Qué nos puede enseñar el experimento de la “cárcel” de Stanford sobre el aislamiento por el coronavirus

En 1971, un equipo de investigación liderado por el psicólogo Philip Zimbardo, fabricó una “prisión” en los sótanos de la Universidad para hacer interactuar durante 15 días a 24 voluntarios, divididos en “presos” y “guardiacárceles”. La experiencia terminó de manera desastrosa, pero también permitió sacar conclusiones sobre qué puede suceder en situaciones inéditas como esta larga cuarentena

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Las medidas de aislamiento para prevenir la diseminación de la infección por coronavirus han planteado una situación inédita para la mayoría de las personas. De pronto se han visto sumergidas en una rutina nueva, impuesta desde afuera, que obliga a compartir un espacio limitado en una convivencia diferente a la que habían tenido hasta entonces. En los grupos familiares, los roles que antes se cumplían casi sin pensar se agudizan o se desdibujan, aparecen desacuerdos o conflictos que hasta entonces apenas si se manifestaban o permanecían ocultos y las personalidades y relaciones de poder dentro del grupo se exacerban.

Es lo que suelen producir las situaciones extremas: un desastre natural, una guerra, una pandemia. ¿Cambian las personas en estas circunstancias que les eran desconocidas o “sacan afuera”, actúan, su “verdadera” personalidad?

Averiguar esto fue uno de los objetivos de un controvertido experimento social que en 1971 llevó adelante un equipo liderado por el profesor de Psicología de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo para investigar el efecto psicológico que ejercía la percepción de poder y la influencia del rol otorgado por un contexto extremo.

Fue un experimento fallido y terminó suspendido por los efectos que estaba logrando.

El experimento de “la cárcel de Stanford”

Lo que Zimbardo diseñó fue una prueba que le permitiera observar de qué manera personas que no habían tenido relación con el entorno carcelario se adaptaban a una situación de extrema vulnerabilidad frente a otros. Para eso puso un aviso en los diarios donde ofrecía 15 dólares diarios a estudiantes jóvenes, de clase media, por participar en la experiencia.

Se presentaron 72 voluntarios, de los cuales, luego de una serie de entrevistas, quedaron seleccionados 24, a quienes se sometió a una batería de test psicológicos. De acuerdo con los resultados de esas pruebas, se los dividió en dos grupos de doce: los integrantes de uno de ellos cumplirían el papel de guardiacárceles, en tanto que los otros doce serían prisioneros, que debería permanecer recluidos durante todo el experimento, inicialmente programado para 15 días. Se les dijo que la selección había sido por sorteo, lo cual era falso.

La experiencia si bien pasó a la historia como “El experimento de la cárcel de Stanford” no se desarrolló en ninguna prisión, sino en los sótanos de la propia universidad, que fueron acondicionados como si fueran una verdadera institución carcelaria, con celdas para tres personas.

El profesor de psicología de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo.
El profesor de psicología de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo.

Detención y encarcelamiento

Para la primera etapa de experimento, Zimbardo tuvo la colaboración de la policía de Palo alto. Agentes verdaderos fueron a la casa de los seleccionados como reclusos, los detuvieron, los esposaron, los encapucharon para que no supieran a dónde los llevaban.

Una vez en los sótanos de la Universidad, el grupo de “guardiacárceles” los sometió al proceso de ingreso, en el cual se los despojó de todas sus pertenencias, se les dio una bata numerada y se les dijo que a partir de ese momento sólo serían identificados por el número que se les había asignado.

De esta manera se introducía un elemento de despersonalización en el experimento: los voluntarios no eran personas específicas con identidad única, sino que formalmente pasaban a ser simples carceleros o presos.

Durante toda la experiencia, guardias y reclusos serían permanentemente vigilados y filmados por cámaras dispuestas en todo el edificio.

Los “prisioneros” no lo sabían, pero los guardias -provistos de uniformes carcelarios, y anteojos oscuros para que los prisioneros no pudieran ver sus ojos - tenían prohibido hacerles daño y su función se reducía a controlar su comportamiento, hacer que se sintieran incómodos, desprovistos de su privacidad y sujetos al comportamiento errático de sus vigilantes.

