La primera reacción del virrey Cisneros fue la de ocultar los hechos. El lunes 14 de mayo había llegado a Buenos Aires la noticia de la caída de la Junta Central de Sevilla, ocurrida el 13 de enero. Era el último bastión que sostenía a la monarquía española. Era la oportunidad de que las colonias tuviesen sus propias juntas.
Pero a Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien había asumido como virrey el 11 de febrero de 1809 en reemplazo de Santiago de Liniers, no le dieron tiempo. Rápidamente la noticia se esparció y la ciudad se transformó en un hervidero y cada café en tribuna política. El ambiente triunfalista en el Café de los Catalanes y en la fonda de las Naciones era palpable.
A Cisneros no le quedó más remedio que redactar una proclama, que dio a conocer el viernes 18. Pidió lealtad al rey Fernando VII, que en sus manos estaba segura la patria, que iba a consultar a Abascal, Sanz y Nieto para formar un gobierno que represente en el Río de la Plata a un monarca que estaba virtualmente preso de Napoleón, aislado del mundo. “¡Es un badulaque!¡ Y vea con qué cuñas nos piensa dar gobierno!”, lo criticaron.
Castelli, Paso, Rodríguez, Belgrano, Darragueira, Chiclana y Moreno, entre tantos otros, estaban convencidos de que la oportunidad había llegado. Hubo reuniones en la mítica jabonería de Vieytes -que estaba en lo que hoy es la avenida 9 de Julio y México- y en lo de Rodríguez Peña, una casona ubicada en la plaza del mismo nombre, en Avenida Callao al 800.
Trataron de convencer al cauteloso Cornelio Saavedra, jefe de Patricios, una unidad militar que había nacido en 1806 y que gozaba de enorme prestigio. Domingo French dijo que no confiaba en el Cabildo porque todos, con excepción de Anchorena, estaban contra ellos y que Julián de Leyva -síndico procurador general del Cabildo- era un hombre de dos caras.
El alcalde Lezica eludía hablar con el virrey para pedirle un cabildo abierto. Lo convenció Saavedra: “Si para el lunes 21 no se convoca al pueblo, no me queda más remedio que ponerme a la cabeza y… ¡qué se yo lo que vendrá!”.
Fue el sábado 19 que Cisneros recibió el pedido formal y para ganar tiempo convocó a los jefes militares para el día siguiente para saber si tenía de su lado el poder militar, ya que sospechaba que un cabildo abierto se le podría volver en contra.
Por la tarde del domingo 20, en su residencia en el Fuerte, Cisneros recibió a los jefes militares con extrema amabilidad.
-No creo que unos cuantos perdularios y sediciosos puedan trastornar el orden de la monarquía ni hacer dudar de la fidelidad que todos le deben al señor don Fernando VII - dijo el virrey.
-Está muy engañado; no eran perdularios ni sediciosos, sino el pueblo entero de Buenos Aires el que creía que Cádiz no tenía el derecho de llamarse representante del rey, y gobernar a la América - le respondió Martín Rodríguez.
Cisneros hizo como que no había escuchado. Posiblemente haya sido sincero, ya que sufría de sordera, recuerdo de guerra de Trafalgar. Se dirigió a Saavedra, recordándole que poco antes le había ofrecido su apoyo, como había hecho con Liniers.
-Las circunstancias han cambiado: a Liniers lo había sostenido el mismo pueblo que ahora pedía por sus derechos - salió del paso Saavedra.
Cisneros, irritado, aseguró que había sido un hombre de honor y que antes de ceder, renunciaría. Y, dirigiéndose a Saavedra, le preguntó: “¿Me van ustedes a sostener o no? Esto es lo que quiero saber”.
-Nosotros estamos dispuestos a sostener lo que resuelva el Cabildo abierto, y por eso lo pedimos - respondió el militar.
Al día siguiente, los cabildantes se vieron presionados por la gritería de gente que los criollos habían movilizado a la plaza de la Victoria. Hablaban de atacar al virrey y hasta de matarlo. Saavedra recomendaba contener al populacho y a los más desaforados.
Es que todos lados había discusiones. En la función del teatro se habían tomado a golpes de puño y hasta con palos un grupo de europeos contra criollos. En los bares y en las pulperías era el tema excluyente. En medio de ese clima, Cisneros no tuvo más remedio que autorizar un cabildo abierto para el martes 22.
