Un video que circuló por las redes sociales muestra una imagen infrecuente en estos días. Una noche de la semana pasada, en un barrio de Brooklyn, las dos veredas están atestadas de gente. La mayoría hombres vestidos de negro y con la cabeza cubierta; algunos llevan Schtreimels, esos sombreros redondos y altos de piel. De fondo se escucha una voz que sale a través de un sistema de sonido que llega a todo la cuadra. La multitud, varios centenares apretados de personas, escucha quietamente. Es un funeral. Están despidiendo a un importe rabino de su comunidad. De pronto, se escuchan sirenas estridentes. Dos coches de policía irrumpen. Le exigen a la gente que se disperse, que respete el aislamiento social. El tono es imperativo. Muchos se dirigen, a paso lento, hacia su casa. Otros se quedan parados en su lugar aguardando el final de la ceremonia.
La situación produce extrañeza. Cualquier aglomeración en la actualidad se percibe casi como un anacronismo, como algo fuera de época. Los que despiden a su muerto querido en esa escena no se dan cuenta su presencia en ese lugar atestado pueden hacer que ese dolor y esa pena se multipliquen en pocos días.
El estado de Nueva York se convirtió en el epicentro de la pandemia de Coronavirus en Estados Unidos. Decenas de miles de contagios. Y muchísimas muertes. En algunas ciudades el índice de víctimas es mayor. También en algunos barrios. En estos últimos días se supo que uno de los sectores más golpeados fue el de los judíos ultra ortodoxos. En esas comunidades hubo más de 300 muertos. Y la cifra no parece detenerse. En lugares como Borough Park, Crown Heights y Midwood los casos positivos están muy por encima del promedio del resto del estado. En todos ellos hay importantes colonias de jasídicos. También en Williamsburg en dónde se encuentra la colonia Satmar que retrata Poco Ortodoxa (Unorthodox), la serie de Netflix.
En esos barrios el número de contagios es tan alto que, esas zonas, se encuentran entre las más afectadas de Estados Unidos. Rockland County, por ejemplo, está segunda en el ranking con mayor porcentaje de tests positivos en todo el país.
Los motivos de estas altas tasas de contagio son varios. Las costumbres y ritos milenarios de los jasídicos están tan acendrados en sus integrantes que les resulta inverosímil modificarlos. Los hombres tiene tres oraciones comunitarias diarias, las ceremonias en las sinagogas son innegociables, las familias tienen muchos integrantes, y cada festividad es numerosa y participan de ella todos los miembros posibles de la comunidad. Los casamientos y los funerales son actividades multitudinarias.
Y esta historia adquiere una doble actualidad. Hasta hace unas semanas se hubiera tratado de una curiosidad, de algo ajeno para mucha gente, de algo que sucede en un mundo cercano (en el espacio y en el tiempo) pero completamente extraño. Sin embargo a partir del estreno (y tremendo éxito) de Poco Ortodoxa, ese universo hermético, cerrado, poco comprensible, resulta más accesible y familiar. La geografía de la serie es la que está atravesando con números de contagios que superan el promedio de su país y de su región, ya de por sí afectada. Es en Williamsburg, Brooklyn, el lugar en el que transcurre la serie, uno de los barrios en que estos contagios se desataron, perdieron el control. La rigidez de costumbres y el aislamiento fueron factores decisivos en la propagación. Esa cerrazón los volvió más vulnerables en lugar de protegerlos. Poco Ortodoxa, la historia de su protagonista basada en la vida de la autora del libro original Deborah Feldman, muestra como a la comunidad jasídica se le dificulta amoldarse a los nuevos tiempos, los reacios que son a modificar cualquiera de sus costumbres, lo que el dogmatismo tiene de opresivo. Y cómo ese enclaustramiento puede ocasionar un alejamiento de la realidad que, en circunstancias como las actuales, resulta -literalmente- letal. El éxito (impensado) de la serie puede encontrarse en varias razones. La ambientación perfecta, la empatía con las penurias del personaje, el descubrimiento de un mundo ajeno. Sin embargo, la conexión con este tiempo, en particular con estos días, todos iguales a sí mismos, opresivos, hacen que la identificación del espectador sea automática. Un timing perfecto para su aparición. Y la historia de cómo el Coronavirus penetró en esas comunidades jasídicas se vuelve más comprensible. La escasa apertura, la clausura, la dificultad para salir de ese mundo tuvo, en esta crisis, un efecto paradójico: consiguió que el virus entrara y circulara con mayor facilidad.