Sin embargo, en muy poco tiempo, la realidad destrozó lo planificado por Zimbardo.

De la calma a la violencia

Durante el primer día del experimento, el rasgo notable fue que tanto los guardias como los presos trataban de acomodarse a los papeles que se les había asignado, sin poder todavía “creérselos”.

Los primeros en adaptarse a su rol fueron los guardias. Los presos, en su condición de personas en desventaja, tardaron un poco más en aceptar su papel. El primer elemento que notaron los investigadores fue que al tomar conciencia de su poder, los guardias comenzaron a cometer arbitrariedades con los prisioneros.

La reacción de los reclusos fue rebelarse y se amotinaron. Los guardias acabaron atacando a los prisioneros, rociándolos con matafuegos como “armas” improvisadas, los obligaron a ir desnudos para humillarlos, les negaron el derecho a ir al baño y decidieron convertir la comida en un premio en lugar de mantenerlo como derecho fundamental.

A partir de ese momento, todos los voluntarios del experimento dejaron de ser simples estudiantes para pasar a ser otra cosa.

Durante los dos días siguientes, las prácticas de los guardias se volvieron todavía más crueles: obligaron a algunos prisioneros a dormir en el suelo de hormigón, desnudos, luego de despojarlos de sus túnicas y de los colchones de las celdas. También se les impusieron castigos en forma de ejercicio físico forzado e incluso tener que limpiar los inodoros con las manos desnudas.

Philip Zimbardo, que ideó el Experimento Stanford
Philip Zimbardo, que ideó el Experimento Stanford

Guardias y reclusos

No todos los guardias se comportaban de la misma manera, pero los más duros terminaron imponiendo su visión en el trato con los prisioneros. Entre éstos últimos, también había diferentes reacciones frente a las arbitrariedades a las que los sometían.

“Había tres tipos de guardias. En primer lugar, estaban los guardias duros pero justos, que seguían las normas de la cárcel. En segundo lugar, estaban los ‘buenos’, que hacían pequeños favores a los reclusos y nunca los castigaban. Y por último, casi una tercera parte de los guardias eran hostiles, arbitrarios e imaginativos en sus formas de humillar a los reclusos. Estos guardias, aparentemente, disfrutaban completamente del poder que ejercían, a pesar de que ninguno de nuestros tests de personalidad previos había podido predecir este comportamiento. La única conexión entre personalidad y comportamiento en la cárcel, fue el descubrimiento de que los reclusos con un alto grado de autoritarismo aguantaron más tiempo que otros reclusos el autoritario entorno de nuestra cárcel”, describió Zimbardo.

Sometidos a esa situación muchos de los prisioneros sufrieron trastornos y desórdenes emocionales muy graves, incluso depresiones profundas. La mayoría no podía pensar con claridad y tenían dificultad para comunicarse entre ellos. El estrés y el pánico dominaban. Mientras tanto, el sadismo de los guardias continuaba desarrollándose.

Dos prisioneros sufrieron traumas tan graves que fueron reemplazados durante el experimento. Uno de sus reemplazos quedó tan impactado por el trato que los guardias sometían a sus compañeros que inició una huelga de hambre.

Capturado por su propio experimento

Los límites entre investigadores y sujetos de la investigación también empezaron a volverse difusos. En el diseño del experimento – pero sólo en función de mostrarse asó frente a guardias y reclusos – Zimbardo tomó el rol de superintendente, y un asistente suyo, el de alcaide.

Cuando la conflictividad creció, Zimbardo decidió instalar un dormitorio en su propia oficina para gestionar la “cárcel”. Su rol de investigador terminó absorbido por el de un superintendente que ordenaba medidas disciplinarias y modificaba la rutina de los presos. También se erigió en “representante” de la cárcel, ante el reclamo de los familiares de algunos de los estudiantes que participaban de la prueba y les habían enviado cartas que los alarmaron.

