Hace poco -el martes 10 de marzo- aquí en Infobae Agustina Larrea publicó una estupenda crónica sobre las viviendas llamadas “Las mil casitas”.
Esta historia transcurre en uno de esos barrios, el mío, el de Parque Chacabuco.
- ¡¡¡Es una bruja, es una bruja!!!
Entre los pibes de la cuadra la afirmación justificaba una advertencia extrema:
- ¡¡¡Si te ofrece caramelos, tiralos!!!… ¡¡¡Están envenenados!!!…
Tengo que admitir que varias veces me dio caramelos. Y otras tantas, los tiré por la alcantarilla cuando ella ya se había ido.
Pero de a poco, la ¿bruja? empezó a parecerme simpática.
Empezando porque ni era fea, ni tenía bonete negro, ni lanzaba carcajadas salidas de una boca desdentada.
Era menuda, siempre sonreía, se paraba a conversar con todo el mundo. Y me encantó su nombre, cuando lo supe.
Victoria. Victorita. ¿Edad? Qué sabía yo… Centenaria, milenaria, daba lo mismo.
Hoy sé que en ese momento ya pasaba los 70 años. Es curioso: tenía la misma edad que ahora tiene el locutor que escribe esta crónica.
Vivía justo en la esquina de mi calle, en una casa distinta.
Porque si bien seguía el estilo de las casitas baratas de Parque Chacabuco, el mismo que se repite en Flores, en Liniers y en Santa Rita, la casa de Victorita estaba cubierta de plantas y flores, que la rodeaban y la cubrían por las dos calles de la ochava.
Y la torre. Porque la casa de Victorita, en la esquina de De las Ciencias y Tejedor, tenía una torre, que sobresalía de la apacible línea del código de edificación.
Lo que definitivamente marcaba la diferencia con el resto de las casas de la cuadra y del barrio es que en la torre había un telescopio.
Esta resonante revelación es, sin embargo, mucho menos apasionante que el resto de la historia de Victorita.
Y de “el doctor”, que era como se lo conocía a su esposo. Aunque una chapita de bronce pegada en la puerta de la casa revelaba el nombre y apellido: Boris Fikh.
Ella era menuda, de apariencia frágil. Caminaba despacio, balanceándose sobre sus sandalias de yute, cubriéndose del sol con una sombrilla, vestida siempre con ropa clara. Él era alto y flaco, y sus pasos anticipaban el andar que años después iba a caracterizar a La Pantera Rosa. Siempre con un traje de lino o poplin, camisa de algodón a cuadros y corbata trenzada de hilo. Hoy diríamos que tenía la elegancia casual de los arquitectos. Él era (y si no lo era, lo parecía) mayor que ella. Y lo notable era su cabellera blanca, que enmarcaba el rostro anguloso, con bigote a lo Einstein y ojos profundos como los de San Martín abuelo.
Victorita tenía un apellido difícil para un vecindario habituado a los Pérez, González, Lagos o Carrera. Gucovsky, se llamaba.
Apellidos infrecuentes, telescopio en la torre, ropa diferente. Y para colmo, vegetarianos.
Porque sí, señoras y señores, Victorita y el doctor eran vegetarianos. “Claro, porque son viejitos”, supuso doña Juana, queridísima vecina del 1080, hasta que alguien le explicó: vegetarianos, porque no comen carne.
Verla comprar a Victorita en la feria municipal era apasionante. Y oirla. Con un fervor inclaudicable se negaba a que el puestero cortara y tirase las hojas de las remolachas:
- ¡No, no la lastime! ¡No arranque eso!
¿Qué compraba? Verduras, granos, semillas, nueces. “Gente rara”, calificaba el veredicto vecinal. Y encima, ese aliento tan fuerte: olían a ajo y cebolla. Claro, nadie imaginaba por entonces que alguna vez habría algo llamado veganismo.
