Las respuestas a la pandemia de COVID-19 y a la epidemia de tabaquismo han sido diametralmente opuestas. Es curioso: por un lado, en nombre de la salud se ha paralizado el país, lo que ha provocado grandes pérdidas económicas; por el otro, se ha puesto como excusa a la producción para no regular el derecho a la salud, lo que provoca que el Estado destine miles de millones de pesos para cubrir gastos sanitarios que los impuestos a los cigarrillos no llegan a cubrir.
En Argentina fuma el 22,2% de la población adulta y mueren más de 120 personas por día por enfermedades asociadas al tabaquismo, cuya atención en el sistema de salud público tiene un costo de unos 20 mil millones de pesos al año. La epidemia de tabaquismo es completamente prevenible. Su combate mejoraría la calidad de vida millones de fumadores y ahorraría millones de pesos al Estado.
Sin embargo, Argentina nunca ratificó el Convenio Marco de la Organización Mundial de la Salud para el control del Tabaco, que fue refrendado en 2003 por 180 países. Es el tratado con más adhesiones del mundo. Un reciente estudio publicado en The Lancet calcula que el convenio logró reducir en 2,5 puntos la tasa de fumadores en todo el planeta.
Para que el convenio no avance en Argentina fue clave la presión de las provincias productoras de tabaco, fundamentalmente de Jujuy, Salta y Misiones. Sus diputados y senadores se han convertido en verdaderos representantes de los intereses de Massalin Particulares y Nobleza Piccardo, al punto que un ex gobernador se definió hace unos años como “un lobista de las tabacaleras”.
La oposición de las provincias tabacaleras es posible que se deba a una mala interpretación, porque el convenio protege a los productores. De hecho, China, Brasil, India y Turquía, los principales productores, lo han ratificado. Y en Brasil, la producción de tabaco se sigue subsidiando, como ocurre en Argentina, donde más del 80% de la cosecha se exporta. Es falso que su ratificación afectaría la economía.
Así, mientras hay provincias que ni siquiera tienen regulado los ambientes libres de humo (lo que provoca unas 6 mil muertes al año en el país), en varios distritos, para combatir la pandemia ni siquiera se puede circular todos los días o las estaciones de servicio no pueden cargar nafta a las motos. La respuesta del Estado a los dos problemas no tiene punto de comparación.
El tabaquismo, por otra parte, agrava el efecto de los coronavirus en el cuerpo, porque disminuye la capacidad pulmonar. Y la irritación continua de las vías aéreas favorece las infecciones virales. El Estado en sus campañas de prevención ha reiterado continuamente la idea de que “los fumadores están más expuestos a la pandemia”. Pero a la hora de luchar contra el tabaquismo, ha hecho agua.
En efecto, en Argentina se han promovido las medidas menos eficaces contra el tabaquismo, como las campañas de concientización de jóvenes, cuyo escaso efecto en las estadísticas está largamente comprobado. Incluso en el mundo la propia industria tabacalera avaló la prohibición de venta a menores de 18 años cuando comprobó que los adolescentes asociaban el cigarrillo con el paso a la adultez.
La expresión más burda de esa estrategia de las tabacaleras se llamó “Yo Tengo PODER”, una campaña en las escuelas diseñada y financiada por Philip Morris que tenía un mensaje subliminal a favor del tabaquismo. Se realizó a fines de la década del ‘90 en Argentina con el apoyo de muchos gobiernos provinciales.
Lejos de los intereses de las tabacaleras, hay dos políticas públicas que son las más eficaces y que en todas las encuestas en el país tienen un alto índice de apoyo, incluso entre los fumadores. Una es el aumento de precio a través de más impuestos. Argentina históricamente ha ido en la dirección contraria. Hay varios estudios que prueban que el valor real de los cigarrillos ha caído sistemáticamente y que las subas de tributos fueron licuadas con la inflación.
La otra política efectiva es la prohibición de publicidad. Cuando se aprobó la ley nacional, las tabacaleras lograron establecer excepciones, como la promoción en los puntos de venta. Esta excepción, sin embargo, contiene regulaciones que no se cumplen. Un ejemplo: las publicidades de cigarrillos no pueden tener más de 30 x 30 centímetros ni carteles luminosos. Tampoco deberían poder ser vistas desde afuera de los locales. Casi ninguna estación de servicio del país lo cumple. Tampoco la enorme mayoría de los kioscos.
Hace unos años denuncié estas irregularidades en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que se supone que debería controlar el cumplimiento de las leyes. Mi presentación fue literalmente congelada y nunca avanzó. Tiempo después, un informante me confesó que el expediente estaba cajoneado y me recomendaba volver a presentar mi denuncia. Habían pasado años. Y nada cambió hasta el día de hoy.