Para ese día se repartieron 450 invitaciones entre autoridades y para aquellos vecinos que cumplían con los requisitos básicos para participar de un cabildo abierto: ser propietario, tener una profesión u oficio y un linaje. Los europeos llevarían la delantera. Las autoridades aclararon que se pondrían guardias en las bocacalles de la plaza para no dejar entrar sino a los que presentaran esquela.
Belgrano y otros protestaron en el Cabildo por esa suerte de derecho de admisión. Hubo quienes proponían echar directamente a Cisneros. Pero Leyva le dijo en secreto a Belgrano que fuera a la imprenta y que tomase un paquete de invitaciones y que las llenase como quisieran.
Los criollos se aseguraron de que concurrieran los de su propio bando. Los 600 hombres movilizados por Domingo French y Antonio Beruti fueron clave para asegurarse la maniobra: controlaron las entradas a la plaza, y sus partidarios recibían una cinta blanca, que sujetaba un pequeño retrato de Fernando VII para identificarse. El hecho que French haya sido el único cartero en la ciudad por más de diez años le había proporcionado un acabado conocimiento de cada uno de los vecinos. Muchos partidarios del virrey, directamente no concurrieron, escandalizados y temerosos por sus vidas.
Las deliberaciones comenzaron por la mañana. Fundamentalmente se discutió si el gobierno era legítimo, de acuerdo a lo que ocurría en España, y por consiguiente, si el virrey era aún autoridad.
Los criollos argumentaron que, al no existir un monarca, la soberanía volvía al pueblo, quien tenía el derecho de formar un nuevo gobierno. El obispo Benito Lué y Riega estalló. Respondió que un americano gobernaría estas tierras cuando no quedase un solo español en América.
“Aquí no hay conquistados ni conquistadores, aquí no hay sino españoles. Los españoles de España han perdido su tierra. Los españoles de América tratan de salvar la suya. Los americanos sabemos lo que queremos y adónde vamos”, retrucó Castelli. Era el pueblo el que debía regir su propio destino hasta que Fernando VII volviese al trono.
Por la tarde se votó. Por 155 votos contra 69 se decidió que Cisneros debía cesar en el mando.
¿Cómo formar gobierno? Que lo asuma el cabildo decían unos, y los criollos sostenían que el que tenía que decidir era el pueblo. ¿Era válido que solo el pueblo de Buenos Aires votase una autoridad que gobernaría todo el virreinato del Río de la Plata? Juan José Paso encontró la salida: Buenos Aires adoptaba el papel de hermana mayor de los pueblos, tomaba la responsabilidad y se comprometía a convocar a los distintos pueblos a sumarse, una vez formada la junta de gobierno.
Leyva, ni lerdo ni perezoso, propuso que la junta de gobierno fuera presidida por Cisneros y hasta presentó un borrador con algunos nombres, entre ellos los de Saavedra y Belgrano. Éstos se negaron y exigieron que se comunicara que el virrey ya no mandaba.
El 24 a las dos de la tarde, los españoles propusieron una nueva junta. Cisneros presidente, con dos criollos, Saavedra y Castelli y dos españoles, Juan Nepomuceno Solá, cura de Monserrat y el comerciante José Santos Incháurregui. De aceptar, Cisneros mantendría el poder y el status quo. Moreno era el más pesimista: “Estamos perdidos; si es cierto lo que me dicen, pronto vamos a la horca, porque el poder se afirma en manos de los europeos, y lo primero que van a hacer es exterminarnos”.
Los partidarios del virrey creyeron haber ganado la partida. Hasta se anunció la junta con salvas de artillería y repiques de las campanas de las iglesias.
Pero los criollos tenían otros planes. Tanto Saavedra como Castelli anunciaron que no aceptaban conformar esa junta, y advirtieron a Cisneros que no era responsable por el orden y por el pueblo, que estaba armado. Que habría una revolución si no renunciaba esa misma noche.
La frase que quedó en la historia el viernes 25, “el pueblo quiere saber qué se trata”, aludía a las discusiones dentro del Cabildo, donde no se querían aceptar las renuncias cuando había sido el pueblo el que les había dado ese poder. “¡Al Cabildo, al Cabildo muchachos!”, gritaron French, Chiclana y el padre Grela. La gente comenzó a golpear las puertas.
Una comisión de criollos entregó al Cabildo una lista con los miembros de la junta. Recibieron como respuesta que iba en contra de la monarquía si no se consultaban a los demás pueblos del virreinato. French y Chiclana respondieron que se convocaría a un congreso de todos los pueblos.
