De su rostro, mutilado e irreconocible, brotaba sangre. Ese rostro, segundos antes, esbozaba una sonrisa macabra. Murió en paz en medio del horror: inmóvil, entregado, sereno y satisfecho habilitó su final como un mártir. “Por favor, no tengo miedo, pueden matarme”, dijo. Y cumplieron: lo mataron. De igual manera lo iban a hacer. Pero las justificaciones las eligió él. Su acto fue una proeza, una inspiración para el levantamiento del gueto de Varsovia, la gesta inmortal que desencadenó el comienzo del fin de la Segunda Guerra Mundial. Así murió Meir Berliner, el judío argentino más importante de la historia del Holocausto.
Nadie sabe mucho de él. No se sabe dónde ni cuándo nació. No quedan registros personales de su derrotero. No se documentó su biografía. No hay fotos ni trascendió su fisonomía. Su historia es incierta hasta el 11 de septiembre de 1942, el último día de su vida. Murió apaleado por oficiales nazis en el campo de exterminio de Treblinka y fue arrojado en una fosa común.
Era un viernes, pero daba igual qué día fuera. Había bajado la tarde en la Appellplatz de Treblinka, una suerte de plaza neurálgica donde se realizaba el recuento de los prisioneros. Berliner había regresado de una brutal jornada de trabajo forzado (podaba árboles en las afueras del campo) y lo habían seleccionado para la “solución final”. Ese era el procedimiento: usufructuar los cuerpos de los prisioneros más saludables y proceder a su ejecución. Debían formarse para atravesar el “camino al cielo”, el sendero por donde transitaban los judíos para ser gaseados.
Al lado de Berliner estaba Abraham Krzepicki, que había sido deportado al campo el 25 de agosto de 1942. Cerca también estaba Boris Weinberg, que recaló en Treblinka el 4 de septiembre de 1942 cuando se reanudaron los transportes desde Varsovia. Lo que pasó, pasó ante sus ojos. Sus testimonios, respaldados por los relatos de los sobrevivientes Eliahu Rosenberg, Richard Glazar, Isadore Helfing, Oskar Strawynski y Tanhum Grinberg, inauguraron la leyenda.
“Cuando nos formamos, el alemán a cargo ordenó a todos los que habían llegado al campamento ese mismo día que se formaran por separado. Los hombres dudaron dónde pararse: si los alemanes iban a eliminar a los recién llegados o los veteranos. Al principio nadie se movió, luego algunos abandonaron las filas. Los alemanes comenzaron a golpear brutalmente a todos. En ese momento, un hombre saltó de las filas, corrió hacia el oficial alemán con un cuchillo desenvainado y lo apuñaló por la espalda. Luego se quedó parado, dubitativo”, narró Weinberg. “No me di cuenta de nada. Nunca vi cuándo o de dónde sacó su cuchillo. Lo miré solo después de que saltara de la línea y con todas sus fuerzas hundiera su cuchillo en la parte posterior del Scharführer que estaba haciendo la selección”, relató Krzepicki.
Berliner lo había planificado todo. Había intentado idear sin suerte un principio de sublevación colectiva y había desistido la invitación a escapar. Lo movilizaban otras emociones: quería cobrar venganza por la muerte de su esposa y de su hija, quienes habían sido enviadas a la cámara de gas no bien arribaron al campo de exterminio. Él corrió otra suerte: su estado de forma y su aspecto saludable le habían otorgado algunas semanas de ventaja. Había aceptado su destino. Guardó entre sus prendas un cuchillo casero. Sabía que tenía una única chance de herir de muerte al oficial nazi y que la represalia iba a ser feroz.
Emergió de la fila, intempestivamente. Fue una manifestación de instinto de rebeldía. Con arrojo y rencor, clavó su cuchillo en la espalda del oficial nazi. El estupor fue absoluto. Era una suceso inesperado, una acción con consecuencias impensadas. No había protocolo porque no había previsión. La ingeniería del miedo había sido, hasta el momento, efectiva. Significó el acto individual de resistencia armada más trascendente de los seis campos de exterminio. No solo el más trascendente, sino el único (hubo levantamientos colectivos como la revuelta de Sobibor).
