El viernes a la tarde publiqué tres fotos en mi Instagram. Dos de ellas no me pertenecían, las encontré en Internet: me reflejaron momentos vividos, me sentí identificada en muchas formas y las subí agregando frases en alusión a eso que me evocaron. Eso desató un escándalo (que no nos ofrece la cura para al Covid 19 ni la solución para activar la economía) pero que, sin embargo, se convirtió en el tema del fin de semana y, sobre todo, en una ola de violencia. Pero bienvenida sea la reflexión a la que nos invitó y el aprendizaje que me dejó.
Una de las autoras de una foto reclamó su autoría, con toda razón. Yo ni siquiera había encontrado esta foto en su Instagram sino en otra aplicación. Resulta que a esta artista la seguía pero en el tumulto uno pierde de vista a quien le dio “seguir” en algún momento de ocio navegando en las redes (me hizo sonreír esa idea en medio todo: se ve que su arte ya me había llamado la atención alguna vez).
No leí su reclamo porque estaba sin el teléfono mirando series. La bola creció en redes y cuando tomé de nuevo el aparato, de madrugada, mi nombre era trending topic y la escalada había resultado en una suerte de Inquisición a cada foto que publiqué que no era mía: el rastreo de sus autores, la mayoría mujeres. Eso me impresionó, porque resulta que me identifiqué con su sensibilidad sin saberlo aunque encontré estas imágenes desperdigadas por Internet, algunas yo, algunas la persona que me ayuda a generar contenido para mantenerme activa en las redes sociales cuando tengo otros compromisos.
Me acusaron de ladrona y mentirosa, de psicópata y perversa. Después de pedir perdón en un video grabado rápidamente antes de ahogarme en el dolor de tantos golpes en medio de esta cuarentena, pude sentarme a mirar con un poco de perspectiva el panorama, y hablar de lo que era importante: pedir perdón, reconocer el error, y evaluar qué se pone sobre la mesa cuando me juzgan.
Ver la propia miseria
Ya lo dijo Rita Segato: no hay que construir una heroína, hay que hacer foco en que es un grupo de mujeres rescatando a otra. Afortunadamente la leí, y fue lo primero en lo que me concentré. No permitirme creerme una heroína, como las heroínas de las novelas o los dibujos con los que crecimos, que no permiten el error, que nos deshumanizan. Germen del mismo proceso que nos hace objetos y no sujetos. Los adormecidos mezclan todo, y quizás sí haya un punto de unión, no el que ellos señalan, donde la fabricación de una imagen es la totalidad de la persona. Ver la propia miseria es a lo que nos obligó la cuarentena: mirarla de frente, posiblemente avergonzarse, pero no ocultarla, sacar también eso de abajo de la alfombra y salir adelante.
Pedir perdón. Que te endiosen o te denosten es el riesgo de esta era de millones de seguidores y la vida medida en likes. Esa es la trampa en la que también caí, el aprendizaje es para una y para quien se tome el tiempo de mirar mas allá. Una era en la que hacemos historias con filtros porque, aunque decimos que nos gusta lo natural le seguimos dando millones de likes a las modelos perfectas, los platos con presentación gourmet y nos descargamos Pinterest para inspirarnos.
De Pinterest saqué esas imagines. En la precarización laboral que afrontamos todos la desesperación por mantenerse activo en redes, por acumular likes y reproducciones, en la pretensión de mostrar lo que es aceptado, perdemos el foco. Contra esa precarización hay que luchar, una forma de luchar es dar los créditos a quien corresponde: ese fue mi gran error. Bienvenido este aprendizaje, debemos ser conscientes del material que compartimos y de a quién le corresponde su autoría, esa es una de las formas de no contribuir a este sistema que invisibiliza a los mas débiles y permite que quienes ya tienen poder sigan acumulándolo adjudicándose el talento ajeno. Yo también perdí el foco, bienvenido sea.
La batalla contra la industria del odio
Las actrices siempre decimos que preferimos hacer de malas porque nos aburren las heroínas, que nunca se enojan, nunca se equivocan, siempre son víctimas. El programa que protagonizábamos “buenas y malas”, “lindas y feas”, “divinas y populares” tuvo ese efecto llamativo en la población infantil. Las nenas no querían ser “la buena fea”, querían ser “la mala linda”, era mas divertido y, además, eras linda. Hoy en los comentarios de mis fotos mas sensuales aún me dicen “vos tendrías que haber sido de las divinas”, el grupo de las bellas y más sexualizadas. Una de mis amigas que me aporta lucidez en estos momentos me dice: "Nos quieren dóciles, bellas y sexys, nunca sexuales”, y allí mismo radica la trampa.
La construcción de heroína entrecruza su camino con la idea de la “buena víctima”. En mi caso, ser la “buena víctima”, de cara y voz dulce con sonrisa hegemónica también permitió que el mensaje se amplificara. La idolatría a la valentía o la idolatría a cualquier cosa es peligrosa. El ejercicio es no caer en la demonización ni en la santificación. Ser víctima de una violación no te hace impoluta, no te quita las miserias humanas. De ser así la mitad de la población mundial de las mujeres y disidencias estaríamos iluminadas para siempre, porque las estadísticas demuestran que fuimos demasiadas las que atravesamos esas situaciones.
