Si no fuera por el altar y la cruz gigante con un Jesús apenas iluminado por una luz natural pálida, la parroquia Santa María del Pueblo parecería un depósito de cajas de cartón, lavandinas, garrafas y alimentos no perecederos. Los pupitres están apilados y hasta los santos pasan inadvertidos, colocados en estantes altos donde también apoyan mercadería que llega para donar. Hoy la prioridad en ese templo no es rezar, sino comer.
Ya no hay misas, como en la época en que Jorge Bergoglio daba sus sermones, pocos meses antes de convertirse en el Papa Francisco.
Aun el padre Juan Isasmendi, de esa parroquia, no parece un cura. Es trasladado por las distintas manzanas de la villa en un camión de bomberos. Lleva un barbijo, una máscara de plástico transparente y viste una camisa y una pantalón. No lleva sotana.
“Esto más que una iglesia se volvió un hospital de campaña, como si estuviéramos en guerra. A veces se queda gente a dormir”, dice el sacerdote a Infobae.
La charla no es fluida porque a cada rato alguien lo interrumpe. “Hay cuatro cuadras de cola de personas que piden comida”, le dice un asistente.
Luego, una joven le pregunta si necesita algo más, que los abuelos que asisten están bien. En el fondo de la parroquia de la avenida Perito Moreno y Erezcano, construida en 1974 con la ayuda de las vecinas y los vecinos (fue la primera en erigirse dentro de una villa de emergencia), duermen personas en situación de calle.
Son las dos de la la tarde en la ex villa 1.11.14 del Bajo Flores, nombre impuesto por la dictadura militar hasta que sus pobladores votaron y ahora se llama barrio Padre Ricciardelli, un cura que dejó su huella.
El lugar parece arrasado por ese enemigo invisible llamado COVID-19. Un enemigo que causa destrozos como el fuego y la inundación, pero que es algo que no puede palparse.
El Gobierno porteño confirmó el viernes 16 que hay unos mil casos en las villas porteñas. En la del Bajo Flores, donde viven unas 40.000 personas, los positivos detectados superan los 270 casos.
“El mensaje lo encontramos en la gente, mientras más crece el contagio, hay más solidaridad, al mismo tiempo tuvimos que cargarnos al hombro el dolor de las personas”, dice el padre Juan. Su teléfono no para de recibir mensajes.
Lo llaman los bomberos, la policía, los médicos. Hasta que en el patio cercano a la parroquia, entra un hombre agitado, con la voz entrecortada. Teme interrumpir el diálogo. El padre lo mira, como para que hable.
-Hay otro finado. Un difunto -repite como si no se hubiera entendido lo que acababa de decir.
Al decir “otro” queda claro que es una situación que ocurre con frecuencia.
-¿Está la familia? -quiere saber el padre Juan.
-Sí.
-Ya voy -dice el padre.
Vuelve a los cinco minitos. Se lo ve conmovido. Como si tuviera un nudo en la garganta, una tristeza oculta en su fortaleza y en su máscara.
-Esto pasa seguido. No hay misa, no hay ceremonias en cementerios ni velorios. Y hay personas que necesitan cargar al muerto en un auto y venir y pedir la bendición. Y no me queda otra alternativa que hacerla desde lejos, con agua bendita y un rezo. Eso los tranquiliza, se sienten más contenidos.
Como para que su mensaje llegue a la gente, el padre lo amplifica en un programa de radio que está en el mismo predio. Dice que se encontró con personas que lo fueron a buscar llorando y que pidieron entrar en la parroquia, él las lleva a una sala donde una imagen grande del rostro ajado de la Madre Teresa de Calcula mira ni bien se abre la puerta. Esa mirada podría definirse, si es que puede definirse, como la mirada de la compasión. Una mirada que abarca mucho más que la pequeña sala que la contiene.
-Al ver eso ojos tan vivos y presentes, esa persona volvió a creer. Después de 30 años -dice el padre Juan. Admite que la ayuda oficial no alcanza.
Afuera de la parroquia, la fila ahora es de una cuadra. Esta vez les entregan fideos. Ni bien recibe la vianda, una mujer no se aguanta le desesperación del hambre, la abre, se baja el barbijo y come los fideos parada, a un costado.
Aclaración: todos usan barbijo, sin excepción. Es más: en algunos pasillos se venden y hasta con motivos: camuflados, de Boca, River, Independiente, con forma de calavera, de colores.
“Una vez la fila llegó hasta el puente, a unas seis manzanas. O seis cuadras”, dice un vecino. Y cuenta: “Si algo logró esto, es que se escuchen menos tiros, que hasta los picantes pensaran en el otro y ahora tiren para el mismo lado”. Se da de comer de día y de noche.
Allí alimentan a cuatro mil personas. Pero en el barrio hay otros comedores u ollas comunitarias. Llueve o truene, habrá una cola para recibir la ración de alimento.
María Orellana, una de las delegadas de esa zona es una de las que colabora a diario. “Qué bueno que vinieron. Porque en situaciones como estas nos invisibilizan o somos el barrio peligroso 1.11.14”, dice y propone ir a su casa, en la misma cuadra de la parroquia. Su hija intenta peinar a una muñeca que tiene lo pelos duros como una escoba. “Después hacemos la tarea”, le dice. La mujer cuenta que en la puerta de su vivienda, en plena dictadura, el cura Ricciardelli enfrentó a una topadora de la dictadura.
-Hasta que un día nos cargaron en un camión y nos tiraron con otras personas en provincia. Yo era chiquita. La cuestión es que no sé cómo volvimos, y mi mamá nunca quería hablar del tema. Pero las familias volvimos a copar el barrio y cada casa se dividía con hilos que se respetaban. Yo mido 1.55, y el techo de mi casa se extendía unos 50 centímetros más.
-¿Cuándo se hizo referente?
-En 2012. Así empezó todo. Mi mamá, que había nacido en Bolivia, decía: hay que devolverle a la Argentina todo lo que nos dio.
María llora, la cara pareciera que hará explotar el barbijo, que denota sus facciones como si fuera una máscara incómoda.
-No voy a negar que hay internas entre los delegados, entre los que tienen ambición y los que quieren ayudar. Y luchamos por la reurbanización del barrio.
-¿Cómo los afectó la pandemia?
-Por ejemplo, muchos de los trabajadores de acá son jornaleros. Y la construcción está parada. En el barrio hay muchos que trabajan de zapateros o en el rubro textil. Algunos se tuvieron que reinventar con ingenio. El que hacía pantalones, mochilas, zapatos o camperas ahora hace barbijos o batas para médicos. Pero el que más la padece es el inquilino. Hay quienes viven en una pieza de tres por cuatro, y son una pareja con dos hijos y no hay ventilación. Antes de la pandemia se hablaba de dengue y tuberculosis. Ya habia problemas. Y aislar a una persona es medio complicado. Otra cosa a destacar: antes de la pandemia, Gendarmeria estaba muy violenta y ahora tuvo que retroceder un poco.
“Pasamos cosas horribles, pero nunca pensamos que iba a venir esta enfermedad”, dice María. En el barrio ocurrieron hechos que lo marcaron. Uno de ellos ocurrió el 29 de octubre de 2005, cuando durante la procesión de la virgen del Señor de los Milagros, en la avenida Bonorino, un grupo de sicarios irrumpió con pistolas y metrallas y dejó cinco muertos, entre ellos un bebé de siete meses que iba en brazos de su madre, y diez heridos. El santo cayó al suelo pero quedó intacto.
Lula Torrez y Pablo Rodríguez se casaron poco antes de la cuarentena. Son bailarines, legaron a ganar un concurso de baile de fusión extrema y recorrieron el país. Y en 2019 abrieron la Barbería King. Él es coiffeur, dibujante y barbero y ella esculpe uñas con un estilo elogiado por sus clientas. El además enseña artes marciales mixta. En realidad todo esto es en pasado.
-Para mí el virus era algo que aparecía en la televisión, que estaba cerca, que era una amenaza, pero tomé la real dimensión cuando una amiga se infectó y estuvo internada en estado delicado. Ella se recuperó y luego se enfermó el marido. Desde ese día todo cambió para mí -dice Lula.
Pablo, su marido, se recuperó de dengue. La pasó mal. Ahora muestra sus manos. Ya no hay rastros de las manchas del dengue. En sus dedos hay restos de pintura azul. Su cuñada, la hermana de Lula, acaba de ser madre. El bebé nació con siete meses y el sueño de ella es que su pieza sea azul y oro, los colores de Boca, el club de sus amores.