En Treblinka, cuyos primeros transportes arribaron el 23 de julio de 1942, hace exactos 81 años, murieron alrededor de 900.000 judíos y un oficial alemán. El cabo Max Biala agonizó durante dos días y falleció, producto de las heridas infringidas por Berliner, el 13 de septiembre de 1942. “El alemán suspiró y palideció como un muerto. Dos hombres corrieron hacia él y lo sacaron del terreno cuando estaba medio desmayado. Es difícil describir el tumulto que se produjo en el lugar; tanto los judíos como los ucranianos y los alemanes estaban confundidos. ‘¿Qué pasó, qué pasó?’ gritaban los SS, que desenfundaron las pistolas aunque no sabían hacia dónde disparar, a quién atrapar, a quién defender. Cuán profundos eran sus sentimientos al ver que habían sido atrapados en su accionar”, contó Krzepicki, su amigo. Berliner había desatado un pandemonio.
Krzepicki identificó en su reacción algo de sosiego. No había intentado esconderse o huir. Ni siquiera estaba perturbado: “Estaba en silencio y tranquilo. En su rostro, una extraña sonrisa. Abrió con sus brazos el abrigo, mostró su pecho desnudo y dijo: ‘Por favor, no tengo miedo, pueden matarme’”. Weinberg contó que un soldado ucraniano corrió y golpeó al judío sublevado con una pala. Los oficiales nazis se plegaron en la reprimenda con culatazos. Berliner fue asesinado y su cuerpo, arrojado a una fosa común. “Él no recibió ritos fúnebres pero murió como un héroe. Les recordó a sus verdugos que llegaría el día que tendrán que rendir cuentas y que serán juzgados por la masacre y el gran daño que causaron”, reflexionó Krzepicki en testimonios históricos.
Meir Berliner es la obsesión de Marcia Ras, historiadora de la Universidad de Buenos Aires, investigadora del Museo del Holocausto y en proceso por presentar su tesis de doctorado sobre los ciudadanos argentinos víctimas del Holocausto. Recopiló las declaraciones de testigos presenciales del crimen y persiguió la cadena de su proeza hasta concluir que el ataque de Berliner al SS sirvió de inspiración y gestó conciencia para concebir el Levantamiento de Varsovia, la epopeya del 19 de abril de 1943 que representó la respuesta más emblemática al sistema de opresión nazi.
Ras, en un relevamiento de testimonios de sobrevivientes de Treblinka, halló la repetición de un dato curioso: testigos y prisioneros contaban la epopeya de un ciudadano argentino que había quedado varado en Polonia con el estallido de la guerra. Lo describen como un hombre que había estado en el ejército argentino. “Meir era un hombre robusto, moreno, simpático. Era una persona digna, de buen corazón y buen compañero. Siempre compartía el poco alimento, los cigarrillos y el agua que recibía. Y siempre estaba dispuesto a ayudar a quién lo necesitara. Era conocido por su forma de ser, por colaborar y ser querido por todos”, amplió Krzepicki.
La investigadora rastreó por canales oficiales en las fuerzas de seguridad durante cinco años. Buceó también las vías extraoficiales. Escribió solicitudes a tres ministros de Seguridad diferentes. No halló ninguna conexión con Berliner y la Argentina. Su anonimato alimentó aún más sus sospechas: estaba buscando el hilo de un hombre oscuro e inmoral, un hombre desamparado o un hombre del campo profundo. Su habilidad con el cuchillo puede acreditar estas suposiciones. De cualquier manera, los testimonios de sobrevivientes y los archivos polacos coinciden: todos lo recuerdan.
“Es el argentino que hizo el acto más extraordinario del que tengamos conocimiento durante el Holocausto”, tituló Marcia Ras. Su definición comulga con la de Jonathan Karszenbaum, director del Museo del Holocausto de Buenos Aires: “Es el argentino más importante en la historia de la Shoá. Su historia nos permite echar luz sobre aquellas acciones individuales de rebelión judía contra los nazis. Es probable que hayan existido numerosos actos como el suyo que probablemente no hayan trascendido por falta de testigos. En su caso, sirvió como inspiración para la posterior rebelión en el campo de exterminio de Treblinka, el campo que más judíos vio morir luego del de Birkenau”.