El final

La ficción de la cárcel de Stanford se transformó en una realidad. Durante varios días, ni los voluntarios ni los investigadores fueron capaces de reconocer que el experimento debía detenerse. No lo intentaron, porque terminaron tomándolo como algo natural.

Fue necesario que llegara alguien que no estaba involucrado en la experiencia para que Zimbardo y sus colaboradores tomaran conciencia de lo que estaban haciendo.

Ocurrió al sexto día de los 15 que debía durar el experimento, cuando Christina Maslach, doctora de la misma Universidad, fue a entrevistar a los participantes y descubrió los abusos que los guardias estaban cometiendo y reportó la inmoralidad del procedimiento.

En 2008, en una entrevista, Zimbardo reconoció que él mismo se sentía tan metido en el rol de superintendente que no estaba siendo consciente de los límites éticos que se habían traspasado.

Aquí y ahora

Casi medio siglo después, la metodología y los hallazgos del “experimento de la cárcel de Stanford” han sido duramente cuestionados. Y tampoco sus conclusiones puede trasladarse a la vida real, aunque quedó en evidencia que los participantes vivieron la situación como si fuera real, debido al monitoreo del experimento: las conversaciones privadas se basaban en un 90% en los problemas de la “cárcel”, los guardias llegaban a prestar horas extra de forma gratuita para ayudar al funcionamiento de la prisión y algunos prisioneros llegaron a pedir la ayuda de un abogado para poder salir, tratando de obtener la libertad condicional.

Sin embargo, sigue siendo una referencia sobre cómo un individuo o un grupo pueden comportarse cuando se encuentran en situaciones extremas, que los hacen perder sus marcos de referencia cotidianos.

A diferencia de aquel experimento, la inédita situación de aislamiento preventivo que están viviendo millones de personas frente a la pandemia de Covid-19 es bien real. No se trata de una “experiencia de laboratorio” sino de la vida misma.

Philip Zimbardo, mentor del Experimento Stanford
Philip Zimbardo, mentor del Experimento Stanford

“No se puede generalizar. Lo que puede decirse es que en una situación como ésta se profundizan los problemas que antes existían. En una pareja o en una familia, teniendo en cuenta que el concepto de familia a cambiado, que no hay ‘una familia’. Cada uno vive esto como aprendió a vivir, con los instrumentos que le dio ese aprendizaje de vida. Hay que pensarlo en los procesos de cada uno: cómo te agarra, en qué momento te agarra. Repito, no se puede generalizar, pero en una familia en esta situación, una cosa es tener chicos chiquitos, otra cosa es tener adolescentes, otra cosa es no tener chicos en la casa, otra cosa es tener viejos, otra cosa es tener un autista, por ejemplo, o un loco, o un familiar preso. Y las condiciones materiales también condicionan fuertemente: los más humildes no tienen espacio y pocos recursos y eso agrava la situación, la hace más crítica”, explica a Infobae la psicóloga Irene Castro.

Para ella, la elaboración previa que se pueda tener de la muerte, algo en lo que no se suele pensar, también influye en cómo se enfrenta la situación: “Otro factor es qué representa la muerte para cada uno de nosotros. Si cualquiera de nosotros tiene una elaboración de la vida, sobre la incertidumbre, sobre la muerte es muy probable que lo viva más serenamente que la gente que no la ha pensado. Porque es un factor importante qué representa la muerte para cada uno en este contexto de una sociedad de consumo, de éxito, de trabajo constante, está vedado pensarla, si pensás en la muerte sos un pesimista”, dice.

Y concluye con una posibilidad que también es una esperanza:

“Si bien, como dije, este momento crítico trae lo que ya estaba, saca afuera lo que estaba peor no se manifestaba, también tenemos la posibilidad de aprender, de darnos cuenta de que existe la posibilidad del aprendizaje, pero eso también tiene que ver con qué vinimos guardando antes, qué posibilidades nos dimos antes de aprender en situaciones críticas”.

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