A principios de abril, una camioneta del Departamento de Bomberos de Nueva York con varios oficiales a bordo debió interrumpir una boda en la que una banda de música tocaba estridentemente mientras los 200 invitados bailaban. Otro video que se pudo ver en los diarios norteamericanos y que previamente circuló por las redes sociales muestra un funeral en el que participan cientos de hombres. Una procesión cuyo centro es el cajón llevado a pulso por un grupo de jóvenes. Otra vez aparecen las autoridades para intentar dispersarlos. Varios policías vociferan y recuerdan que están prohibidas las reuniones sociales; les piden lo imposible, que mantengan distancia.
Hasta mediados de marzo en que el Gobernador Cuomo prohibió las reuniones de más de 50 personas (mientras Trump decía que no podían juntarse más de 10) los ritos, celebraciones y reuniones sociales de los grupos ultraortodoxos continuaban con normalidad, como si el Coronavirus no estuviera acechando. Luego de las disposiciones oficiales, la conducta siguió unos días. Varios señalan a algunos rabinos que incentivaron las reuniones y que se negaron a cerrar las sinagogas. Pero para la tercera semana de marzo la realidad se impuso y brindó a esas comunidades un golpe durísimo en forma de graves internaciones y hasta de muertes.
Pero no se trató sólo de un desafío, de una especie de desobediencia civil por parte de los ciudadanos. Fue continuar con un estilo de vida, con el cumplimiento de preceptos religiosos ante la carencia de información o la falta de aceptación de la situación de excepción que se vivía. La escritora Frimet Golderberg dijo en el New York Times hace unos días: “Muchas de las cosas que hicieron que el lugar en el que crecí fuera único y hermoso, están contribuyendo a propagar el Coronavirus y a matar a sus miembros”.
Hay muchas razones que explican la falta de velocidad de reacción ante las alarmas de estos grupos religiosos más allá de la añeja colisión entre las leyes seculares y los preceptos religiosos.
Por un lado esas costumbres tiene una raigambre muy sólida. Pasan de generación en generación y constituyen el centro de la vida de muchas de estas personas. Las ceremonias religiosas, los ritos y las celebraciones que implican un cambio de estado en la vida de la persona: nacimiento, Mitzvah, casamiento o muerte son de gran importancia y ocupan un lugar central en sus vidas.
Por el otro, sus miembros están poco comunicados con el exterior. Esa especie de aislamiento provocó que no se tuviera real noción de la gravedad de la situación. No abundan los celulares, las redes sociales, ni el consumo de medios masivos. Esto tiene una explicación histórica: en los grupos ultra ortodoxos hay una desconfianza muy arraigada respecto a la ciencia y un recelo hacia las autoridades seculares basado en el sufrimiento histórico y las persecuciones a su pueblo por parte de aquellos no judíos. Sus mayores fueron aniquilados durante la Shoah; los sobrevivientes fueron muy escasos: esa experiencia los cerró más sobre sí mismos (el idioma que utilizan por lo general es el idisch). También, esa actitud general hacia la amenaza del virus en parte, está basada en una sensación de permanente protección divina; como si estuvieron gritando: “¿Qué puede pasarnos con Dios de nuestro lado?”.
Este alejamiento de la tecnología está provocando en este momento otro tipo de dificultades como que a los hijos de estas familias populosas se les complica seguir con sus clases. En sus colegios religiosos se optó por grabar las clases en audio para que ante la escasez de dispositivos móviles en cada casa, los hermanos se turnen para poder hacer sus tareas. En algunos de esos hogares sólo hay teléfonos de línea. Estas escuelas también colaboraron en los contagios ya que se cerraron después que el resto; en ellas las clases continuaron al menos una semana más como si nada pasara.
Las familias son numerosas. Algunas llegan a los diez hijos. Viven en comunidades cerradas en las que todos los miembros son cercanos y realizan sus actividades en forma conjunta. Eso hizo también que la propagación fuera de una gran celeridad. Otro aspecto a tener en cuenta es que los ancianos, a diferencia de lo que ocurre con otros grupos étnicos en Estados Unidos, permanecen con sus familias, integran su vida y son cuidados en caso de ser necesario por sus descendientes.
Hubo otro evento coyuntural que influyó de manera decisiva. Entre el 10 y el 12 de marzo se celebró Purim, una fiesta religiosa que, naturalmente, promueve las reuniones familiares. La fecha, al borde del dictado de la cuarentena obligatoria en Nueva York, hizo que en días críticos se multiplicaron los encuentros. Aunque no regía todavía la prohibición, la información que circulaba ya ameritaba prudencia.
