El 25 de mayo de 1910 fue uno de los días más largos y más felices de la joven Argentina. Un día de festejos, de gente en las calles, de mostrarle al mundo un país pujante. Ese día preparado con mucha antelación, ese día mucho más extenso de lo normal (empezó semanas antes y terminó meses después), era mucho más que el festejo de los 100 años que habían transcurrido desde la Revolución de Mayo. Ese día era la reafirmación de un pasado, la celebración de un presente y la certeza de un gran futuro.
El Centenario tuvo una clara banda de sonido. El Himno Nacional. Se lo cantó en cada momento posible. Teniendo en cuenta que una de las invitadas estelares era Isabel de Borbón, tía y representante del rey Alfonso XIII de España (más de 100 mil personas fueron a recibirla al puerto en su arribo), se vivió con alivio una decisión que se había tomado 10 años antes, bajo la presidencia de Julio Argentino Roca. La canción patria había sido acortada sensiblemente. El motivo no había sido una cuestión de economía temporal sino que se había buscado suavizarla, quitarle todos los versos que pudieran resultar ofensivos hacia la Madre Patria.
A las 0 horas del 25 de mayo mientras se interpretaba La Traviata en el Teatro Colón, la función sufrió una interrupción inesperada. La orquesta, sin que los espectadores estuvieran avisados, comenzó a tocar el Himno Nacional. El público, elegantísimo y refinado, se puso de pie y cantó a viva voz. Luego la función siguió. Esa fue la primera vez en el día patrio en que se entonó.
A la mañana 30 mil alumnos de escuelas primarias lo hicieron. Así como al mediodía, la canción fue entonada por ciudadanos vestidos de una manera bastante diferente pero también en un espacio muy significativo. En una Plaza de Mayo repleta, con decenas de personas subidas a los árboles para mejorar su visibilidad. El pueblo participó de los festejos con un entusiasmo desconocido hasta el momento. Luego el Tedeum en la Catedral. A la tarde un desfile militar pomposo y extenso: marines norteamericanos, soldados españoles, divisiones francesas y hasta soldados japoneses pasearon ante la vista de una multitud inigualable antes de que los que pasearan fueran lo soldados argentinos.
En el palco principal, el presidente José Figueroa Alcorta, la Infanta, el presidente de Chile Montt Montt, el arzobispo de Buenos Aires, el Nuncio Apostólico, ministros y otros invitados célebres. Por la noche mientras todos estos volvían al Colón para la función de gala de Rigoletto, los ciudadanos se quedaron en las calles. Estaban ansiosos por disfrutar de las avenidas llenas de luces y los principales edificios y monumentos maquillados con enorme cantidad de lamparitas; todos iluminados por Jorge Newbery, a cargo de del servicio eléctrico en la ciudad. Sobre el río, en la Costanera, fuegos artificiales. Y un desfile de naves de guerra, también decoradas e iluminadas, para la ocasión.
Ese día el país estaba de fiesta. No era para menos. Cumplía 100 años su grito de libertad. Nadie (y esto no es una exageración) se quedó en su casa. La calle se pobló como nunca antes. Hubo banderas por todos lados. No sólo argentinas, también españolas e italianas.
Pero los festejos, el clima celebratorio, no fue exclusivo de ese 25 de mayo, ni siquiera de la Semana de Mayo. Se extendió durante buena parte del año, aunque también hubo hechos que no dieron ningún motivo para festejar.
Ese día, ante la muchedumbre y con la compañía de sus ilustres visitantes, Figueroa Alcorta puso la piedra fundamental para el monumento a la Revolución de Mayo. El discurso del presidente fue exaltado, exagerado. Habló del “hecho más grande entre los producidos en uno de los siglos más grandes de la historia”. Había razones para el entusiasmo. La fecha, la euforia popular, la gente en las calles, las obras realizadas para el momento, los extranjeros célebres, la economía.