“Pues esperemos a todos”, dijo Leyva. “Eso no puede ser. Esos pueblos no pueden negar el derecho de Buenos Aires a pronunciarse y llamaremos a un congreso” - retrucaron.
"¡Todavía no nos gobierna Rousseau, ni Tomás Payne!", vociferaron los españoles.
Leyva intentó convencer a los jefes militares de evitar una guerra civil, advirtiéndoles que la monarquía tomaría esto con una “rebelión atroz” y les pidió que sostuvieran lo resuelto el día 23. Los jefes militares respondieron que no sostendrían al virrey, que el pueblo estaba indignado y que ellos no tenían autoridad para apoyar al Cabildo porque no serían obedecidos; si los cabildantes se mantenían obstinados, no podrían dominar a la tropa.
Llovía y había poca gente en la plaza. Leyva, irónico, preguntó si ese era el pueblo que sostenía a esa junta. Saavedra lo desafió a tocar la campana para llamar a la gente. “Y si por falta de badajo no se hacía uso de la campana, que se mandase tocar la generala y que se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufrirá la ciudad lo que hasta entonces se había procurado evitar”.
Al Cabildo no le quedó otra opción que aceptar la petición. A las 3 de la tarde, con la jura de sus miembros, nacía la Primera Junta de Gobierno.
Su presidente sería Cornelio Saavedra; secretarios, Mariano Moreno y Juan José Paso; vocales: Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Domingo Matheu, Juan Larrea, Miguel de Azcuénaga y Manuel Alberti.
Esa semana pasaría a la historia como la Revolución de Mayo.
El primer feriado
El 6 de abril del año siguiente comenzó a construirse una pirámide en la plaza mayor de la ciudad. El gobierno había encargado la construcción de una columna que, en algún momento del proceso, se la llamó “pirámide” y así quedó. Su construcción estuvo a cargo de Francisco Cañete y, aunque no se llegó a terminarla para el día 25, se la inauguró igual. Se la adornó con banderas, estandartes y a la noche se alumbraba con hachas de cera. De las 8 de la mañana a las 8 de la noche soldados pertenecientes a los distintos regimientos hicieron guardia cuando se cumplió el año de la Revolución. Hubo bailes, festejos y se les brindó la libertad a determinado número de esclavos.
Pero fue la Asamblea del Año XIII quien instituyó el 25 de mayo como fiesta cívica. “Es un deber de los hombres inmortalizar el día del nacimiento de la patria, y recordar al pueblo venidero el feliz momento en que el brazo de los más intrépidos quebró el ídolo y derribó el altar de la tiranía”, estableció la norma votada el 5 de mayo de 1813. Debían llamarse “fiestas mayas”.
Ese mismo año, se tiró la ciudad por la ventana. El 24 de mayo se llevó a cabo una función especial en el teatro, donde las autoridades y los asistentes lucieron, en lugar de sus sombreros, un gorro colorado, símbolo de la libertad. Posteriormente, en la plaza mayor se hizo una fogata con un castillo.
A la mañana siguiente, la gente se despertó con las descargas de cañones y fusiles disparados desde el Fuerte y de los barcos anclados. Los estruendos se confundían con los repiques de las campanas de las iglesias.
Desde la noche del 24 hasta el 26 se sucedieron los bailes, fuegos de artificio, los arcos triunfales, juegos de sortijas tanto en el centro como en los barrios más alejados y , por supuesto, no faltaron los Tedeum ni las misas.
Lo que más sorprendió a los porteños fue la iluminación. En el frente del Cabildo, en la recova y en la propia plaza encendieron más de 200 hachas de cera; se calculó que entre estas hachas, más los faroles y candilejas hubo cerca de 2000 luces, las que se mantenían encendidas hasta la medianoche, que era cuando la gente se retiraba.
El acto político del día 24 consistió el de inutilizar y quemar los instrumentos de tortura, que recientemente habían sido abolidos. Las autoridades y los vecinos vieron cómo, en la plaza Mayor, el verdugo cumplía con la tarea.
Los festejos del 25 se vieron coronados por otra novedad: fue cuando los alumnos de la escuela de Rufino Sánchez entonaron por primera vez las estrofas de la entonces llamada “Canción patriótica”. Disfrazados de indianos, recitaron la pieza que habían compuesto Vicente López y Planes y Blas Parera. Luego, continuaron celebrando la primera fiesta cívica que tuvo nuestro país, cuando aún estaba todo por hacerse y la independencia parecía lejana.