Todo queda metido en una licuadora gigante. Necesitamos referentes y necesitamos humanizar a esos referentes. Así como también necesitamos construir nuevas masculinidades, nuevos hombres que sean referentes de una forma de atravesar esta etapa de cambio para construir un verdadero paradigma nuevo, que nos incluya a todas, todos y todes.
Cuando todo queda mezclado es momento de sentarnos a discriminar. En medio de todo suelen tirarnos con las víctimas a las que no pudimos ayudar. Natacha Jaitt era una víctima estereotipada como “mala víctima”. Nunca tuve contacto con ella, me mandó un mensaje un día en el que yo salía de una pericia psiquiátrica para presentar en mi causa, estaba profundamente abrumada, una época en la que mis redes no me daban tregua, época en la que recorrí diferentes organizaciones sociales en busca de que me dieran un soporte para contener a la innumerable cantidad de mujeres que me escribían contándome sus casos.
Natacha era pública pero como ella hay miles ¿o tal vez millones? Mis compañeras la contuvieron, hablaron con ella durante semanas. ¿Hace falta aclarar que no somos el Estado? Sí, hace falta. Hace falta desmantelar cada rincón de este sistema que nos tiene ciegos. No pudimos frenar la ola brutal que le cobró la vida, a ella y a tantas otras. No podemos tampoco mantenernos siempre en eje cuando son tan grandes las embestidas. Me preguntaba en este tiempo qué sería lo que me humanizará de nuevo al fin. Aquí, en medio de esta cuarentena, esta la respuesta.
Los que te aman son los que conocen tus virtudes y tus miserias. Por eso no pueden ser tantos, porque son pocos los que nos conocen en profundidad y al desnudo, por eso conectamos profundamente con algunas personas y esas nos marcan la historia. Haber marcado un pedazo de la historia de las millones de mujeres que se animaron a hablar a partir de la acción que hicimos era muchísimo más que lo que jamás pudimos imaginarnos. Porque las batallas son contra grandes industrias, la peor de ellas, la industria del odio.
Vende la belleza, siguen siendo hegemónicas las protagonistas de las novelas, pero a quienes están embarcadas en defender derechos y dar luchas por las injusticias sociales no solo nos ponen la vara mas alta -cosa que aceptamos porque estamos cuestionándonos constantemente-: también la virulencia es mucho más fuerte, la lupa busca incansablemente, tal vez justamente, como me dijo otra de mis compañeras enormes, “porque refleja el poder que poco a poco logramos construir, porque estamos moviendo los cimientos de un poder enquistado en la desigualdad”.
Creo que lo mejor que podemos hacer es mostrar lo más humano que tenemos, incluso si eso genera desertores, si eso no tiene tantos “me gusta”. Pero es más real: el aprendizaje de mi generación es minuto a minuto y delante de muchos ojos. En todo este tiempo, afortunadamente, siempre hablé de lo mucho que tenemos para aprender de las generaciones más chicas, que ni siquiera tuvieron que desaprender querer aparentar.
Aparentamos cuando conocemos a alguien que nos gusta mucho, porque nos da miedo que el hecho de vernos las miserias lo ahuyente, pero todos reconocemos qué loable que es mantener un vínculo en el tiempo. No me refiero a las parejas que pasan años sometidas en círculos dañinos para aparentar “la familia ideal”; me refiero a esas que sortean los escollos juntas aceptando quién es verdaderamente el otre, o las amistades que perduran en el tiempo, a pesar de haber pasado por desencuentros, o incluso peleas con tonos elevados.
Tengo de esas, son las que llevo tatuadas, ya que tanto se habló de mis tatuajes estos días. Porque sino seguimos perdiendo el sentido de realidad, más aún en este encierro, este capítulo impensado de Black Mirror que estamos viviendo.
En una publicación, que fue mal interpretada, propuse “tal vez ahora la pregunta sea "¿querés pasar una cuarentena conmigo?”. Porque eso incluye los momentos de hastío, de mal humor, de desesperación. El encuentro con la miseria propia y la ajena, y saber si estamos dispuestos a enfrentarla o preferimos ponerla bajo la alfombra. Aquí estoy yo, con mi propia miseria: elijo sacarla de abajo de la alfombra pero eso no quita que mi palabra tenga valor, verdad, sentimiento. Eso solamente me hace humana, quizás el valor más preciado que podamos tener en este tiempo de aislamiento.
Son humanos aquellos que nos están salvando la vida, las y los médicos a los que llamamos héroes, lo son, pero no por eso debemos caer en el romanticismo -“miralos, cobran dos mangos y ahí están poniendo el cuerpo"-. Debemos luchar para que ganen lo que merecen, para que tengan el equipo diario de protección para atender a los infectados. Caer en la trampa de lo heroico nos hace justificar que este sistema siga igual de injusto y esperar que, como en las películas, nos rescate un súper héroe o una súper heroína, que por lo general obtiene el sustento de otro trabajo que le permite comer.
SEGUÍ LEYENDO: