La Argentina se encamina hacia la segunda fase de la cuarentena obligatoria en su lucha contra la epidemia del coronavirus. Desde el anuncio del presidente Alberto Fernández de la extensión del confinamiento hasta que finalice la Semana Santa, el foco del Gobierno se acentuó en cómo ayudar a los sectores de más bajos recursos, que serán los más damnificados por la interrupción abrupta de la actividad comercial.
Precisamente, en los diferentes asentamientos y en las villas miseria alrededor de todo el país, los residentes se enfrentan a dos enemigos, cuyas herramientas para combatirlos son diametralmente opuestas: la mejor manera de luchar contra el virus Covid-19 es el aislamiento respecto de otras personas, mientras que la única manera de la que disponen para poder llevar comida a sus hogares es salir a la calle.
Mayra Arena, de 28 años, es la joven que en 2018 trascendió gracias a un escrito en las redes sociales y a la Charla TED titulada “Qué tienen los pobres en la cabeza”, en los que describió cómo fue su vida durante más de dos décadas en un asentamiento de Bahía Blanca. Con su palabra, en su momento logró penetrar en los hogares de la clase media argentina al reflejar una realidad que millones de argentinos desconocían.
Arena, que en el 2019 consiguió trabajo en una consultora de comunicación política y logró mudarse a un modesto departamento de Tres de Febrero junto a sus dos hermanas menores y su hijo de 13 años, continúa en permanente contacto con sus familiares y amigos en diversos asentamientos. Así, en una extensa charla telefónica con Infobae, trazó la realidad que se vive en los lugares más pobres del país después de los primeros 11 días de cuarentena y analizó cómo se preparan los más necesitados para una instancia de su vida con un panorama absolutamente incierto.
—¿Cómo se hizo hasta el momento para sobrellevar la primera fase de la cuarentena en los asentamientos y villas?
—Los pobres tenemos dos problemas principales para enfrentar esta peste. El primero es el de los recursos, el habitacional. Y el segundo pasa a un plano personal, moral, por así decirlo. La conjunción de los dos deja un escenario de un riesgo muy grande tanto en el plano económico como en el de la salud.
—¿Dónde radica con más peso el de los recursos?
—La vida en la villa no ha cambiado muchísimo. No es que no haya habido acatamiento y no se enteraron, pero allá hay una realidad diferente. Adentro de las casas no hay una comodidad mínima que te permita pasar las 24 horas del día encerrado. Es imposible. Cuando uno es pobre, el rancho es para dormir. Vos entrás a los ranchos y en general no tenemos mesa. Ni hablar que no tenemos un sillón o un lugar para sentarse. El ranchito es la cama y una tele. La precariedad hace que todo gire en torno a la cama. El rancho sólo se usa para dormir.
Además, no hay una cama para cada uno. Eso pasa en muy pocas familias. Tenés que ser un privilegiado. Entonces, hay una falta de intimidad en las casas, de espacio propio, que no te permite estar en tu casa. No podés cambiarte, tener un espacio para poder cambiarte de ropa, lo tenés que estar haciendo afuera a escondidas. Entonces, creo que hay que ser un poco más comprensivo con la gente de los barrios que anden al menos en la cuadra, o por lo menos en el espacio cercano a su casa, porque esa es la forma de estar en su casa que tiene un villero. El estar en la casa de un villero es estar en la “rancheada”, estar en ese espacio. Cuando todo es tan compartido, cuando hasta la cama es compartida, realmente estar en la casa encerrado es todo un sacrificio.
—Y eso suma al combo los problemas de la salud emocional…
—El estrés que tiene una familia que vive encerrada y amontonada no se compara con el que vive una familia que tienen cuartos individuales y espacios comunes. El estrés del villero también lo compone el hecho de que no tenés para comer, no te alcanza la plata, se te acabó la garrafa y ya no tenés para comprar otra. Entonces, ¿con quién te desquitás esa impotencia y esa rabia? Yo me permito ser del interior y discriminar un poco, pero no hay nada más sobrepsicoanalizado que el porteño. Tienen esa sobredosis de psicoanálisis de pensar que “cómo puede ser que desquiten sus frustraciones con el que tienen al lado”. Y la realidad es que el pobre no tiene ese psicoanálisis encima. El pobre se desquita como puede. Y la realidad es que casi siempre ese “como puede” es contra su familia. Y por eso, en general somos más violentos, tenemos más peleas domésticas, hay muchos más quilombos familiares. Entonces, esto del coronavirus se suma a todos los problemas que tiene el pobre, que de por sí son un montón y que son recontra difíciles de llevar.