Superada la edad de la infancia y el temor a la supuesta brujería de los caramelos, seguí escuchando comentarios que los transformaban en sospechosos:
- A la noche van al parque y se tiran en el pasto para mirar las estrellas… son locos…
Y peor, mucho peor:
- Una vez vino la policía, porque parece que estaban haciendo una sesión de espiritismo…
Victorita y el doctor eran encantadores, amables, cordiales. Correctísimos. Él había sido profesor en el Colegio Industrial Otto Krausse, y ella profesora de Ciencias Biológicas en varias escuelas secundarias. El telescopio casi ni lo usaban, pero tenían una impresionante colección de piedras, micas y piezas geológicas. Y en la pieza del fondo había un gran órgano. Ellos estaban jubilados desde hacía mucho tiempo, pero de todos modos se los veía pasar. Él más circunspecto, ella siempre dispuesta a pararse a conversar:
- Julito, Julito… no hay que tener toxinas, ni el el cuerpo ni el el alma… Somos chispitas del sol, chispitas de energía… Hay que pensar bien de todos, del lechero, del cartero… No guardes venenos en la mente… Estamos creados para disfrutar de la vida…
Recién comenzaba la década del 60 y Victorita anticipaba hábitos y creencias que iban a consagrarse medio siglo después.
Hasta que ocurrió algo que aún hoy me conmueve.
Durante varios días, no la vi a Victorita. Su caminata habitual, su salida a hacer las compras, su amorosa contemplación de las hojas y los pájaros, su tierna conversación con quienes se cruzaran con ella, todo eso desapareció de repente.
Pasaron varios días y a Victorita no se la veía.
Hasta que un día, volví a encontrarla por la vereda:
- ¡Victorita, hace mucho que no la veo!… ¿Por dónde anduvo?
Como quien se ha sacado un gran peso de encima, me contestó:
- ¡Ay Julito, no sabés qué trabajo hemos tenido todos estos días!
Un poco me asusté, porque llegué a pensar que estaba confundida. ¿Trabajo? Una viejita jubilada… ¿qué trabajo podría tener?… Hasta que me dijo:
- Pero por suerte pudimos frenarlos a los locos estos… Ya terminó todo.
Era el mes de octubre de 1962. Los aviones U-2 de Estados Unidos habían descubierto que en la costa de Cuba los soviéticos terminaban de instalar 24 rampas de lanzamiento de sus misiles de alcance medio R - 6.
Y apuntaban al territorio norteamericano. El alcance de los cohetes superaban largamente los 200 kilómetros que separan a La Habana de Miami.
El 22 de octubre el presidente Kennedy habló al pueblo estadounidense: “He ordenado que nuestras fuerzas establezcan un cerco aeronaval en torno de Cuba”. A los dos días, Nikita Kruschev, líder del gobierno soviético contesto: “Lo tomamos como una agresión, nuestros barcos no van a desviar su camino”.
En ese momento el mundo tembló. Era la guerra. Pero la guerra nuclear, la destrucción total.
Las negociaciones se multiplicaron, los diplomáticos mantenían contactos febriles, Europa temía que el conflicto se desatase involucrando a todas las fuerzas de Occidente, el Papa Juan 23 pedía que las dos potencias escucharan el clamor de la Humanidad.
Finalmente, las rampas se desarmaron, la URSS retiró los cohetes, EE.UU. se comprometió a no atacar a Cuba y el 28 de octubre volvió la paz.
Fueron 13 días de terror, en los que el mundo peligró ante el riesgo de una guerra nuclear.
¿Y Victorita…? ¿Qué tiene que ver el riesgo de la hecatombe con la viejita vegetariana, que regalaba caramelos y enseñaba a tener el alma limpia?
- Durante todos estos días armamos una red de energía en torno del planeta… Éramos miles, en oración de buena voluntad… Cada uno con su creencia, en todas partes del mundo…
Y con la certeza de quien ha hecho una buena tarea, me dijo con su sonrisa angelical:
- Con la conexión de la fe lo logramos, Julito… Hicimos un anillo de protección, para que no dispararan esos cohetes…
Quizás haya que corregir la información que ofrece Wikipedia con respecto a la crisis de los misiles. No menciona a Victorita, pero yo estoy convencido de que fueron ella y todos los que se unieron en oración esos 13 días, creando un anillo protector, quienes salvaron al planeta de la destrucción.