Posiblemente el Centenario sea el punto cumbre de la Generación del 80, el instante en que las ideas y las obras convergen. La colocación de la piedra fundamental de una edificación siempre es un hecho simbólico. En este caso, también, fue premonitorio. Casi como hablando de nuestro futuro, el monumento sólo quedó en un proyecto, nunca se concretó.
Los preparativos habían comenzado varios años antes. Los primeros bocetos de las ceremonias y las obras iniciales comenzaron en 1906. Si bien se hablaba de un país federal, el centro (y casi exclusiva sede) era la Ciudad de Buenos Aires. Los invitados y periodistas casi no recorrieron el resto del país. Sin embargo en cada plaza del país hubo actos, bailes y desfiles durante esa semana.
Muchos dudaban de que la fecha patria llegaría. Esos creían que todo lo programado, todo lo construido y todo lo pergeñado alrededor del Centenario era un dispendio innecesario. Pero no porque estuvieran en contra de los festejos ni porque les preocupara el presupuesto nacional, sino por un designio celestial. Justo una semana antes, el 18 de mayo, todo se acabaría.
No estaban hablando del fin de un régimen político ni de cambios sociales. Era La Fin del Mundo. El 18 de mayo de 1910, tal como sucede cada 76 años, pasaría por la tierra el Cometa Halley. Y muchos creían que el fenómeno astronómico traería aparejado el fin de los tiempos.
Hubo una ola de temor en todo el mundo. El profeta de la destrucción fue un francés llamado Flammarion que esparció su mensaje apocalíptico en cada continente. Mientras algunos se reían de la profecía tremendista, otros (bastantes) se lo tomaron muy en serio. Hubo una módica ola de suicidios en todo el planeta.
El fenómeno -llamado de manera extraña como de género femenino- ha sido descripto con gracia y profundidad por Lidia Parise y Abel González en un volumen de la colección La historia popular. Vida y milagros de nuestro pueblo del Centro Editor de América Latina. Allí también cuentan de algunos que intentaron sacar provecho de la situación. Diego Gibson, que publicitaba sus pastillas de pepto-cocaína en la portada de los diarios, sacó a la venta sellos mágicos que eran “el único método eficaz para detener las jaquecas que produciría el paso del Cometa”. Otro fue Domingo Barissone, un autor que sacó por entregas una especie de folletín fatalista en el que describía las calamidades que ocurrirían. Convenientemente lo tituló La Fin del Mundo. Otro gran negocio para pocos fue la construcción de bunkers amueblados para que potentados se refugiaran allí mientras pasara el Halley.
Como fue rápidamente desmentida por la ciencia la posibilidad de que el Cometa Halley impactara contra el planeta, aquellos que deseaban infundir miedo atribuían la letalidad del astro a los gases de la cola, que una vez mezclados con el aire que se respira en la tierra producen un efecto letal.
“Y exactamente a medianoche se escuchó a lo lejos, desde la Avenida de Mayo, cómo empezaba a llorar la sirena del diario La Prensa anunciando que había llegado el apocalipsis, La fin del mundo. Ese día los periodistas habían publicado que cuando fueran las doce de la noche iban a hacer sonar la sirena que tenían en un edificio para que toda la población supiera que había llegado el momento de pronunciar nuestras últimas plegarias. (...) La gente de La Prensa había propuesto que la sirena sonara hasta que se produjera el acabose... o durante una hora. Y que si después de esa hora teníamos la suerte de que no hubiese pasado nada de nada, la sirena se iba a pagar durante quince minutos. Y terminados estos iba a volver a sonar otros cinco parra que todo el mundo saliera a celebrar que todavía estábamos vivos y que no había pasado un carajo”. escribió Leonardo Oyola en su novela (desgraciadamente no tan difundida) Bolonqui, en la que imagina y recrea esa noche del 18 de mayo de 1910 en la que nada más pasó, excepto el cometa surcando el cielo.