-Es una situación difícil. No quiero ser negativo, pero si una persona que se contagió en China progagó el COVID en todo el mundo, no va a ser fácil que esto termine. Nosotros dejamos de trabajar, nos quedamos en casa y tratamos de ayudar a quienes lo necesiten. La solidaridad en el barrio es un valor que creció mucho más en estos días, y valoramos más a quienes lo hacen de corazón, sin ninguna especulación -dice Rodríguez.
Su hermano, Cristian, referente de Venceremos, tiene un rol especial. En medio de la pandemia asiste a los vecinos que puedan tener síntomas y los acerca a los encargados de realizar los testeos.
-Con un grupo de personas decimos que perseguimos y luchamos contra el virus, pero es fundamental detectarlo a tiempo para poder actuar -cuenta.
Su tarea, como la de las personas que se metieron de cuerpo y alma en esta pelea desigual, es la de escuchar al otro, conectar y sumergirse emocionalmente en un laberinto del que no se sale ileso, pero sí bendecido. Cristian cuenta emocionado cuando un niño le contó delante de su madre que no sentía ningúna aroma.
“Eso lo decía todo: es uno de los síntomas que puede aparecer. Se lo dije a la mamá sin que el nene escuchara y lo internaron. Gracias a Dios se recuperó”, cuenta Cristian.
Lula y Pablo se convierten en guías por las calles y pasillos del lugar.
A su paso saludan conocidos.
Cristian es grafitero y se sorprende porque en las paredes aparece la leyenda, gigante, “Quedate en casa”. Es una frase que se repite en otras manzanas, aunque la imagen más repetida es la de San la Muerte o el Gauchito Gil. A las dos cuadras, Cristian recibe varios mensajes. Dos casos sospechosos y la foto de una nena de tres años con sarpullido. “La madre me dice que es dengue”, dice.
Lula se deteniene en un pasillo, entra, golpea una puerta y sale una mujer. Le dicen Lala y a diario le da de comer a unas 300 personas. Está algo transpirada y agitada. No quiere fotos ni ser filmada.
Deja pasar a su casa y se ve una olla gigante que le regalaron. El olor a pollo impregna el lugar. “La abuelita cocina muy rico”, dice su pequeño nieto mientras empuja un autito sin ruedas por el piso.
-Esto lo hago desde hace más de diez años. Sin ayuda de ningún tipo.
“Todo lo hace de corazón”, dice Lula Torrez. Su amiga se emociona.
“Todos cambiamos, hasta la calle. Hay más policías y gendarmes”, cuenta Lula. El barrio parece militarizado, una zona de guerra. A las cuatro de la tarde hay casi tantos uniformados como vecinos. Bomberos desinfectando ambulancias y patrulleros con mangueras con chorros a gran presión. A media cuadra, saliendo de un pasillo, se ve a un hombre vestido como si fuera un austronanta. Traje blanco, botas, una máscara futurista y una manguera.
-Llegaron cinco minutos tarde -dice.
El pasillo está con el asfalto húmero.
-¿Qué pasó?
El hombre no lo quiere decir. Aparece una vecina y habla por él:
-Se llevaron a una persona con coronavirus y a siete que lo rodeaban para aislarlos. ¿Ven esas línea blancas? Las pintamos para que la respeta la distancia social de un metro y medio, pero no todos lo hacen”, dice. Enseguida la rodean y le preguntan qué pasó. “Es ahí”, dice y señala una puerta verde.
Las ventanas comienzan a cerrarse, las puertas también, como desplante a la llegada del maldito virus que golpea al mundo.
En la recorrida se suman perros de la calle. Dos de ellos tienen las piernas de atrás destrozadas. Fueron atropellados, pero siguen, caminan, husmean, mueven la cola y no pierden la dicha que los humanos parecen haber perdido.
En una esquina había una conocida casa que vendía comida peruana, donde más de una vez se celebraron, en la puerta, funerales de gente del barrio. Ahora, un cartel hecho a mano, dice: “Hacemos delivery”.