El cronista -por entonces, aquel pibe de barrio- ignoraba quién era en realidad la apacible Victorita.
Ni por asomo podía imaginar que había sido una fogosa luchadora por los derechos de la mujer. Y que intentó imponer el voto femenino en épocas en las que eso era una transgresión revolucionaria.
Desconocía la biografía de la adorable señora que caminaba despacito y se paraba para hablar con las vecinas para recomendarles que comieran más verduras y menos carne.
Muchos, pero muchos años después, supe que Victoria Gucovsky había nacido en Génova. Y descubrí la historia de su familia.
Su mamá se llamó Fenia Chertkoff y fue hija de Moisés Chertkoff y Rosa Damirova, una familia rusa de Odesa. Allí, sobre el Mar Negro, en 1869, Fenia fue la tercera luego de David y José. Luego llegarían Manía, Naúm, Mariana, Adela, Isaac y Nina, nueve en total. Todos recibieron muy buena educación. Las chicas tuvieron instrucción artística: Fenia estudió escultura y pintura, Mariana piano y Y Mania canto. Y si bien llegaron a destacarse en sus especialidades, la realidad política las absorbió muy pronto.
Rusia era un tembladeral. Las ideas anarquistas de Mijail Bakunin y Piotr Kropotkin acechaban al reinado del zar Alejandro II, quien terminaría siendo asesinado en un atentado.
A los 18 años Fenia leía los libros que circulaban en forma clandestina y pronto desarrolló un liderazgo que la puso al frente de la familia. Ella salvó a su familia de un seguro destierro en Siberia, cuando ante la sorpresiva entrada de los cosacos a la casa, pudo esconder los volúmenes debajo de la nieve del fondo de la casa.
Se había casado con Gabriel Gucovsky, un ingeniero que ya estaba involucrado en las acciones revolucionarias. Un día, escaparon de milagro cuando la policía llegó para detenerlos. Pero no pudieron evitar que una cuñada de Fenia, llamada Victoria, fuese arrestada y enviada a Siberia. Allí se suicidó en la cárcel, luego de ser torturada y violada por sus captores.
Finalmente la joven pareja huyó a Génova, Italia, donde se casaron y en 1890 nació una bebita a la llamaron Victoria, en recuerdo a la hermana de Gabriel.
Había nacido la Victorita de mi barrio.
Al poco tiempo Gabriel se murió de tuberculosis. Entonces Fenia tomó a su hijita y viajó a la Argentina.
Inicialmente se radicó en Colonia Clara, en la provincia de Entre Ríos, un asentamiento de los pioneros judíos a quienes enseñó a leer en español. Fundó una biblioteca, aprendió italiano y francés y comenzó a relacionarse con los directores de diversas publicaciones extranjeras. Su actividad llamó la atención en los círculos intelectuales europeos y en 1897 fue invitada a la Universidad de Lausana, en Suiza. De allí pasó a Francia y en la Sorbona completo su formación en Pedagogía, especialmente en el método frobeliano para jardín de infantes, insólito para la época porque se basaba en el respeto al niño y su natural tendencia lúdica.
En 1898 regresó a la Argentina y se alojó en Buenos Aires, en la casa de Enrique Dickman, el primer afiliado del Partido Socialista en nuestro país. Junto a ella, se instalaron en la misma casa sus hermanas Adela y Mariana, que ya estaban en el país y las tres obtuvieron la ciudadania argentina.
Simultáneamente, las hermanas Chertkoff se relacionaron sentimentalmente con las grandes figuras del incipiente Partido Socialista: Adela se casó con Enrique Dickmann, Fenia desafió los prejuicios de la época y en 1901 lo hizo con Nicolás Repetto, que era menor que ella. La otra hermana, Mariana, fue la primera esposa de Juan B. Justo, que ya se había recibido de médico y en 1898 se radicó con su joven mujer en Junín, donde tuvieron dos hijos. Luego de cuatro años el matrimonio volvería a Buenos Aires y Justo sería diputado desde 1912.