—¿Y el problema moral?
—Ese problema está relacionado estrictamente al virus y a una posible subestimación de lo que pueda causar. Respecto al coronavirus, vos podés tener conciencia de que te puede matar o podés adoptar una postura de “estoy tan curtido que esto no me va a matar”. Porque los pobres también tenemos una romantización de nosotros mismos, de nuestro coraje, y nos creemos más fuertes que la media. Si te cagaste de hambre, si saliste a cirujear o a trabajar de pibe, si nunca tuviste nada y así y todo te las arreglaste siempre para sobrevivir, sí, es muy probable que te creas muy fuerte. Los pobres somos muy de creer que si se viene el fin del mundo, nosotros somos los que vamos a bancar los trapos, los que ya vamos a estar curtidos. Y la realidad es que este virus no discrimina de ninguna de manera, contagia de arriba para abajo. De hecho, hasta dentro de la lógica, el sistema inmunológico de un pobre es más débil que el de los demás, pero bueno, el pobre también tiene esto de “mirá, a mí no me mató cagarme de hambre en el 2001, comer cosas podridas, a mí no me va a matar nada”. El orgullo es la única fortaleza que tiene el pobre y se aferra a eso para seguir saliendo a buscar la comida que tiene que traer a la casa sí o sí. Y si no hace eso, ¿qué hace? ¿Me encierro en mi casa y que se cague de hambre toda mi familia?
Por ahora, el coronavirus todavía es un enemigo invisible y todo pasa a un segundo plano cuando no tenés qué comer. En cambio, el hambre ya se empieza a sentir y se siente claro. Lo sentís en la tripa, te duele la cabeza, te agarra esa debilidad de mierda, te agarran arcadas. Todos los procesos del hambre, el que está abajo ya los vivió y no los quiere volver a enfrentar. La reflexión que hace el pobre en estos días es: “Con el virus, hay probabilidades de que me agarre y hay probabilidades de que no. Pero es diferente al hambre, que sé que me va a agarrar sí o sí”. Entonces, entre cagarme de hambre sí o sí o jugármela y si me agarra, me agarra, pero por lo meno sigo trayendo comida, es muy probable que el pobre termine eligiendo la segunda opción.
—¿Cuál es la situación económica en tus asentamientos de referencia en estos primeros días de cuarentena?
—En un barrio bajo, por lo general lo que más tenés son mucamas, changarines y albañiles. Hasta ahora, es muy poco el personal que está en blanco porque culturalmente sigue pasando que, por ejemplo, las mujeres que limpian están en negro. Ese ingreso se ha caído y el ingreso fuerte, que es el masculino, el que sale a arreglarte cosas de la casa, a cortarte el pasto, a levantarte una pared, ese tampoco puede salir a trabajar. En el único lugar donde hay movimiento es en el barrio, pero para adentro. Hoy vas a un barrio popular y hay casi el mismo movimiento que antes de que explotara lo de la pandemia. Pero el tema es que no se sale afuera de la villa, que es donde se consigue la plata. Entonces, lo que va a pasar es que, ni bien afloje un poquito esto del confinamiento, va a explotar lo que es el mercado del trueque. Como todos sabemos, cuando cae la economía, los primeros que nos quedamos sin plata somos los que estamos más abajo y lo primero que sale enseguida es el trueque. Esto de cambiar lo poco que tenés por comida para tu familia.
—¿Hay cierta ilusión de que, una vez que se supere la pandemia, se apuntale la solidaridad y se apunte a una sociedad un poco más igualitaria?
—No. El pobre ya está acostumbrado a joderse. El pobre está acostumbrado en que le van a aumentar todo cada vez que llega una nueva crisis. Lo que ha aumentado la comida en estas semanas fue escandaloso. Para los que nuestra única preocupación es el alimento, la inflación que hemos sentido en estos días es brutal. Cuando la comida es tu único gasto, es brutal sentir que todo se fue al carajo porque se te achica cada vez más el billete que tenés en el bolsillo.
—¿Cómo se recibió la noticia del subsidio anunciado por el Estado para las personas de más bajos recursos?
—Hay mucha alegría con el bono de los $10.000 que se va a recibir, muchos van a zafar el alquiler con eso.
—¿Cómo?
