Alicia Reynoso tiene 65 años y en julio espera jubilarse. Es enfermera y en la guerra del Atlántico Sur de 1982 se desempeñó en el hospital de campaña de Comodoro Rivadavia como personal civil de la Fuerza Aérea. Hoy está abocada a otra lucha: se ocupa de cuidar adultos mayores en momentos en que la pandemia del coronavirus obliga a doblegar los cuidados.
La guerra desde Comodoro Rivadavia
Recuerda como si fuera ayer cuando llegó un capitán de la Fuerza Aérea, con las piernas destrozadas a raíz de una bomba inglesa.
“El hombre no paraba de hablar, tenía un estado de excitación muy grande. Había que prepararlo porque lo iban a trasladar a Buenos Aires. Nos pusimos a rezar y en un momento me pidió un cigarrillo. Sentí que serviría para tranquilizarlo. Fue cuando apareció el director del hospital y, menos linda me dijo de todo. No pude hablar, solo se me caían las lágrimas”.
Las 14 enfermeras que entonces fueron embarcadas, que tenían entre 22 y 25 años, en un principio tenían como destino final las islas pero quedaron cumpliendo funciones en el hospital militar en Comodoro Rivadavia, que se había dispuesto cerca del hangar de YPF.
Había sido adquirido en Estados Unidos en 1980 y estaba preparado para una primera atención de pacientes traumatizados y quemados, para ser inmediatamente derivados a centros de mayor complejidad.
En ese hospital trabajaba Reynoso cuando se desarrolló la guerra. De madrugada venían los vuelos con los heridos, donde atendía las urgencias y luego se los derivaba.
Madres, primas, hermanas
“Los soldados se asombraban cuando veían a una mujer con uniforme verde oliva. Para ellos fuimos madres, amigas, primas, hermanas. Ayudamos a contenerlos. Muchos, cuando se sentían mejor, querían volver a las islas para acompañar al compañero que había quedado en la trinchera. Eran leones de 18, 19 años”, recuerda.
Junto a sus compañeras solían llamar a las familias de los heridos para tranquilizarlas y decirles que sus seres queridos estaban bien. "En esas situaciones, se aprende a curar no solo las heridas del cuerpo, sino también las del alma”, agrega.
Alicia Reynoso había ingresado a la Fuerza Aérea en 1980, en el marco de un programa de prueba piloto de incorporación de mujeres. En 1982 tenía el grado de Cabo Principal.
En una de esas madrugadas en la que esperaban un vuelo, preparó como de costumbre un mate cocido para darles a los heridos. “¿Y si en lugar de mate cocido les damos una sopa?”, propusieron las enfermeras. Cuando los heridos llegaban, se les quitaba la ropa de combate, se los higienizaba y se les colocaba un camisolín descartable. “A partir de esa madrugada les dábamos sopa, y en la cuchara atábamos una pequeña cinta con los colores celeste y blanco. Era el mínimo homenaje que les podíamos hacer a los soldados que habían combatido”, explicó.
Con los años, brindando una charla en Rosario, a Reynoso se le acercó un hombre que le dijo: “Señora, yo tengo el camisolín que usted me puso”.
Luego de la guerra, la enviaron a Córdoba. Estudió en el Escuadrón de Cursos Especiales que funcionaba en la Escuela de Aviación. Obtuvo el grado de alférez.
En 1986 se casó, pero como lo hizo con un subalterno, debió renunciar a su grado. La reincorporarían como personal civil. Actualmente está separada, tiene dos hijas y dos nietos.
En 2004 y 2007 participó de dos misiones de los Cascos Azules en Haití, en el mismo hospital de campaña que se había armado durante la guerra de Malvinas, el que a lo largo de los años participaría en diversas misiones internacionales de paz.
Luego de 37 años regresó a Comodoro Rivadavia, al lugar donde estaba emplazado el hospital y, con sorpresa, hallaron una de las estufas que entonces utilizaban. “Estaba tal cual como en 1982”, contó.
Actualmente, trabaja en la II Brigada Aérea de Paraná y participa activamente de la campaña de vacunación antigripal a adultos mayores en la aldea Grapschental, un pequeño poblado fundado en 1886 por alemanes del Volga en la provincia de Entre Ríos. Allí viven entre 30 y 40 familias, con muchas personas mayores que, en tiempos de la pandemia, requieren un cuidado especial por ser pacientes de riesgo. Esa es la nueva misión de Alicia.
Cuando llegan remesas de vacunas enviadas desde Buenos Aires, ella viaja desde Paraná hacia la aldea. En estos tiempos de cuarentena, vive con sus nietos. “Yo siento que tengo que poner el cuerpo en esta nueva lucha. Si no nos mató la guerra, no nos va a matar este bicho de porquería”, dice.
Alicia nunca supo más nada del capitán que había llegado al hospital de Comodoro Rivadavia con las piernas destrozadas. Hasta que una mañana de 2009, al bajar de su auto frente al edificio Cóndor, se encontraron cara a cara. El llamó a su familia, que vivía cerca. “Ella es la mujer que me asistió cuando fui herido y de la que tanto les hablé”, dijo emocionado. No hubo más que decir, solo se abrazaron.
“Ya volverá el tiempo de los abrazos”, reflexiona hoy la enfermera. Y vuelve a emocionarse.
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