Las mujeres estaban destinadas a cumplir con un rol ornamental en esta fecha tan importante. Signo de los tiempos. Los visitantes extranjeros hacían hincapié en la belleza de la mujer argentina. Muchos la situaban entre las más bellas del mundo. “La porteña es una parisiense más admirable que la misma parisiense. En otros sentidos habría mucho que decir y, la verdad, haciendo comparaciones, saldríamos perdiendo en varios puntos y en especial en lo relativo a la virtud. La mujer argentina, sea cual sea su medio social, es el tipo perfecto de la mujer virtuosa”, escribió el francés Jules Huret. El Premio Nobel Anatole France estaba de acuerdo y agregaba: “La dama argentina es la que mejor sabe recibir en el mundo”.
Pero había algunas que se resistían a ser sólo madres, esposas o excelentes anfitrionas. Julieta Lanteri, Cecilia Grierson y otras mujeres notables organizaron un congreso feminista (aunque todavía no se llamara así el movimiento) que coincidiría con los grandes fastos. El encuentro se llamó Primer Congreso Femenino Internacional cuenta Horacio Salas en su libro El Centenario. Presidido por Lanteri participaron médicas, educadoras, escritoras y otras militantes que luchaban para que la mujer pudiera tener los mismos derechos civiles que los hombres.
Para entender la osadía de este puñado de pioneras: en esos días, la Iglesia argentina condenó desde diversos púlpitos a un grupo de chicas adolescentes que habían tenido la osadía (o la impudicia) de cabalgar por Palermo.
Unos pocos meses antes se habían recibido la primera abogada, María Angélica Barreda, y la primera odontóloga, Sarah Germain.
Los inmigrantes eran una parte vital de la ciudad. En el último año habían ingresado 235 mil al país. La mayoría provenían de Italia, España, Rusia y Siria. El flujo de entrada era constante. La mezcla de idiomas, dialectos y costumbres iban configurando nuevas tradiciones, iban determinando el carácter de Argentina. Ellos también fueron parte de los festejos del Centenario. Celebraban la tierra que les daba una nueva oportunidad, celebraban estar vivos y tener un futuro.
Además de la Infanta Isabel de Borbón, apodada La Chata, y el presidente chileno Montt Montt, hubo otras celebridades que llegaron para desempeñar diversas tareas. George Clemenceau, que escribiría unas memorias del viaje y luego comandaría a Francia durante la Primera Guerra Mundial, el dirigente socialista Jean Jaures, los escritores Anatole France y Vicente Blasco Ibañez, el jurista Enrico Ferri y el inventor Guglielmo Marconi.
Anatole France, galardonado con el Nobel once años después, llegó precedido de un gran prestigio. Daría una serie de conferencias con entradas muy caras. Gran parte de la alta sociedad argentina se peleaba por alojarlo en sus mansiones. La disputa la ganó el juez Lavallol. Pero France decidió ignorar y despreciar a su anfitrión por sus preferencias sexuales. Le llenó la casa de actrices, cantantes líricas y viudas de sociedad y le vació la bodega. Lavallol deseaba discutir cuestiones literarias con el escritor que no tenía el menor interés en escucharlo. Sólo quería divertirse. Las conferencias resultaron un fiasco pero a France poco le importó porque sus dotes de seductor se mostraron intactas. Sólo se preocupó cuando Lavallol ordenó que le prohibieran el acceso a su bodega particular y le mandó decir que ya no podrían ingresar invitadas a la casa. France se reunió con su secretario privado, con el que siempre viajaba, y le ordenó ceder ante un eventual avance amoroso del juez; estaba convencido que de esa manera podría volver a disfrutar sin restricciones de los placeres de los primeros días.