Nunca antes la mujer había protagonizado un avance social semejante en la Argentina.
Comenzaba el siglo XX y se multiplicaban las acciones que buscaban transformar las estructuras.
El 19 de abril de 1903 se funda el Centro Socialista Femenino, en calle México 2070 de Capital Federal, por iniciativa de Fenia Chertkoff, colaborando sus hermanas Mariana y Adela, Raquel Messina, Teresa Mauli, Gabriela Laperriére de Coni, Carolina Muzzilli, Sara Justo, Carmen Baldovino, Raquel Caamaña y Justa Burgos Meyer.
Ese día Fenia dijo: “El Centro es la única agrupación donde las mujeres, sin prejuicio de ninguna clase y con un programa claro y definido, llenan su existencia no solamente con las tareas del hogar y del tabaco, sino que amplían sus horizontes con la obra fecunda por la emancipación económica, política y social de la clase proletaria y por consiguiente de la misma mujer”.
Fueron mujeres de avanzada. Crearon la Unión Gremial Femenina, algo así como la CGT de las mujeres.
Y en 1903 Fenia Chertkoff participó como delegada en el congreso del Partido Socialista, en el que defendió con vehemencia propuestas que eran revolucionarias para la época: la igualdad civil para ambos sexos, equiparación para hijos legítimos e ilegítimos, ley de divorcio y la investigación de la paternidad en apoyo de las madres solteras.
Fenia, la mamá de Victorita, denunció las condiciones de insalubridad en las fábricas, promovió las primeras huelgas, organizó a las obreras telefónicas y a las de las fábricas de alpargatas. Luchó por el descanso dominical para las trabajadoras sombrereras y por la llamada “Ley de la silla” para las trabajadoras de comercio. Y sus hermanas Adela y Mariana denunciaron el trabajo infantil, la insalubridad laboral y las extensas jornadas que incluían los turnos nocturnos.
Pero las hermanas Chertkoff no eran la excepción. Formaban parte de una generación notable en la que también estaban Julieta Lanteri, Elvira Rawson, Emma Day, María C. de Spada, Cecilia Grierson, Petrona Eyle, Albina Van Praet de Sala, Juana Manso de Noronha, Elvira Rawson de Dellepiane, María Angélica Barreda, Ada María Elflein, Virginia Volten, Elvira López, Emilia Lacroze de Gorostiaga, María Abella de Ramírez y Alicia Moreau, entre las más conocidas. Está última, en 1920, se casó con Juan B. Justo, que había enviudado de Marina Chertkoff varios años antes.
Victoria se crió y creció en ese ambiente. La mamá, las tías, las mujeres con las que alternaba, todas fueron un estímulo natural para su propia vocación política y social. Muy jovencita, se recibió de profesora de Ciencias naturales. Colaboró con su madre en la Escuela Laica de Morón donde introdujo un avanzado modelo de educación nocturna para adultos. Al mismo tiempo, integró el grupo fundador del Partido Socialista argentino cuando era una adolescente de 16 años y a los 18 ya era la encargada del suplemento literario del periódico “La Vanguardia”, el órgano periodístico oficial del partido.
También ella encontró el amor en las filas de la militancia, porque apenas veinteañera se casó con Antonio de Tomaso, un joven dirigente del Partido Socialista que acababa de recibirse de abogado y que trabajaba como taquígrafo en el Congreso Nacional, al que muy pronto entraría como diputado. Era fogoso, un orador brillante cuyas intervenciones despertaba grandes adhesiones. Pero el matrimonio duró apenas cuatro años, luego de los cuales De Tomaso llegó a burlarse de la suegra y sus hermanas, a las que llamó “las alegres comadres Chertkoff”.
