las hacía una chica que venía a casa. Me cuidaba las manos y limpiaba la cocina. ¡Limpia bien! -dijo Berta.
–La cachucha se limpia bien –interrumpió Barreda.
El tercer comentario fue cuando Berta habló de su especialidad docente:
–Fui maestra en muchas ramas.
–Una ramera.
–¡Pero Ricardo, cómo decís eso! Él es muy social. Estaba preocupada cuando salió de la cárcel por el tema de la reinserción, pero él se hace amigo de la gente. En Mar del Plata se hizo amigo de una nena discapacitada que lo adora. Es pariente de una astróloga.
-¿Cuántos años tendrá la astróloga? –quiso saber Barreda.
–Veintipico.
–¡Es justo lo que me recomendó el médico! Pasame el teléfono que la llamo.
Además, Barreda coleccionaba papelitos en los que se ofrecía sexo.
–Esos papelitos son de una amiga –dijo Barreda.
–Que haga lo que quiera, pero en el cabaret le van a hacer atender el teléfono –acotó Berta con una sonrisa.
Barreda se puso serio. Luego contó a su visitante que le gustaría tener un perro.
–Hace mucho tiempo que tengo ganas. Una vez quise tener un perro, pero ellas me dijeron que no. Me sacaron cagando: ¡guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau!
Barreda ladraba como un perro pequeño. "Ellas" eran su esposa y sus dos hijas.
–Nos gustan los perros. Tengo una amiga -dijo Berta- que tiene un perro salchicha. La adora. No puede vivir con ella, le huele hasta el escote, se le pone ahí para que descanse.
–Le quiere chupar las tetas –acotó Barreda y largó una carcajada.
–¡Pero Ricardo! ¡Qué boca sucia!
–Tranquila, chochán.
–Qué hombre tremendo. Me dice chochán. –Chocán, chochán, chochán. Bueno, viejo, andate con otra.
–Sí, pibas de 24 me gustan.
–Es verdad. El otro día viajó a La Plata para hacer un trámite y volvió con una colombiana.
–Amiga mía. La guié porque no conocía Buenos Aires.
–Sí, a ver si encontrás otra que te aguante como yo.
–Sobran mujeres como vos –dijo Barreda con una sonrisa, como dando a entender que era una broma.
Berta se lo tomó a mal: –No digas eso, no seas injusto. ¿Y todo lo que hice por vos? ¡Todo lo que hice por vos!
–¡Me cago en Satanás! Era un chascarrillo, mujer.
Berta no respondió. Con un tenedor se puso a revolver el relleno de carne de una empanada.
–¡Qué hacés! ¡Es una empanada! ¡Cómo la vas a abrir así! ¡Me cago en Satanás!
Luego, Berta contó que tenía una amiga con cáncer de tiroides, y que en el cuello se le había formado una cicatriz monstruosa.
–Pobrecita, el marido le dice matambrito.
–¡Matambrito! –exclamó Barreda entre risas.
De pronto, Berta contó una anécdota del viaje que habían hecho a Ushuaia hacía pocos días. En el avión, al odontólogo lo reconocieron algunos pasajeros de La Plata que comenzaron a alentarlo como si fuera una estrella de rock:
–Le gritaban “¡Ba-rre-da! ¡Ba-rre-da!” Y él se integró a todos los pasajeros, bah, nos integramos. Todos dijeron que él era muy inteligente y muy culto.
Eso dijo Berta, mientras Barreda fruncía el entrecejo y su cara era dominada por una mueca de fastidio. Por esos días, Barreda recibía varias visitas. Entre ellas, la de una estudiante de periodismo que quería entrevistarlo. La chica vivió un momento tenso. "Durante toda la charla él me miró los pechos, no sacaba la mirada de ahí, además maltrataba a Berta", contó.
Al final, la relación con Berta terminó mal. Ella lo denunció por maltratos. Él volvió a la cárcel. Allí, viendo televisión, se enteró que Berta había muerto. Fue el 24 de julio de 2015.
-Me hubiese gustado ir a despedirla, le dijo a un compañero de prisión.
La admiradora “enviada”
Cuando el juez platense Rubén Dalto consideró que era peligroso que Berta siguiera viviendo con él, decidió que Barreda volviera a la cárcel en 2014. Al mismo tiempo, la Justicia civil lo declaraba “indigno” como heredero de la casa donde cometió la matanza. Pero no todas eran malas noticias: Yolanda Sonia Marisa García, de 49 años, una mujer que lo conoció en la cárcel mientras visitaba a otro preso, le ofreció vivir en su casa.