Marcia Ras lamenta que su épica no se anexe a la historia oficial. “Estoy convencida de que su nombre debe ser destacado. Merece estar en el panteón de los judíos de la resistencia. Sacha Pechersky es el héroe de la memoria rusa del Holocausto. En mi humilde opinión, lo mismo debería ser Berliner para la Argentina. Aquí es donde debemos sostener, construir y levantar esa memoria. De todos los que pasaron por Treblinka, él fue el único que mató a un nazi”, subrayó.
Treblinka no fue el mismo después del acto de rebelión de Berliner. A los cuarteles del campo los bautizaron “Max Biala”, en memoria al oficial asesinado. Krzepicki, que escapó del campo dos días después en un vagón cargado de objetos robados a las víctimas, describió cómo había cambiado la percepción de los nazis: “De alguna manera, sintieron que un terror, no menos grande que su crimen, se había asentado en sus huesos. Temblaban ante los judíos. Hasta que me fui los vi pasando cerca de los alemanes con las manos en alto. Ellos ordenaban ‘¡arriba las manos!’. Y cada vez que los alemanes se acercaban a un judío, los miraban de cerca. Tenían miedo de lo que los judíos podían hacer con sus manos”. “La muerte de Biala hizo que los alemanes cambiaran su estrategia sobre cómo tratar a los judíos. Los dejaron de ejecutar al final de cada día y se empezó a crear una población estable de trabajadores que llevó a entender lo que pasó después allí”, analizó la historiadora.
Los oficiales alemanes negociaron: prometieron vida a cambio de una colaboración voluntaria. La historiadora lo interpreta como un acto de sumisión del régimen nazi. Las ejecuciones pasaron a ser hechos aislados, reservados para disciplinar intentos de fuga. La conservación de un grupo de trabajadores permitió, según la visión de Ras, “la fundación de los comandos de sublevación, el tejido de relaciones de solidaridad y la formación de un núcleo de resistencia organizada”.
Lo que pasó después fue el desprendimiento de lo que se había animado a hacer Berliner, frutos de su semilla. El domingo 2 de agosto de 1943, cuando cuatro guardias alemanes y 16 soldados ucranianos se habían ido a nadar a un río cercano, un grupo de judíos activaron el operativo escape. Se habían organizado en células secretas y escondido bidones de nafta, herramientas filosas, armas y granadas. Provocaron el incendio de unas cámaras de gas, cortaron el cerco perimetral y emprendieron la fuga. 57 judíos sobrevivieron en la huida por los bosques.
Berliner se convirtió en leyenda. En las noches de fogata en Treblinka, los prisioneros evocaban su heroísmo. Los testigos presenciales se encargaron de difundir su acto de resistencia. Sin proponérselo, había sembrado un espíritu de rebelión. Lo idealizaban. A los nuevos deportados le contaron su gesta. Los que lograban escapar transmitieron la noticia.
El propio Abraham Krzepicki propagó la proeza de Berliner en el gueto de Varsovia, donde siete meses después se gestó el levantamiento polaco. La lucha comenzó el 19 de abril y siguió durante 27 días. La sublevación era una sentencia de muerte. Combatieron con dignidad y heroísmo en condiciones de inferioridad, aún aceptando que la muerte era inevitable. Fue el “Nunca Más” del pueblo judío, tal como definiera Ariel Gelblung, representante para América Latina del Centro Simón Wiesenthal.
Lo mismo habrá pensado Meir Berliner cuando decidió cobrar venganza por la muerte de su esposa y su hija. En Varsovia, se dedicaron a divulgar la historia de un argentino loco que acuchilló a un oficial nazi en Treblinka. Su insurrección, tal vez, haya inspirado la rebelión más emblemática de la historia moderna.
* El artículo original se publicó el 21 de abril de 2020.
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