“No hay mejor país en el mundo para venir con la familia”, les escribía el padre Fahy a sus compatriotas irlandeses, instándolos a que viniesen a radicarse a la Argentina. “No vayan a Estados Unidos, donde serán ignorados. Acá la gente es proverbialmente hospitalaria y generosa”, aconsejaba.
El padre dominico Antonio Domingo Fahy había nacido en Loughrea, en el condado de Galway, Irlanda, en 1805. De los diez hermanos, cinco serían religiosos. Luego de ordenarse sacerdote en 1831, y de cumplir en un par de destinos en las comunidades dominicas de Ohio y Kentucky en Estados Unidos y en su país natal, llegó a la ciudad de Buenos Aires el 11 de enero de 1844, el día de su cumpleaños, a bordo del bergantín inglés Plata. Venía a reemplazar al ya enfermo párroco irlandés Patrick O’Gorman, y a atender las necesidades espirituales de 3500 connacionales que poblaban estas tierras.
Pero Fahy, rápidamente, se desdobló para cumplir con más de una función. Vivía en una casa que le habían cedido, en la esquina de Reconquista y Mitre. Caminaba una cuadra hasta a la iglesia de La Merced, donde daba misa, confesaba, bautizaba y casaba. Pero no se conformó con brindar solamente auxilio espiritual.
Se transformó en un referente de los irlandeses en la ciudad y en los que estaban desperdigados por la provincia de Buenos Aires. Se ocupaba de los trámites de los paisanos recién llegados, escribía las cartas de los analfabetos, les enseñaba el idioma, hacía de intérprete ante las autoridades y les conseguía trabajo.
¡Go west!
El sacerdote educaba a los irlandeses para que guardaran el dinero que habían ganado en el Banco de la Provincia. A las mujeres que llegaban de Irlanda sin pareja, se las rebuscaba para conseguirle un marido irlandés, para que no perdieran las costumbres y la cultura de su país de origen. No fuera cuestión que dejasen de ser irlandesas... También convencía a sus compatriotas a radicarse en la provincia de Buenos Aires, donde había mucha tierra por trabajar, si el gobierno daba facilidades para hacerlo. Lo mejor, decía, era adquirir un pedazo de tierra, comprar animales y hacerse de un futuro. “¡Go west!”(vayan al oeste) alentaba.
Cada seis meses, Fahy -quien a veces se hacía llamar Fahey- recorría el vasto territorio bonaerense, especialmente entre Luján y San Antonio de Areco, y visitaba a los irlandeses que ya se habían convertido en verdaderos hombres de campo.
El amigo Brown
Era conocido por todos y se había hecho amigo y confesor del veterano almirante Guillermo Brown, a quien visitaba en su quinta, sobre la actual avenida Martín García frente a Parque Lezama. El pueblo natal del marino, Foxford, estaba solo a 100 kilómetros al norte de Loughrea, el pueblo donde había nacido el cura.
Fueron muy cercanos, a tal punto que el viejo marino le cedió toda la documentación que por años había atesorado para que en un futuro escribiera su biografía.
Esos amigos fueron muy valiosos cuando Fahy organizó una colecta para ayudar a los irlandeses castigados por una brutal hambruna, entre 1845 y 1849, a raíz de la peste de la papa. Llegó a enviar a Dublin cerca de 50 mil pesos. Muchos de ellos llegaron a la Argentina corridos por el hambre.
Fue un defensor de Juan Manuel de Rosas. Un cura compatriota, Miguel Gannon Chitty, primo de la esposa de Brown, fue quien en Goya denunció al cura Ladislao Gutiérrez quien junto a Camila O’Goman habían huido para vivir su historia de amor prohibido. Fahy fue uno de los prelados que le pidió a Rosas un castigo ejemplar. Sin embargo, cuando el Restaurador fue derrocado, los unitarios supieron valorar su obra.
Otro de sus amigos, Bartolomé Mitre, cuando fue presidente, lo nombró en 1865 canónigo honorario de la Catedral de Buenos Aires.
Más allá de haber intervenido en la fundación del Hospital Británico -integró su primera comisión directiva- Fahy fundó el Irish Inmigrants Infirmary, una suerte de centro asistencial para ayudar a los inmigrantes irlandeses que llegaban maltrechos, enfermos y exhaustos luego de la larga travesía de cruzar el océano. Para ello hizo venir al país a una decena de monjas de orden de la Misericordia, a las que llamó “heroínas de la caridad”. Este centro cerró en 1874.
También fundó un orfanato para niñas irlandesas, que sería el origen del colegio Santa Brígida, que lleva el nombre de la santa patrona de Irlanda. Y fue gracias a sus gestiones que las islas Malvinas pudieron contar, a mediados de 1850, con un cura católico, costumbre que se había cortado con la usurpación británica de 1833.
El 27 de enero de 1857 le suministró los últimos sacramentos a Guillermo Brown, quien moriría el 3 de marzo. El propio cura, ese mismo día, fue el encargado de informarle al ministro de Guerra y Marina, la noticia: “Él fue, señor ministro, un cristiano cuya fe no pudo conmover la impiedad, un patriota cuya integridad la corrupción no pudo comprar, y un héroe a quien el peligro no pudo arredrar”, escribió.
Frente al cólera y la fiebre amarilla
Vivía muy modestamente, y vestía hábitos gastados por el diario trajinar. “La caridad no tiene patria”, repetía. En una oportunidad, la comunidad irlandesa logró juntar el equivalente a 600 libras esterlinas para ayudarlo. Curiosamente, fue un estanciero inglés protestante quien por muchos años lo asistió económicamente.
Se desdobló, junto a las Hermanas de la Misericordia cuando Buenos Aires fue azotada por las epidemias del cólera de 1867 y la de fiebre amarilla, de 1871. “Nuestros gastos son grandes y nuestro trabajo es horrible”, escribió.
El 16 de febrero de ese año, Fahy concurrió a dar los últimos sacramentos a una inmigrante italiana que agonizaba, a pesar de las advertencias de sus connacionales de no hacerlo. Si no era irlandesa, decían. Al día siguiente, despertó enfermo aunque luego, sintió que se recuperaba. Sin embargo, la muerte lo sorprendió la madrugada del 20 de febrero, a los 67 años.
Si bien las crónicas afirman que falleció víctima de la fiebre amarilla, hubo dos médicos que aseguraron que hacía años estaba enfermo del corazón. Esa misma tarde, fue enterrado en una bóveda del Cementerio de la Recoleta. Durante un mes, los irlandeses radicados acá, lucieron una cinta negra en su brazo, en señal de duelo. Con el tiempo, surgirían instituciones educativas y deportivas que llevan su nombre.
A comienzos del Siglo XX se rescataron sus restos, cuando ya se los creía perdidos. Se construyó una sepultura, en la que se usaron mármol y granito traídos de Irlanda, coronada por una cruz celta.
Por precaución, cuando falleció se procedió como se acostumbraba en esos meses devastadores de la fiebre amarilla. Juntaron sus ropas y sus pocas pertenencias, y las quemaron. Y en esa fogata también desaparecieron los papeles que su viejo amigo irlandés Brown le había confiado para escribir su vida. De todas maneras, el marino tiene toda la eternidad para reprochárselo. Su tumba está justo frente a la de su amigo cura.
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