Ante la actitud de algunos líderes religiosos que instaban a continuar con las reuniones, con los preceptos de la religión como si nada sucediera, se levantaron quejas ante la inminencia del desastre (o con el desastre ya desatado). Hubo rabinos que, conociendo su influencia sobre su comunidad, no bajaron el mensaje del distanciamiento social subestimando al Coronavirus. Hay quienes dicen que el efecto de una intervención decidida por parte de estos líderes hubiera sido inmediato, ya que los jasídicos cumplen las reglas casi obsesivamente. Se les reclama no haber utilizado sus púlpitos para promover el distanciamiento social, pero principalmente haber dejado de lado el cuidado de las vidas (sagradas según su religión).
Un consejero de Donald Trump, Avi Berkowitz, debió tener una reunión virtual con los principales líderes jasídicos de la zona para convencerlos de suspender sus actividades comunitarias y de cerrar momentáneamente todas las sedes de sus instituciones.
Un aviso desoído había ocurrido un par de años atrás con el brote de sarampión en las mismas zonas. Los padres no vacunaban a sus hijos y las instituciones educativas religiosas no brindaban los informes pertinentes a las autoridades.
Otro efecto nocivo de esta situación es el renacimiento de brotes antisemitas. Esta situación particular de estos grupos ultraortodoxos se convirtió en motivo para que los judíos sufran ataques y actos discriminatorios. Es la excusa esgrimida. Otra vez los videos en las redes sociales como prueba irrefutable: en varios negocios (taller de autos o supermercados) se niegan a atender a ciudadanos por sus creencias religiosas.
Algunos rabinos tienen otra responsabilidad en la propagación aunque este caso involuntaria. Como muchos son de edades avanzadas y entran en la población de riesgo del virus, algunos octagenarios o nonagenarios murieron en estos días. Su lugar de preponderancia en la comunidad hizo que sus entierros fueran multitudinarios, desoyendo las normas del aislamiento. En el mismo artículo del New York Times Frimet Golderberg escribe: “Recuerdo cómo eran los funerales en el lugar en que crecí. Si conocías a un amigo que conocía a un vecino del muerto, concurrías a presentar tus respetos”. Eso explica las multitudes.
Un tweet y un video. Una casa fúnebre en Brooklyn. Los dueños y los clientes de esa casa son judíos ultra ortodoxos, jasídicos. En la sala que oficia de lugar para las oraciones el panorama es desolador. El que filma hace un paneo por la enorme habitación. Las imágenes saltan, se mueven parkinsonianamente. No es que tenga mal pulso: la situación es sobrecogedora. El suelo está invadido de cajones mortuorios. Pero también de cuerpos envueltos en lonas (ya no quedan cajones). El texto del tuit grita en mayúsculas: NECESITAMOS AYUDA.
Los que se ven son, al menos, nueves cuerpos. La capacidad del lugar está sobrepasada. Ya no hay coches fúnebres. Los familiares retiran los restos en sus camionetas o autos particulares. Algunos se quedan todo el día en el cementerio participando en cada ceremonia: conocen a cada uno de los fallecidos.
Otro inconveniente, otro posible foco de contagio. Existe un ritual, una purificación del cadáver antes del entierro, llamado Tahara que es riesgoso para quienes lo realizan. Otra de las incertidumbre del Covid-19: no se sabe con precisión la posibilidad de contagio.
Pero si los bomberos tuvieron que irrumpir a mediados de marzo en medio de una boda para doscientas personas para darla por finalizada, en estos últimos días la celebración del casamiento se modificó. Muchos no suspendieron sus bodas programadas (los preceptos religiosos prohíben suspender un casamiento una vez programado). Encontraron una manera novedosa de celebrarlo y de no incumplir con las ley. El festejo se hace en una caravana de autos. En las veredas, vestidos para la fiesta pero respetando la distancia social, las diferentes familias saludan el paso de los novios y los acompañan en este nuevo paso.
Los informes de estos últimos días indican que las medidas de restricción de contacto social ahora tienen un alto acatamiento en las comunidades jasídicas. Un hombre de alrededor de sesenta años dijo: “Muchas mañanas no me quiero levantar de la cama. No encuentro fuerzas. No quiero escuchar más malas noticias”.
La semana pasada se celebraron las Pascuas judías. Es esas comunidades de Nueva York las costumbres no fueron las de siempre. Por una vez la realidad se impuso. Las mesas atestadas de comida con decenas de sillas apretadas alrededor no tuvieron lugar. Los grupos familiares no salieron de sus casas. Celebraron cada uno con lo que convive. Un cambio de hábito obligado por las circunstancias y empujado por las evidencias. Demasiado dolor rodea a esas familias.
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