“Los vamos a llevar a lo del campeón”, dice Lula. “Campeón de boxeo y del alma”, acota Pablo. Es Jesús Romero, un boxeador destacado en los años ochenta, ex campeón argentino y sudamericano liviano, número tres del ranking mundial. Una leyenda del barrio. Nunca quiso abandonarlo. Y desde hace años su sueño es sacar a chicos y chicas de la calle a través de su gimnasio. Su gimnasio tuvo que cerrar (hay gigantografías suyas y un mural con su imagen de boxeador), pero no deja de abrir las puertas de su casa para darle comida a quienes lo necesiten.
Su esposa, María, se queja de la falta de apoyo. “Lo del Gobierno porteño es vergonzoso. Dan poco y nada. Mienten. A mi me dan una mermelada cada quince días y con eso no puedo decirle a una mamá de cinco nenes “te unto cinco galletitas nada más porque sino no alcanza”. “Jesús duerme la siesta, pero lo voy a despertar”, dice la mujer. Y a los quince minutos aparece el ex boxeador, con barbijo y buzo de gimnasia.
Romero, cuentan Rodríguez y Lula, se levanta todos los días a las cinco y prepara las viandas. A las seis comienza a repartirlas. Primero a las personas, las que hacen filas y las que están en situación de calle. Luego a los gendarmes. Y al final a las palomas y a los perros y gatos que también rodean su casa a la espera de las sobras.
Romero sonríe. Y cuenta que el barrio es su vida.
-En mi mejor época me ofrecieron un departamento en la calle Moldes, en Belgrano. Y no quise.
-¿Por qué?
-Porque yo soy del Bajo Flores.
Cuenta que a los nueve años se tomó un tren hacia Retiro porque quería ser boxeador. Había nacido en Jujuy pero vivía en Chaco con su abuela. Llegó sin nada. El colectivero lo dejó en ese barrio porque ahí terminaba la parada. Llegó y se ofreció a cargarle las garrafas a un trabajador. Pidió cobrar con medialunas y un café con leche. Unos policías le dieron alojamiento en el destacamento del Bajo Flores. Y lo llevaban a entrenar. Mientras hay boxeadores que son protegidos por la mafia, en el cas
o de Romero fue al revés. Lo apoyaron los policías. Hasta lo acompañaban a algunas peleas.
-Entrené en el Luna, conocí a Tito Lectoure, a Monzón, a Maradona, pero eso es para otra nota. Ahora el tema es otro. Por estos días pensé mucho en mi infancia. Y en que a mí me dieron de comer y me ayudaron a seguir un camino. Y con el tiempo me ayudó gente que no quiere que la mencione porque tiene perfil bajo, pero siempre les estaré agradecido. Por eso siento que mientras podamos, con mis hijos y mis esposa. no vamos a permitir que una persona pase hambre, frío o no tenga la oportunidad de hacer un deporte.
Jesús tiene una vitalidad contagiosa. Sale a la calle y saluda a sus pupilos y a sus vecinos. Lo acompaña Ringo, un perro negro, grande, pero inofensivo.
"Gracias por el guiso", le dice una chica cubierta por una frazada, que duerme en la calle. "El es Rocky, un crack", dice y presenta a un joven al que le falta una mano.
“Esto va a pasar, esto va a pasar y todo va a volver a ser como antes. O mejor que antes”, dice convencido. Su optimismo no es para subestimar. Es el mismo del niño que llegó en tren a Buenos Aires y no tenía para comer. Del hombre que conoció Europa y pudo ser campeón mundial. El hombre que ahora abre los brazos y mira el barrio: la plaza, los negocios, su propio gimnasio con las cortinas bajas. Los abre como si quisiera abrazar todo. “Pronto esto va a ser el recuerdo de lo unidos que estuvimos para vencer al virus. Las calles serán una fiesta. Las puertas se van a abrir y van a ver que nos pondremos de pie”. Jesús tene los ojos llorosos. Pero su barbijo está tan ajustado a su cara, desde la papada a los ojos, que retiene sus lágrimas. El ex campeón de boxeo se agacha, acaricia a su perro Ringo y sigue caminando. El atardecer tiene un tinte anaranjado. Es la hora en que en distintas casas, hasta en la canchita del lugar, y en las parroquias, se preparan las viandas. Así todos los días. La noche, otra vez, volverá a ser una incertidumbre.
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