Uno de los espectáculos que se preveía era el del payaso (clown en esos tiempos) Frank Brown. La Municipalidad lo autorizó a montar una carpa en un baldío en Córdoba y Florida. Los vecinos se quejaron porque esa especie de barraca les parecía un adefesio. Hubo cartas, presentaciones y amenazas. Pero las autoridades sostenían que era un espectáculo gratuito que los chicos iban a disfrutar (Brown era un personaje exitoso y prestigioso que hacía un cuarto de siglo estaba en el país). Una madrugada de los primeros días de mayo, alguien intencionalmente prendió fuego la carpa. No habría circo ni show de Frank Brown. Al día siguiente La Prensa publicó: “A pesar del carácter violento del hecho lo miramos con respetuosa consideración, pues a pesar de que La Prensa dio cuenta del desagrado de la población en reiteradas oportunidades, la Municipalidad nada hizo para solucionar el problema, prohibiendo la instalación de semejante adefesio”.
Buenos Aires era una ciudad en crecimiento y opulenta. Los monumentos proliferaron por toda la ciudad. Hubo una fiebre por homenajear en bronce y mármol. Hubo una explosión demográfica de monumentos. Las grandes palacios construidos con materiales traídos directamente desde París hicieron que Clemenceau se apiadara de los propietarios de estos: “Van a necesitar un batallón para poder mantenerlos”. El francés percibía la falta de proporción de esas construcciones. Pero era la época en la que los argentinos en la capital francesa tiraban, literalmente, manteca al techo: con un tenedor utilizado como catapulta jugaban a dejar estampados panes de manteca en los techos de los salones en los que comían y bailaban; luego el paso del tiempo y el calor harían su trabajo y eso caería sobre el resto de los comensales.
Blasco Ibañez dijo que “Buenos Aires era una París que hablaba español”. Lo cual no era cierto en ninguno de los términos de la frase. Naturalmente no era París y los idiomas que se hablaban eran múltiples: español (con distintos acentos), italiano, ruso, idish, ruso y, por supuesto, cocoliche.
Mientras los hombres de las buenas familias eran funcionarios o administraban grande campos, el resto trabajaba seis días a la semana con malas pagas, casi sin derechos laborales, ahorrando peso por peso para intentar salir adelante. El cine mudo, el teatro, cancionistas que interpretaban temas de los países de origen, un tango muy incipiente y los flamantes deportes eran los divertimentos principales. Por un lado estaban los Sportmen, los que practicaban boxeo (prohibido como actividad pública), esgrima, tiro. Por el otro los chicos de barrio que con una pelota, un sello, un nombre y un juego de camisetas fundaban clubes de fútbol en su barrio. La mayoría de los clubes de fútbol más importantes del país fueron fundados en esos años.
Pero no todo era color de rosa. Había huelgas de inquilinos, necesidades varias, extendidas redes de trata de mujeres y mucha desigualdad. Los anarquistas aprovecharon ese descontento y se fueron multiplicando. Los atentados se reproducían. A fines de 1909, Simón Radowitzki había asesinado al Jefe de Policía Ramón L. Falcón. Pocos días después del Centenario, en junio de 1910, un explosivo casero puesto debajo de uno de los asientos de la platea principal del Teatro Colón provocó temor y varios heridos graves.
El 25 de mayo de 1910 fue un momento de celebración. Se festejaban los 100 años de la Revolución de Mayo, ese primer paso a la Independencia. Pero también se homenajeaba un presente próspero en el cual el “país se sentía fuerte, rico y seguro del porvenir” como escribió el historiador Ernesto Palacio.
Las banderas en los balcones, las multitudes en las calles celebraban un pasado y saludaban al futuro. Todo, parecía, iba a ser mejor. ¿Acaso podían equivocarse los prestigiosos hombres de letras, los mandatarios, intelectuales, políticos y científicos extranjeros que nos habían acompañado durante los festejos? Nada podía salir mal: ese coro de voces inexpugnables sostenía que éramos el país con mayor futuro del planeta.