"Quiero llevarlo por el camino de Dios, este hombre merece una nueva oportunidad. Antes de conocerlo quería ofrecerle alojamiento y un plato de comida", dijo Yolanda.
Sin embargo, el juez Dalto rechazó que esa mujer fuera la garantía para que el odontólogo recuperara la libertad condicional. “Barreda con nueva novia”, titularon los diarios.
Barreda se enojó por la exposición mediática que tuvo su nueva amiga. En la última visita que Sonia le hizo, se lo dejó en claro.
-Son todas iguales, al final.
-¿Por qué decís eso? –quiso saber ella.
–Me traicionaste. Te paseaste como estrella de circo por todos los canales.
-Lo hice para ayudarte.
-Ayudarme un carajo. Sos una farabute. !Me terminaste de hundir, mujer!
-Estás equivocado, no te das cuenta que tenés que acercarte a Dios.
-¡Otra vez con Dios! ¡Y dale con Dios!
-No lo niegues, Dios es parte de tu vida.
-¡Basta con Dios! ¡Todo el tiempo hablando de Dios! Dios esto, Dios aquello, Dios pin pum pam. ¡Me tenés podrido con Dios!
Yolanda dio media vuelta y se fue llorando. Algunos de sus vecinos le daban vuelta la cara o, por lo bajo, decían: "Ahí va la loca". En un día recibió unas cincuenta llamadas de los medios televisivos y radiales. "No quiero saber más nada con él, yo ni siquiera quería ser su novia, admiraba su fortaleza y quería que tuviera otra oportunidad, fui una especie de enviada de Dios", dijo la mujer.
Era una admiradora. Y eso no pasó inadvertido para el juez y hasta para el asesino.
La enfermera confidente
Cuando volvió a salir en libertad, Barreda vivió en la casa de un amigo, en Tigre. Hasta que en 2016 apareció abandonado en el Hospital Magdalena V. de Martínez de General Pacheco. Cuando le preguntaron su nombre, dijo que se llamaba Alberto Navarro.
"Apareció en el hospital y dijo que no tenía dónde ir. Tenía un problema en la próstata. Dijo que su familia lo había abandonado. Trató mal a una enfermera y quiso quedarse a dormir. Alguien le preguntó si era Barreda y dijo que se llamaba Alberto Navarro. Al rato se fue, apenas podía caminar, tenía los pantalones bajos", dijo una paciente que fue testigo de la presencia del odontólogo en ese hospital.
Al final, ese hombre admitió ser Barreda.
Vivió allí casi un año. Tenía un problema en la próstata. Por esos días se hizo amigo de María, una enfermera de 30 años. Se contaban sus vidas, como si fueran confidentes que necesitan desahogarse y no un paciente y una enfermera.
La mayor confesión se la hizo él: "¿Sabe qué? Dicen que no me arrepiento de lo que hice. Eso es mentira. No hay día que no sienta culpa. Lo peor es que a Adriana, mi hija menor, no la quise matar. Estaba como loco, giré, disparé y después me di cuenta que era ella. Ella me odiaba y me quería ver muerto. Mi esposa y mi suegra le habían llenado la cabeza. A la última que maté fue a mi suegra. Pero los crápulas de mis abogados me hicieron decir que la última en morir había sido mi hija menor, así yo heredaba la casa".
"Me encariñé con él porque estaba solo. Estuvo muy mal, pensamos que no iba a recuperarse. Muchos colegas o médicos me criticaron porque pasaba mucho tiempo con él. Pero es un ser humano. El decía que estaba arrepentido de lo que había hecho y que cumplía una condena eterna", dijo la enfermera.
El 16 de junio de 2016, se ocupó junto a unos ex vecinos de Barreda de celebrarle sus 80 años. “Estaba feliz. A mí me hacía muchas preguntas. Y se enojaba si no iba. Acá dicen que estaba enamorado de mí, pero para nada, me trataba como a una nieta”.
Su estadía en ese hospital terminó mal. Dos enfermeras lo acusaron por maltrato. "Fui agredida por Ricardo Barreda verbalmente. Este señor me impedía salir de la habitación mientras me amenazaba, me dijo que me tenía en la mira y me la tenía jurada, a otra colega le dijo que le iba a dar un escopetazo", denunció la enfermera.
A Barreda lo echaron del hospital y fue así cómo llegó primero a otro hospital y luego a la pensión donde murió en José C. Paz. Sin contacto con mujeres. Solo y olvidado.
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