—Es que muchos piensan que, como es un asentamiento precario, en las villas se vive gratis. Pero la realidad es que en la villa ocurre lo que en todo sistema capitalista: se va concentrando la riqueza, hay personas que son dueñas de cada vez más ranchos, y es muy común el alquiler. Un alquiler en la Villa 31 no baja de los $8.000, el más normalito. Es que ya no es más como antes. En los 90 estábamos enganchados a todo. Yo empecé a pagar el cable recién a los veintipico de años. No existía pagar ciertos servicios porque te enganchabas. Ahora cada vez hay más controles y el costo de vida hace que sea más parecido al de cualquier otra persona que no vive en un asentamiento. Uno paga los servicios, tiene costo de vida. Entonces, es muy posible que muchos utilicen este bono para pagar el alquiler.
—¿Se están preparando medidas dentro de los asentamientos en caso de que se llegara al pico de contagios en el país?
—La pandemia no discrimina. Ahora, esperemos que el sistema de salud tampoco discrimine porque en ese sentido también tenemos las de perder. El pobre es muy de ir al hospital solo cuando se está muriendo, va a las rastras, va cuando es absolutamente necesario. Está acostumbrado a que su salud tenga una calidad bajísima. Está acostumbrado a vivir con dolor, con dolor físico. Imaginate que si van al médico y le recomiendan una semana de reposo absoluto. No podés hacer reposo porque no podés dejar de trabajar para llevar el pan a casa.
—¿De qué manera se puede extender la ayuda?
—Hay dos puntos clave. La garrafa es algo que no puede faltar. La gente que dona, por ejemplo, lo hace con harina, fideos o arroz, que son cosas que necesitan cocción. Pero si no te quedó una garrafa, ¿qué hacés con eso? Y ahora mismo se está viviendo la situación de que no sabés hasta cuándo tenés que estirar la garrafa, porque no sabés hasta cuándo vas a tener que estar adentro o tener plata para comprar otra. Y la garrafa no la querés usar, por las dudas. Entonces, volvés a bañarte con agua fría. Vuelve el pan como protagonista. Volvés a las masitas, la alimentación de mierda. Harina, harina y más harina.
El otro punto es el de mantener activa la cadena de donaciones. Sé que ahora no se puede por la cuarentena, pero les pido a los que habitualmente donan, que traten de acercarse a seguir dejando algo. En esta situación, los que donaban habitualmente dejaron de donar de manera automática. La clase media, que ya acató la orden de cuarentena, era la que sostenía el merendero y la que sostenía el comedor. Es importante que no deje de haber caudal. Que empiecen a donar muchos alimentos que se puedan comer sin cocción por el tema de la garrafa. Mucha masita, mucho pan. Sé que es una alimentación que es una cagada, pero es lo que el pobre puede comer sí o sí.
—¿Te preocupa un incremento de la inseguridad en los barrios?
—Cuando hay confinamiento, el lugar donde hay mayor control policial es en los barrios intermedios. Y eso va a terminar llevando a que los pobres le salgan a robar a otros pobres. Va a aumentar la inseguridad en las villas y en los barrios bajos va a haber mucho de esos “robos miseria”, en los que roban ropa que tenés colgada en la soga, un envase de garrafa vacío, te roban ollas, te entran a tu casa y te rompen todo. Es un robo más resentido y más bajo, porque no hay nada más bajo que robarle a un pobre. Lo mismo va a pasar con los que salen a pedir, que le van a tener que estar pidiendo limosna a otros pobres. Si sigue esto por mucho tiempo, va a terminar convirtiéndose en algo de supervivencia.
—¿Qué balance se hace en los asentamientos sobre esta situación tan atípica en la historia del país?
—Ahora mismo, respecto al virus hay una especie de resignación. Si te tiene que agarrar, te va a agarrar. Es la lotería del pobre. La lucha sigue siendo otra. Cuando la alacena siempre está vacía, tu lucha siempre es otra. No importa que afuera haya un virus, el apocalipsis zombie o una guerra. Tu lucha es conseguir para morfar.
—¿Y tu situación personal?
—Hoy en día, mi realidad es otra. Tengo un buen laburo que me permite poder quedarme en mi casa. Acá cada uno tiene su espacio y tenemos la heladera llena. El hambre que pasé cuando era chica no creo que lo vuelva a pasar, y si lo pasara, ya tengo los recursos incorporados para enfrentarme a eso. Por eso te digo que los pobres también tenemos idealizado eso de que “aguantamos cualquier trapo”. Y en ese sentido, soy igual de agrandada que el resto.