La separación se tramitó ante la justicia uruguaya y sus vidas se separaron incluso en lo político, porque el joven De Tomaso se alejó de Partido Socialista tradicional y culminó su carrera como ministro de Agricultura y Ganadería del gobierno del general Agustín P. Justo, en 1932. Pero estuvo muy poco tiempo en el cargo, porque murió sorpresivamente en 1933, a los 40 años de edad.
Victoria, en tanto, siguió su infatigable actividad. Estudió el régimen carcelario y reformatorio para mujeres de los Estados Unidos y colaboró activamente con el Patronato de Recluídas y Liberadas de la Argentina. Propuso reformular el modelo, incluyendo actividades en el campo y la cocina, así como certámenes de lectura en la escuela del instituto. Fue fundadora y presidenta de la “Liga pro alfabetismo de Adultos”, publicó dos libros de relatos camperos (“Tierra adentro”, en 1921 y “El santo de la higuera”, en 1931) y ganó el Premio Municipal por su obra de teatro infantil “Juanita”. Escribía en La Vanguardia, sobre temas tan diversos como la sociedad china o la situación económica internacional. Daba conferencias, viajaba, ejercía la docencia.
Nada de esto se sabía en el barrio, cuando Victorita ya era la dulce viejita que sonreía y se entusiasmaba hablando de las virtudes del limón como desintoxicante.
En enero de 1936 una huelga general azotaba al país. El gremio de la construcción había iniciado la protesta que pronto se generalizó. Varios dirigentes gremiales fueron encarcelados y los trabajadores exigían su libertad como condición indispensable para levantar el paro. El presidente Agustín P. Justo no daba el brazo a torcer y el conflicto parecía interminable. Entonces Victoria Gucovsky decidió hacer algo. Una tarde, en la enorme casona de Parque Chacabuco, me lo contó:
-Me fui en el subte A hasta la estación Perú. Allí, en un puesto de flores de la calle Florida, compré una brazada de varillas de flor de durazno. Era un paquete enorme, apenas podía sostenerlo. Crucé la Plaza de Mayo y llegué a la puerta de la Casa de Gobierno. Me acerqué a uno de los granaderos y extendiéndole una flor le dije “quiero ver al presidente Justo…” El granadero me miró desconcertado, llamó a su compañero y a este le entregué otra flor y repetí “quiero ver al presidente Justo…” Vino el encargado de la guardia y pasó lo mismo… Una flor y el pedido para ver al presidente Justo… Entré a una oficina y al encargado le di una flor… Y le pedí ver al presidente… De ese modo, flor a flor, llegué a la antesala… ¡Hasta que entré al despacho presidencial!…Me quedaban una cuantas flores de durazno… Apareció el presidente Justo, se las entregué y le dije: “Mire señor presidente, la naturaleza ha hecho este milagro… Firme usted la libertad de esos dirigentes gremiales y haga el milagro en el país…”
Un rato después, cuando Victorita salía de la Casa Rosada ya sin flores, Justo firmaba la liberación de los huelguistas detenidos.
Un día, una vieja afección -la tuberculosis de su adolescencia- volvía a aquejarla. Tuvo que abandonar todo y permanecer una temporada en Córdoba.
Hasta que con el paso del tiempo se repuso. Con el paso del tiempo, sí. Y también con la ayuda de Boris, ese hombre alto, flaco, reservado y ceremonioso al que ella llamaba “chèri” y que llegó a su vida a mediados de la década del 30 para nunca más separarse de ella.
Vivieron juntos muchos años en esa esquina del barrio de las casitas baratas, que tenía un gran órgano en la planta baja. Muchas veces, los vecinos que pasaban lo escuchaban sonar y sabían que Victorita estaba tocando. Como en la cuadra no abundaban los melómanos, nadie sabía que era música de Brahms.
Tampoco sospechaban que la dueña de esa casa de De las Ciencias y Tejedor, la frágil y dulce vegetariana, había sido una de las más aguerridas feministas argentinas.
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